José Luis Vellutato se convirtió en integrante esencial del seleccionado nacional de ciclistas
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Corre el año 62 en una Villa Crespo con calles de tierra. José Luis Vellutato, un niño de 8 años, hijo de inmigrantes italianos, va por Gurruchaga, la única asfaltada, ida y vuelta, entre las avenidas Córdoba y Corrientes, a bordo de su bicicleta. Una y otra vez. Se baja solo cuando un cliente necesita inflar sus ruedas en la gomería donde trabaja por la propina. Terminado el día, le lleva las monedas a su mamá, viuda desde los 36 y a cargo de cuatro hijos. Así aporta para comprar el pan con orégano, o las berenjenas. También el cacao en polvo, que comen en sándwich. No lo sabe aún, pero está iniciando un camino que lo llevará a ganar más de 500 títulos y a convertirse en el mecánico oficial de la selección argentina de ciclismo.
–Nosotros de pibes teníamos menos que nada... No podíamos tener ni hambre, así que imaginate.
José Luis Vellutato se subió a una bicicleta a los 8 años y no se bajó más: ganó unos 500 títulos como corredor y, desde 2005, prepara y repara las máquinas de la selección nacional en cada competencia.
Sentado en su bicicletería del barrio, que lo vio dar sus primeros pasos, el Tano, como lo conoce todo el mundo, cuenta que comenzó a competir a los 12. Los días que ganaba podía pagar el boleto del tren para volver. Si no, tocaba viajar colado o pedalear.
Por esos años, algo le empezó a quedar claro: había nacido para ser ciclista de competición. “Es una pasión”, explica décadas más tarde y grafica: “No sé si mi vida es la bicicleta o es la bicicleta la que me da vida”. A su compañera de dos ruedas le dice “la nena” y le charla: le dice que está linda, le cuenta a dónde van a ir, qué es lo que quiere hacer y le repite su lema: “Voy, gano y vuelvo”. Asegura que se lo robó a Napoleón.
José Luis es chiquito y macizo. Habla con onomatopeyas y con sus manos, las cuales mueve frenéticamente. A veces, es tanta la energía que le tensa el cuerpo, que salta de la silla y sigue gesticulando. Con un bigote prolijo, se confiesa coqueto. Tanto que pregunta si es necesario revelar su edad. Antes de competir, se fija que su ropa combine. Y se pone sus lentes para “cancherear”.
–El petiso que no es canchero no es petiso.
Carreras y podios
El Tano tiene la risa fácil. Dice que el viento le corrió la cara para atrás cuando se burla de su nariz. Y se emociona cuando recuerda el día que se sintió campeón junto a los ciclistas que ganaron la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Beijing en 2008, y pudo oír la voz de su madre del otro lado del teléfono, contándole que los vecinos habían llegado hasta su casa para felicitarla. Esa vez, antes de que Walter Pérez y Juan Curuchet subieran a lo más alto del podio por primera vez en la historia del ciclismo argentino, hizo una promesa: si ganaban, recorrería la pista de rodillas, envuelto en la bandera argentina. Y así lo hizo. Allí se convirtió en el único mecánico olímpico de Latinoamérica y lo inmortalizó con un tatuaje que lleva en su brazo derecho: los míticos aros y una bicicleta.
A lo largo de los años tuvo muchos oficios: gomero, mecánico, limpiabaños, afilador de cuchillos, carnicero, chofer de taxi y de camión, fletero. Hasta trabajó de “comprador de artículos de mentira arriba del colectivo”: asociado con un hombre que vendía herramientas, él simulaba una compra para alentar al resto de los pasajeros. “Pero siempre reparé bicicletas, desde que arranqué en la gomería a los 8. Yo sabía que ahí había algo”.
Hoy reparte las horas entre su bicicletería El Olímpico y la selección, con la que lleva trabajando 16 años. Fue convocado en 2005 por Marcelo Lanzi, presidente de la Federación Argentina de Ciclismo de Pista y Ruta (FACPyR), y Gabriel Curuchet, hermano de quien tres años después se probaría la medalla de oro.
–Creo que fue un poquito de cada cosita: mi trayectoria, mi vida de ciclista competitivo, bicicletero. Justo en ese momento venía a competir acá la selección italiana y necesitaban a alguien que supiera italiano. Entonces me dicen: “¿Querés estar con la selección italiana? Y también necesitamos que seas, a partir de este año, el mecánico de la selección argentina”. Así nomás. ¡Les dije que sí, obvio!
