La ciudad cuenta con 11 cuencas que la atraviesan y corren bajo nuestros pies
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Desde mi niñez, la ciudad de Buenos Aires mantiene una costumbre rutinaria: la inundación de algunas de sus calles. Nota de tapa de todos los diarios durante dos o tres días, siempre terminaba con la misma foto: una vez que el agua bajaba, se abría la tapa de alguna alcantarilla y aparecía algún secretario de Obras Públicas con su casquito amarillo remedando el adictivo juego “Golpear al topo”, al que jugamos cada verano con mi hija en los fichines de Valeria del Mar. Más allá de las causas técnicas de esas inundaciones, me interesa reflexionar nuevamente entre la relación de la ciudad, los ciudadanos y los cauces de agua. Ya hemos hablado de la relación de distanciamiento emocional con el Río de la Plata, hoy la pregunta es: ¿qué pasa con los cauces interiores?
La ciudad cuenta con 11 cuencas que la atraviesan y corren bajo nuestros pies: los famosos arroyos Medrano, Vega, Maldonado y Cildáñez y los no tan conocidos White, Radio Antiguo, Ugarteche, Boca-Barracas, Ochoa-Elía, Erézcano y Larrazábal-Escalada. Algunas de estas cuencas desembocan en el Río de la Plata y otras en el Riachuelo. Con 11 cuencas atravesando el núcleo urbano, no es extraño saber que hay barrios enteros, como La Boca, Palermo o Villa Crespo, que están construidos sobre bañados. No llegamos al caso de la Ciudad de México, que fue construida sobre un lago, pero tenemos lo nuestro.
¿Por qué los tapamos? ¿Qué es lo que sucede debajo de la ciudad? ¿Qué resortes psicológicos nos llevan a los porteños a negar el agua?
Para complejizar el tema pensemos que la cuenca del Medrano nace en los partidos de Tres de Febrero, San Martín y Vicente López. El arroyo Cildáñez y el arroyo Maldonado nacen en los partidos de Tres de Febrero, La Matanza y Morón. Con lo cual imaginamos las problemáticas de una gestión compartida entre varios municipios. La densificación de Buenos Aires y el conurbano, con sus asfaltos, edificios, veredas y la reducción sustancial de los espacios verdes, provoca la ausencia de suelo absorbente, recargando el volumen de agua que va a parar a estos arroyos.
Planteado el tema, volvemos a la pregunta eje: ¿cuál es nuestra relación con el agua? Podemos aventurar la teoría de que estos arroyos tuvieron un rol importante en las pandemias de malaria y fiebre amarilla del siglo XIX. Con una conciencia sanitaria nula, esos cauces se fueron transformando en el vertedero de la basura de la ciudad y en un foco de propagación de enfermedades. También podemos pensar que eran inoportunos para implementar un sistema eficaz de cloacas y alcantarillados. O simplemente se tornaron anacrónicos para la mirada cultural de la época. ¿Por qué los tapamos? ¿Qué es lo que sucede debajo de la ciudad? ¿Qué resortes psicológicos nos llevan a los porteños a negar el agua?
Si bien muchas ciudades decidieron ocultar sus ríos y sus cauces como lo señala el galés Iain Sinclair en Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico (Fiordo, 2016), hay algunas otras que lograron convivir y encontrar en ellos un estandarte, como es el caso de Milán y sus navigli. En el siglo XV, la ciudad le encargó las mejoras de los canales que atravesaban la ciudad y llegaban al mar al genial Leonardo da Vinci. Si bien algunos se taparon en la década de 1930 para mejorar el transporte interno, el diseño de Leonardo continúa hasta la actualidad en el navigli Grande y el navigli Pavese. Hoy son lugares admirados por los turistas por la vida nocturna de ambas márgenes, donde se encuentran los bares que ofrecen los más sofisticados tragos de la ciudad.
Ya sea ocultándolos o conviviendo con ellos, me sobreviene la duda acerca de cuál va a ser su rol si es que los efectos del cambio climático se centran en el crecimiento de la altura de los mares. Los especialistas hablan de que ese será su efecto en el año 2050, dentro de tan solo ocho mundiales de fútbol. ¿Qué pasará en una ciudad costera como la nuestra y con sus cuencas interiores? ¿Estaremos preparados para el crecimiento del flujo del agua? Entiendo que hoy puede sonar distópico o demasiado alarmista. Quizá sea mejor seguir imaginando que por esos cauces siguen andando en lancha los integrantes del robo del siglo o que, como cantaba el genial Negro Fontova, ahí abajo existe “un mundo distinto con gente que nunca vio el sol”.
*Asesor urbano. Gestor de ciudades y agitador cultural. Trabajó en 109 ciudades y flaneurió otras 80 en 20 países. Le gusta más descubrir lo que las iguala que lo que las diferencia.