La correspondencia condensa pensamientos, estéticas y la vida oculta de los autores
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En una carta contrarreloj, cuando acaban de avisarle que le van a amputar una pierna, Frida Kahlo le escribe a Diego Rivera: “Sr. mío Don Diego, escribo esto desde el cuarto de un hospital y en la antesala del quirófano. Intentan apresurarme, pero yo estoy resuelta a terminar esta carta, no quiero dejar nada a medias y menos ahora que sé lo que planean, quieren herirme el orgullo cortándome una pata... Cuando me dijeron que habrían de amputarme la pierna no me afectó como todos creían, NO, yo ya era una mujer incompleta cuando le perdí, otra vez, por enésima vez quizás y aun así sobreviví”.
"El género epistolar está entre el diario y la ficción. Uno entra a un doble universo entre el que escribe y el destinatario."
Ivonne Bordelois
Entre el reproche, el dolor inenarrable y la frontalidad tajante, en esta misiva a corazón abierto Kahlo reconoce: “Aunque sí te confieso que sufrí, y sufrí mucho, la vez, todas las veces que me pusiste el cuerno... no solo con mi hermana, sino con otras tantas mujeres”. Extensa y filosa, la carta plantea preguntas retóricas punzantes: “¿Cómo cayeron en tus enredos? […] ¿Qué buscabas, qué buscas, qué te dan y qué te dieron ellas que yo no te di?”. Con unas líneas lapidarias, finaliza: “Porque no nos hagamos pendejos Diego, yo todo lo humanamente posible te lo di y lo sabemos, ahora bien, cómo carajos le haces para conquistar a tanta mujer si estás tan feo hijo de la chingada”.
Género precioso, las cartas nos acercan a dimensiones insospechadas de la personalidad de un artista. Iluminan sentimientos intensos que sus obras no necesariamente evidencian. En esas cartas que los protagonistas esperaron ansiosos acaso meses –que hoy, aunque se encuentran publicadas con el aval de familiares, herederos y editoriales, uno al leerlas, por momentos, se siente intrusivo–, habitan mujeres y hombres de carne y hueso con una potencia que ninguna otra prueba o testimonio revelan.
“El género epistolar está entre el diario y la ficción. Es un estilo que implica al interlocutor: uno entra a un doble universo entre el que escribe y el destinatario. Es una intimidad muy especial porque es compartida”, señala Ivonne Bordelois, ensayista, lingüista y especialista en el tema, quien considera que el que accede a leer las cartas goza de una perspectiva muy privilegiada para conocer al artista en cuestión. “Lo hermoso de este género es que quien escribe no solo le habla a un destinatario, sino que en el transcurso de la carta recrea ciertos aspectos del destinatario y de los eventos que los han unido”, agrega. “Eso ocurre, claro, cuando la persona que escribe tiene el don de la imaginación”.
Al leer la correspondencia de reconocidos artistas, descubrimos aspectos impensados que los vuelven cercanos –lejos de la magnificencia creadora–. Las cartas no solo tienen un valor documental, sino estético. Lejos de la síntesis del mail, en ellas habitan reflexión, confesiones, detalles y hasta una pluma exquisita en muchos casos. Las cartas que aquí reunimos entrañaron una espera que quienes nacieron con la inmediatez del correo electrónico desconocen. Era necesario aguardar la respuesta anhelada días, semanas y hasta meses: el intercambio epistolar tenía que estar a la altura de la expectación provocada por esa demora.
Las cartas no solo tienen un valor documental, sino estético. Lejos de la síntesis del mail, en ellas habitan reflexión, confesiones, detalles y hasta una pluma exquisita en muchos casos.
Resulta curiosa la polémica que desató una carta que Goya le escribió a Martín Zapater, gran amigo suyo desde la infancia. Con un corazón en llamas –fechada el 10 de noviembre de 1790 y adquirida en 2018 por el Museo del Prado–, esta misiva provocó en los medios españoles una serie de elucubraciones acerca de la sexualidad del artista. La única certeza es que Goya solía incluir en las cartas a su amigo todo tipo de dibujos: desde algunos convencionales hasta otros satíricos e imágenes de penes. “El mayor bien de cuantos llenan [mi] corazón, acabo de recibir la inapre[ciable] tuya; sí sí que me avivas mis sentidos con tus discretas y amistosas producciones, con tu retrato delante me parece que tengo la dulzura de estar contigo, ay mío de mi alma no creyera que la amistad podía llegar al periodo que estoy experimentando”, le escribió Goya a su querido amigo.
