Diario de un viaje feliz y vital en medio de la incertidumbre y el pánico mundial
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Las manos se aferran al manubrio, las piernas flexionadas comienzan a pedalear y el tórax del catalán Nil Cabutí se inclina levemente hacia delante sobre la bicicleta que de a poco toma un ritmo acompasado mientras se acopla a la respiración de su cuerpo espigado en la mañana del 27 de febrero de 2020 al pasar por la plaza John Kennedy en Barcelona.
“¡Adéuuu, Nil, bon viatgeee!”, lo despide la mamá apenas él pasa por enfrente en su gravel todoterreno con dos alforjas sujetadas sobre cada rueda. La expresión de deseo no podía ser más atinada y adecuada: Nil viajaba hasta Singapur, en bicicleta y solo, cuando la crisis sanitaria comenzaba a angustiar a Occidente.
A fines de febrero de 2020, el catalán Nil Cabutí pretendía llegar en bicicleta a Singapur, pero covid-19 mediante, modificó su GPS y se decidió a unir los cuatro extremos cardinales del Viejo Continente.
Primero debía cruzar parte de Europa, entrar en Asia y atravesar China, que desde hacía dos meses lidiaba con un virus respiratorio que pronto iba a desatar la pandemia cuyo fin aún se desconoce.
Por su espíritu inquieto, amor a la bicicleta y a los caminos, ya había visitado algunos destinos de la ruta inicial diseñada. Entre los 18 y los 20 años cruzó los Pirineos y recorrió parte de Italia; a los 22, tardó un mes en unir Estambul con Barcelona. A lo largo de la última década terminó sus estudios de Ingeniería en China, y además vivió por trabajo en Singapur, Andorra, Egipto y Qatar, entre otros países.
Nil siempre quiso realizar un viaje largo antes de cumplir 30 años. Le llevó un tiempo definir la planificación y la logística, delinear la travesía, cómo hacerla, qué llevar, dónde dormir. A modo de diario personal, de registro, creó un Instagram (@nilbiketrip2020) con una estructura definida e inconmovible que actualizó con datos generales, textos, fotos, videos y mapas. Al principio, lo siguieron sus amigos y familiares, luego amigos de amigos, y la sucesión de posteos generó una especie de comunidad atenta a su curioso periplo.
Cumplió el objetivo a medias porque el coronavirus modificó sus planes a poco de llegar a Italia, el primero de los países europeos que sufrió la peste sin anestesia y dictó un confinamiento estricto. Lejos de suspender el viaje, decidió modificarlo. Entonces desechó Asia y se dispuso a unir los cuatro puntos cardinales del continente –Nordkapp (Noruega) en la punta norte, Cabo da Roca (Portugal) en el extremo oeste, Estambul (Turquía) hacia el este y Tarifa (España) en la punta sur– a lo largo de 10 meses, tras atravesar 43 países y pedalear 25.710 kilómetros entre el pánico mundial, la incertidumbre, y con la tozuda convicción vital de acumular kilómetros, paisajes y experiencias cuando la consigna “quedate en casa” atronaba en todas las lenguas.
“En el futuro no descarto intentar llegar a Singapur, ya que no pude lograrlo por el virus”, dice Nil, pocos días después de su regreso a Barcelona el 28 de diciembre. “La pandemia fue un gran contratiempo. En general, ha sido un viaje muy solitario. No he podido socializar, conocer gente. Sin embargo, me gusta estar solo, pero no en silencio. La radio me ha hecho mucha compañía y, por suerte, no he tenido momentos tristes. Sí he tenido momentos de introspección. Es decir: pensaba en el costo de oportunidad, ¿sabes? Por ejemplo: ¿Qué he perdido por lo que estoy haciendo? ¿Qué oportunidades deseché en el camino? Tenía muy claro que hacía el viaje porque me gustaba, pero estas preguntas aparecen todo el tiempo. Pedaleaba entre 100 y 120 kilómetros diarios alrededor de 5 horas y descansaba un día por semana. Pensar que de niño no me gustaba la bici. Hacer las prácticas con mi padre para poder quitar las ruedecillas de atrás me costó más de lo normal. Y no me lo pasaba bien. Me caía y odiaba la bici”.
La aventura comienza mañana. Admito que anoche no pude dormir bien. No he estado tan nervioso durante años y mi estómago no está en las mejores condiciones en este momento. Sin embargo, mi mente está lista y en la mejor forma. Todo dentro de mí son preguntas. ¿Mis piernas serán suficientemente fuertes como para pedalear por tanto tiempo? ¿Podré obtener las visas restantes que necesito (especialmente China…)? ¿Se detendrá esta estúpida histeria general sobre una gripe? ¿Cómo me tratarán las personas en el camino? (26/02/20, Barcelona).