El Tano acompañó al equipo nacional en todas sus competencias, incluidos tres juegos olímpicos: 2008, 2012 y 2016. Este año es la excepción: no se encuentra en Tokio porque clasificaron pocos corredores y no hay suficientes cupos, por lo que viajó solamente el técnico. Acaba de volver del Panamericano de Pista en Perú, donde los argentinos obtuvieron siete medallas, de plata y de bronce.
Cuando trabaja con la selección, también sigue al pelotón con un auto. En cuanto alguno de los ciclistas levanta la mano, ahí va el Tano para auxiliarlos.
Cuando trabaja con la selección, prepara las bicicletas antes de cada competencia y sigue al pelotón con un auto. En cuanto alguno de los ciclistas levanta la mano, ahí va el Tano para auxiliarlos. Como la vez que al campeón Walter Pérez se le rompió la traba de la zapatilla en San Luis y le improvisó un estribo con cinta aisladora.
También fue mecánico de la selección de Rumania y del Fiamme Azzurre, un equipo italiano. Con estos últimos logró un récord: 13 pruebas, 12 medallas de oro.
Gracias a su trabajo, pudo dar varias vueltas al mundo. Y disfruta del reconocimiento de los más jóvenes, que le piden fotos, autógrafos, lo llaman “el profe”. El Tano sonríe, achina los ojos, y casi que se le escapa una lágrima.
Ciclista para siempre
Todos los domingos recorre unos 100 kilómetros en dos ruedas. Hasta el inicio de la pandemia, seguía compitiendo. Ahora, promete: “Cuando se muera el último bichito, yo me vuelvo a poner los números en la espalda”. En los años 66 y 67 ganó el Torneo Promoción, que luego pasó a llamarse Campeonato Argentino, y equivalía a ser el mejor ciclista del país. El Tano repite que todos los títulos son importantes para él.
Todos los domingos recorre unos 100 kilómetros en dos ruedas. Hasta el inicio de la pandemia, seguía compitiendo.
Levanta la mirada y habla de “los capos” que conoció cuando pisó el circuito KDT por primera vez, con 11 años, quienes le dieron “una cabida tremenda” y hasta le prestaron ropa, que por lo grande le quedaba como “la capa de Superman”. Fue contemporáneo y amigo de “uno de los más grandes ciclistas de nuestro país”, Carlos Alberto “Indio” Vázquez. Como referentes nombra a Tomás Emilio Vázquez, a Norberto Curcio y a Carlos “el Negro” Flores.
–Yo aprendí mucho de todos. Y después, sabiendo lo que yo sabía, con todos los viajes internacionales que tuve como mecánico de la selección aprendí mucho más.
Tiene un solo defecto y virtud: le gusta ganar. Y, por competir y por ganar, ha corrido hasta fracturado. Así lo atestigua su clavícula, rota en tres ocasiones y que hoy le sobresale mal soldada, por aquella vez que se sacó el yeso con un cuchillo para que lo anotaran en una carrera. Aprendió a entrenar “psicológicamente”: estudia los movimientos de sus rivales –circunstanciales, aclara– y planifica cómo sobrepasarlos. Es un embalador nato, dice, definidor de los últimos metros.
También tiene sus cábalas, como preparar la bicicleta los viernes –mientras le habla, claro–, armar una parte del bolso el sábado y otra parte el día de la competencia. Antes de largar, nadie puede tocar a su nena.
El Tano no toma alcohol y no sabe jugar al truco. Como si tuviese un GPS en la cabeza, nombra con exactitud cada calle donde suceden sus anécdotas, con sus antiguos nombres: “¡Yo soy de Corrientes y Canning, y de ahí no me mueve nadie!”.
Pero su pasión por mover el cuerpo no queda solo en el ciclismo: también baila rock y es murguero hace 25 años junto a toda su familia. Cada vez que le suena el teléfono, la voz de John Lennon empieza a corear “A hard day’s night”. En su local cuelga un cuadro de los Beatles hecho en lentejuelas, que corona las fotos, las copas, las medallas y las camisetas que invaden las paredes y las vidrieras. Todos los que pasan lo saludan. ¡Hasta los colectiveros! Él responde, manda saludos –”a tu viejo, que es un fuera de serie”, “dejámela que para la tarde te la tengo”–, le ajusta los tornillos a la bicicleta de un chico que se asoma tímido, y se niega a cobrarle.
Para despedirse, hace alarde de sus piruetas y monta su bici con un pie en un pedal, el otro en el manubrio, y levanta los brazos mientras avanza por la vereda. Sonríe radiante y, en un destello, se vislumbra a aquel pibe que gastaba de punta a punta la calle Gurruchaga.