También Édouard Manet, Pierre Auguste Renoir, Paul Signac, Henri Matisse, Marc Chagall, Paul Gauguin y Pablo Picasso sumaron dibujos a sus cartas. Miguel Ángel le escribió a un familiar: “Sobre tu casamiento –el cual es necesario– no tengo nada que decir, excepto que no te excedas en tu preocupación por las dotes, ya que las posesiones no tienen el valor de las personas. A lo único que tienes que prestar atención es al embarazo, a tener una buena salud y, sobre todo, una buena disposición”. Además, rogaba que el bebé no saliera “deformado”.
La correspondencia –prolífica y franca– entre Van Gogh y su hermano Theo, de la que se conservan 652 cartas, comenzó en 1872 y siguió hasta su muerte, en 1890. La última misiva se encontró en uno de los bolsillos del pintor holandés el día que murió. Solo se conservan las cartas enviadas por Vincent gracias a que Theo –su incondicional apoyo emocional y sostén económico– las guardó. Estaban escritas en holandés y francés, e incluían pequeños bocetos y dibujos. Y se transformaron no solo en un clásico del género epistolar, sino en un best seller.
Imbuido de fe religiosa, el artista viajó en 1879 a Bélgica para trabajar en una misión como predicador laico, en la región minera de Borinage, donde se despojó de todas sus pertenencias y su entrega fue tan extrema –dormía en el suelo, acompañaba a los más pobres– que los mineros lo llamaron El Cristo de la mina de carbón. “Es un lugar sombrío –le escribió Vincent a su hermano– y, a primera vista, todo lo que lo rodea tiene algo triste y mortal. Los trabajadores suelen ser personas demacradas y pálidas debido a la fiebre, parecen cansadas, golpeadas por el clima y prematuramente viejas; las mujeres generalmente tienen un aspecto marchito”.
En otra carta en la que intercambiaban opiniones sobre El ángelus de Millet y sobre obras de Schreyer, Lambinet y Frans Hals, Vincent le aconseja a Theo: “Encuentra bello todo lo que puedas porque la mayoría no encuentra suficiente belleza”.
Un caso paradojal es el de Salvador Dalí, que le escribió a Picasso unas 70 cartas, de las cuales el creador del Guernica jamás se dignó a contestar ni una. Lo de Dalí fue una especie de provocación que, al parecer, no esperaba respuesta. Es que si bien Picasso había presentado a Dalí con Paul Rosenberg y Gertrude Stein, lo ayudó económicamente y hasta le dio el dinero que necesitaba para viajar con su esposa Gala a Nueva York, la relación en el plano político y creativo devino insostenible. Dalí sostenía que el nuevo artista debía “poseer una cosmogonía monárquica y católica lo más absoluta posible y de tendencias imperialistas”. Picasso defendió y apoyó la República; en cambio, la cercanía de Dalí con la dictadura franquista y su fascinación por Hitler –que dio lugar a El enigma de Hitler, hoy expuesto en el Museo Reina Sofía, que provocó que fuera expulsado del grupo de los surrealistas– hizo que la grieta fuera insalvable.
Cargado de violencia, un telegrama de Dalí al pintor cubista comienza: “¡Gracias, Pablo! Tus últimas pinturas ignominiosas han matado el arte moderno. Sin ti, con el gusto y la mesura característicos de la prudencia francesa, habríamos tenido pintura cada vez más fea durante al menos cien años, hasta llegar a tus sublimes adefesios esperpentos. Tú, con toda la violencia de tu anarquismo ibérico, has llegado al límite y a las últimas consecuencias de lo abominable. Y lo has hecho, como Nietzsche habría deseado, marcándolo todo con tu propia sangre. Ahora solo nos queda volver de nuevo la mirada a Rafael. ¡Que Dios te bendiga!”.