Quedan las vivencias, las fotos, los recuerdos. Nil avanza con la compañía del mar y la montaña sobre una lengua de cemento que serpentea despoblada entre Mónaco y Génova; Nil hace un video sin dejar de pedalear en Malmberget, en la zona del círculo polar sueco, cuando varios renos se le cruzan en el camino salpicado de nieve antes de perderse en el bosque en una tarde luminosa; Nil cena un plato de pasta con su amigo Víctor, en Niza, cuando la aventura recién comenzaba a rodar y aún pensaba ir a Singapur; Nil, sonriente, se baña en Puolanka, la cascada más alta de Finlandia, a poco de comenzar el verano; Nil y su bicicleta, robusta y fuerte, penetran el hielo de Gratangsbotn, un paisaje inhóspito y extremo de Noruega, de árboles desnudos y casas aisladas, bajo una tormenta de nieve que nunca olvidará.
Cada pedaleo entusiasta con destino de post celebraba la contingencia en medio del derrumbe de un mundo de certezas que la peste expuso de manera lacerante, descarnada y brutal. De este modo, Nil configuró, día a día, una especie de road movie en Instagram, un relato de viaje expresado en varios niveles, con matices coloquiales, reflexivos y referencias al pasado histórico europeo. Todo regado de emojis cómplices que acentuaban ideas, sentimientos y sensaciones, como indican los usos y costumbres de esa red social.
La evolución del viaje le exigió a Nil una rutina estable sin bruscas modificaciones para reducir imprevistos. Entonces se despertaba antes del mediodía. Desde la cama gestionaba su cuenta virtual y respondía mensajes. Luego empaquetaba las alforjas, almorzaba sano y copioso. Después otro posteo, media hora de estiramientos, y partía. A cada ciudad, pueblo o paraje procuraba llegar antes de la puesta del sol, alrededor de las 19, según la época del año.
Acomodado en el nuevo sitio, planificaba el camino hacia el próximo, qué ruta tomar, la previsión del clima y el viento, dónde alojarse. Y comenzaba a mentalizarse por si venía una jornada dura, de muchos kilómetros sobre una geografía irregular, con subidas y bajadas, y temperatura extrema. Lo siguiente era buscar comida, la duda diaria de cocinar o morir en un supermercado, después una ducha, otra media hora de estiramientos, cena abundante y, antes de dormir, una última visita por las redes sociales.
El cruce de fronteras, los controles policiales y mantener a raya el coronavirus fueron un tema de preocupación más o menos constante según el país y el momento del viaje. Precavido, se comunicaba con embajadas y consulados, chequeaba información sobre lugares de paso y caminos alternativos. Y, a pesar de que tuvo algunos inconvenientes, nunca desistió ni se dejó vencer por los contratiempos. Lo cierto es que el control a ciclistas era laxo, la mirada más atenta recaía en autos, camiones y motocicletas. Nil se hizo en toda la travesía dos pruebas PCR y una más al llegar a Barcelona. Todas con resultado negativo.
“La primera mascarilla recién la compré en abril, en Polonia, porque antes, claro, no había”, dice Nil. “Y a fin de mes llegué a Alemania, donde la gente estaba más acostumbrada y menos asustada. El gran cambio lo vi en Suecia. Estaba todo abierto y le daban poca importancia al virus. Por suerte no me enfermé, pero he tenido dolor muscular, otro tipo de molestias y algún susto. Finlandia, por ejemplo, está lleno de lagunas e insectos. Iba en la bici rodeado de una nube de mosquitos. Me perseguían y no paraban. Recuerdo que tuve un par de caídas. En un túnel se me clavó el manillar en el estómago y, hacia el final del viaje, me di con el pedal en el tendón de Aquiles y quedé cojo una semana. En Noruega se me cayó el móvil, lo llevaba en la cesta de la bici. De repente salió volando, pegó en el asfalto y se le salió la protección. No era solo un móvil para mí, sino mi mapa, me decía por dónde ir, me permitía comunicarme con el mundo. Sin el móvil, perdía el 70% de la logística del viaje, con lo cual era una situación realmente grave. Cuando salió volando, tuve un momento de pánico. Era tan importante como la bici y mis piernas. Y, finalmente, no le pasó nada al rodar. En Noruega también vi los paisajes que más me impactaron. El norte parece de otro planeta, con montañas nevadas que salen directamente del mar y un cielo gris, como de otro mundo. Todo muy auténtico y remoto, de película. Pero en este tipo de sitios me he sentido muy vulnerable. He vivido momentos de tensión. De decir: ¡Ostras, esto va en serio! Estoy aquí, rodeado de nieve, de montañas, solo y en la bici, en un país del que no conozco nada. Me la estoy jugando por aquí. Nadie me vendrá a ayudar si pasa algo”.
