Por esa arbitrariedad que imponen las efemérides para recordar a personas o temas, en el mismo mes coinciden el nacimiento de Quino (17 de julio) con la muerte de Roberto Fontanarrosa (19 de julio). Justo en este momento, mientras escribo el editorial con la radio encendida, Alejandro Bercovich cita parte de la inolvidable intervención de El Negro en el Congreso de la Lengua en 2004, en defensa de las llamadas malas palabras: “No es lo mismo decir que una persona es tonta o zonza que decir que es un pelotudo. El secreto está en la fuerza de la letra T”.
Esa alocución me sigue arrancando una sonrisa del mismo modo que en su momento me provocó una carcajada. Y quienes lo conocieron afirman que es tan solo una muestra del humor de Fontanarrosa: era así tanto afuera como adentro de sus publicaciones. Se lo escuché decir a Daniel Divinsky hace unos días, también en la radio, entrevistado por el gran Carlos Ulanovsky en el programa Reunión cumbre.
Creador del mítico sello Ediciones de la Flor a comienzos de los 70, Divinsky fue amigo y editor de los grandes humoristas gráficos de la Argentina. En sus evocaciones se cruzan las anécdotas de dos personalidades tan geniales como opuestas: si Fontanarrosa depositaba sus originales en manos de Divinsky y se olvidaba por completo hasta su publicación –confiaba en el trabajo editorial de afinar su sintaxis apurada y pulir sus repeticiones–, Quino revisaba hasta la última coma, al punto de que –cuenta Divinsky– el remate de un chiste en una página tenía que estar encadenado con el comienzo del siguiente. Un trabajo de montaje artesanal y minucioso. Y si el creador de Boogie, el aceitoso era expansivo y amiguero, el alma de los asados, el padre de Mafalda se refugiaba en su carácter reservado. Pero los dos, a su modo, sabían cómo sacudirnos a través de la risa.
Heredero de esa generación –en sentido metafórico, pero también sanguíneo–, Matías Loiseau –“Tute”– creció en una familia extendida de grandes maestros, en la que el dibujo y el humor eran la moneda corriente para traducir, entender y cuestionar la realidad. Paradójicamente, o no, su padre no lo alentó especialmente a sucederlo: a pesar de que Tute no largaba el lápiz, Caloi le sugirió que se inscribiera en Diseño Gráfico. “Un certificado de defunción”, dice Tute cada vez que recuerda sus inicios. Lo que no advirtió en ese momento es que, quizá, su padre solo intentaba protegerlo: Caloi sabía que hacer del humor tu materia prima era mucho más trabajoso de lo que un adolescente podía imaginar. Que el humor era cosa seria, casi dolorosa.
Se lo dijo el propio Quino, a su modo, en esos días en los que Tute se animaba a mostrar algunos de sus trabajos. Fue después de una comida: Tute se acercó al gran maestro con temor reverencial y le mostró su carpeta. En silencio, sin un solo gesto (“yo lo miraba de costado, a ver si al menos levantaba una comisura en señal de sonrisa”, dirá Tute décadas después), Quino pasaba las páginas. Con la última, levantó la vista, miró a ese joven expectante al que conocía casi desde la cuna, y le dijo: “Hay que meter más el dedo en la llaga”.
¿Qué significaba meter más el dedo en la llaga? Es la pregunta que lo acompaña a Tute desde ese momento. Cuál es la llaga propia, la llaga de cada época. Cuál es el dolor que se rasca en cada chiste. Tute descubrió que hasta los duelos pueden alimentar el humor y ahí están su padre, su madre, su hermano en libros que van encontrando su forma.
Desde hace unas semanas, mi hijo de 4 años me pide que le lea chistes. Ahora que ya tiene cierta altura, descubrió en la biblioteca el estante de Quino, Fontanarrosa, Caloi, el propio Tute, entre tantos otros y otras que iluminan un género inmortal. Y así, cada noche, leo viñetas y globitos que él apenas entiende. Ni yo puedo dilucidar qué es lo que lo atrae tanto. Pero lo cierto es que me voy a dormir con esa mezcla de alegría y melancolía que conduce a cierto estado de lucidez nocturno: esa sensación de que, por un momento, lo entendimos todo. Ahí está la genialidad del humor que mete el dedo en la llaga.
*Directora de Brando