A pesar de las abismales diferencias ideológicas, Dalí mantuvo correspondencia fluida con Federico García Lorca, con quien se conocía desde la época de la residencia estudiantil. De ese intercambio se conservan unas 40 cartas enviadas por Dalí y muy pocas del gran poeta español. Se cree que los celos llevaron a Gala a destruir la mayoría de las cartas. Era “un amor erótico y trágico, por el hecho de no poderlo compartir”, dijo sobre la relación el pintor nacido en Figueras en 1986, en una carta que mandó al diario El País.
Correspondencia de amores desgarrados
Cuando tuvo que alejarse por cuestiones de salud, Dalí le escribió a Gala, a quien conoció cuando estaba casada con su amigo el artista Paul Éluard: “Solo he conservado el sabor amargo y terrible del amor. Si pudiera estrecharte entre mis brazos, volvería a ser el que he sido para ti en algunos momentos. Te adoro, solo tú existes desde toda la eternidad. Mi pequeña Gala, hermosa, querida mía, maia dorogaia, mi pequeña, mi amor, me muero de estar sin ti”.
En una carta fechada en 1886, Rodin le escribió a Camille Claudel: “Descansa tus manos sobre mi rostro, para que toda mi carne se sienta tan feliz que mi corazón se vuelva a henchir con tu amor divino”. Se habían conocido tres años atrás. Aunque el canon del arte la transformó en “musa inspiradora” sin mayor brillo propio, Claudel, talentosísima artista, no solo colaboró en obras clave en el taller del maestro escultor, sino que creó piezas magníficas.
Al terminar la relación con Rodin y tras la muerte de su padre, Claudel fue internada por su madre en un psiquiátrico. Sus cartas son devastadoras. “No me dejes aquí sola” y “Reclamo a gritos la libertad”, le escribía a su hermano Paul desde el manicomio francés de Montdevergues, donde tras pasar los últimos 30 años de su vida, murió sola.
Un grito angustiante, quebrado, se escucha también ya sobre las últimas líneas que Kahlo le escribió a Diego Rivera antes de la ablación de su pierna: “No pretendo causarte lástima, a ti ni a nadie, tampoco quiero que te sientas culpable de nada, te escribo para decirte que te libero de mí, vamos, te amputo de mí, sé feliz y no me busques jamás. No quiero volver a saber de ti ni que tú sepas de mí, si de algo quiero tener el gusto antes de morir es de no volver a ver tu horrible y bastarda cara de malnacido rondar por mi jardín. Es todo, ya puedo ir tranquila a que me mochen en paz. Se despide quien le ama con vehemente locura, Su Frida Cargada de dolor”.
Kahlo también se carteó durante años con su amante español Josep Bartolí, un republicano que había escapado de la Gestapo. Lo había conocido en 1946 en un hospital de Nueva York, donde había ido a operarse –se sometió a 32 cirugías desde los 18 años, cuando en un accidente en autobús se quebró la columna–. Con 39 años y casada por segunda vez con Diego Rivera, Kahlo firmaba las cartas como Mara. Y Bartolí, para no ser descubierto, como Sonja.
Cuando él no envió más cartas, Kahlo le ruega: “No te olvides de mí. No me dejes sola”. Ya postrada y enferma, lanza: “Aún soy tu Mara, tu compañera. Tu amor es mi árbol de la esperanza. Te esperaré siempre. ¿Volverás?”. No sabemos qué respondió. Solo se conocen las cartas que envió Frida y que él –que hasta sus últimos días mantuvo el asunto en absoluta privacidad– guardó amorosamente.
Frida Kahlo tuvo una nutrida correspondencia con Diego Rivera, y también con varios de sus amantes.
León Trotski tuvo una relación muy cercana con Kahlo. Cuando el gobierno mexicano le concedió el asilo político, el revolucionario ruso vivió en la Casa Azul con ella y Rivera. En 1939, por diferencias políticas con el muralista, Trotski y su familia se mudaron a otra casa. “Oh, nena, mi piroshki de miel con pasas, mi vasito de kvas en el desierto, ¿qué te puedo decir? Ni en la fría estepa de Siberia, alimentándome solo de papas congeladas con pimienta mohosa, ni frente a las tropas checas en Kazán, he sentido tanto miedo, angustia y resentimiento como en este apartarme de ti”, comienza la carta en la que le propone a Frida encontrarse a escondidas en el bosque.
El texto conjuga amor, con alusiones a su posición política y a la de Rivera, al que llama “el sapo gordo y feo de tu marido”. Apenas unos meses antes de que lo asesinaran con un picahielo, en esa carta le escribe: “Mi alma oscila siempre entre el despecho y la adoración. No te extrañe, corazón; a pesar del internacionalismo, sigo siendo ruso. Aún sueño contigo en posiciones obscenas, indignas para una dama como tú eres; aún sueño con el perfume de tus ásperos calzones de manta que te mandaste hacer a Tenancingo, esas enaguas como fortalezas que ocultan la gema más necesaria; el sexo moreno y punzante que se esconde abajo, húmedo, los vellos ensortijados de tu pubis. Es lo más mexicano que tienes, nena, y lo que más anhelo”.
Potentes e inalterables documentos de artistas argentinos
Lejos de la nube, incluso en una caja cuidadosamente guardada, la carta está ahí, presente: contiene voces que perduran en el tiempo como una especie de latigazo emocional. Con el rostro cubierto con una careta de Van Gogh, Marta Minujín quemó recientemente casi toda su correspondencia de París en un acto performático –y liberador– en su estudio. La artista –cuyo proyecto Big Ben acostado en julio integrará el Manchester International Festival, y además presentó Pandemia en el Museo Nacional de Bellas Artes y su hipnótica Implosión en Fundación Santander– cuenta: “No quería que nadie las leyera. No quiero pensar más”.
Una carta es también un documento inalterable, una toma de posición. León Ferrari le escribió una misiva a Juan Pablo II –que recibió el apoyo de grandes artistas y escritores y que estaba firmada por Cihabapai (Club de Impíos Herejes Apóstatas Blasfemos Ateos Paganos Agnósticos e Infieles, en formación)–, en la que le pidió “la anulación de la inmortalidad y la vuelta a la justicia del Pentateuco”. El artista consideraba que, de este modo, “con la muerte terminarían los sufrimientos que el Evangelio quiere eternizar”.
Alberto Greco –con retrospectiva en el Museo de Arte Moderno y la muestra La pittura è finita en la galería Del Infinito– escribió cientos de cartas a sus amigos, colegas y familiares. En 1965, desde Nueva York, le envió una esquela a Alain Glass: “Pensé un momento en si escribirte o no, pero al final decidí que sí, porque esta situación ya es el infierno. […] Mi adoración por Claudio es total y por eso he venido dejando todo para estar a su lado. […] quiero lo mejor para él, y pienso dedicarme de lleno a su vida paralelamente a la mía. Nos vamos porque aquí todo está lleno de fantasmas. Yo lucho por él y sé que el triunfo será total. Sin él no puedo hacer nada y me quedo en la cama como un muerto cuando siento que está con alguien, desgraciadamente muy a menudo”.
León Ferrari le escribió una misiva al papa Juan Pablo II, en la que le pidió la anulación de la inmortalidad y la vuelta a la justicia del Pentateuco.
Tras incursionar en el tachismo y el informalismo, en apenas un puñado de años Greco creó su prolífica obra conceptual: tanto su biografía como sus trabajos estuvieron signados por la tinta. Hasta su último suspiro, la escritura fue su aliada. A los 34 años, en Barcelona, Greco se suicidó tomando un frasco de barbitúricos. Antes de desvanecerse, sobre su mano izquierda escribió la palabra Fin y, sobre la pared, “Esta es mi mejor obra”.
Como testimonio preciado, Luis Felipe “Yuyo” Noé conserva las cartas que se escribió con Nora Murphy –quien fue su esposa–, cuando ella vivía en Londres y él en Buenos Aires. “Fue un año y medio de correspondencia amorosa: la relación se plasmó en ese momento”, recuerda el artista. Conserva también cartas que le envió Antonio Berni, cuando ambos vivían en Estados Unidos, y una que el joven Jorge Luis Borges le mandó en 1927 a su padre, crítico literario y secretario de Redacción de la revista Nosotros. “Borges hace un inventario de los medios que escribieron sobre Fervor de Buenos Aires; incluye muchos detalles de lo poquito que se había escrito del libro –dice el artista–. Hoy es emocionante verlo a él como un joven trepador inventariando esos detalles”.