Sin comer nada más que pan blanco de nuevo, con el estómago en muy mal estado, me desperté rezando para que la bicicleta pudiera hacer los 85 kilómetros de distancia hasta Grodno, la ciudad más cercana. A los 5 kilómetros de comenzar se me pincha la rueda nuevamente. Nada que hacer. Comencé a caminar frustrado de regreso al campamento con la esperanza de que alguien pudiera llevarme a la ciudad para arreglar este desastre. ¡Y sucedió el milagro! Esta familia bielorrusa se detuvo al costado de la carretera y sentían tanta curiosidad por mí y por lo que estaba haciendo que me llevaron directamente a Grodno, donde pude arreglar la bicicleta, conseguir repuestos y parches en buen estado. Durante el viaje nos comunicamos escribiendo en el traductor de Google. Parece que iban a pasar el fin de semana en la casa de la abuela, en un pueblo muy cercano al que me encontraron. Y aquí es donde almorzamos juntos después de la odisea. Buena comida bielorrusa en un ambiente local. Luchar contra las dificultades y conocer gente increíblemente agradable como ellos hizo que esta experiencia valiera la pena pase lo que pase después (05/07/20, Bielorrusia).
Quedan las vivencias, las fotos, los recuerdos. Nil pasa de la esperanza al desánimo en Baja, una ciudad húngara al norte de Serbia. Un nuevo decreto que restringe la circulación pone en dudas sus planes. Mientras analiza qué hacer recarga energías con una sopa de goulash, espesa y abundante, un chocolate y cuatro yogures; Nil se hace una selfie en Eslovenia. Disfruta de las rutas vacías, de la paz y de la naturaleza, del buen tiempo. Tiene en la mano un pedazo de pan y un envase de jamón crudo. Se lo ve contento; Nil llega a Letonia en el inicio del verano y relaja la dieta en compañía de Eliza. Cerveza, papas fritas y hamburguesa en un restaurante de Riga.
La primera mascarilla recién la compré en abril, en Polonia. Antes no había.
Nil dice que se regaló pocos caprichos, que se alimentaba muy bien, que eso era fundamental. La energía que traccionaba sus piernas, la nafta que lo impulsaba. Por eso comía fruta. Todo el tiempo, mucha y variada. Diez, 15 al día. Kiwis, bananas, manzanas, peras, naranjas. Azúcar y vitaminas para evitar calambres y descompensarse. Y bebía agua, a cada rato, siempre, incontables litros, mientras pedaleaba o al borde del camino o cuando paraba a contemplar un paisaje. La dieta diaria de Nil, estricta y cuidada, incluía pasta, carne y pescado, sales minerales y un batido de proteínas al llegar a cada destino para no enfermarse.
Dentro de las alforjas, además de ropa, llevaba una cantidad de objetos que seleccionó con minucia. Se decidió por lo indispensable porque tenía que optimizar el peso y arrastrar todo sin ayuda. Algunas herramientas, placa solar, cargador, baterías, luces, kit básico de medicamentos, spray pimienta para perros salvajes, carpa, bolsa de dormir, colchón inflable, cubiertos y encendedor, entre otros, fueron los elementos con los que afrontó la aventura de más de 300 días.
“Nunca pensé en tirar la toalla. O sea: por mí mismo no iba a parar”, dice Nil. “Si paraba era porque me tenían que rescatar. Eso lo tuve muy claro al salir. Este viaje me ha demostrado que, al final, no hay límites. Me he sorprendido de lo que uno es capaz si realmente desea algo y le pone ganas. Es claro que no puedes estar pasándolo bien todo el tiempo. La vida tampoco es fácil. El coronavirus lo ha demostrado. Al final, pasa todo muy rápido. No quiero hacer cosas para rellenar el tiempo. Ha habido momentos en que estaba en sitios y pensaba: «Guau, qué bueno sería ahora estar con mis amigos o con mis padres». Hay muchas experiencias que me hubiera gustado compartir con alguien. Al final, he hecho lo que me gustaba. Ir en bici es una sensación de libertad, estar en conexión con la naturaleza me da una sensación de paz que es alegría en sí misma”.
La vida es fantástica, porque todo es posible y nunca se sabe qué sorpresas te esperan. Hoy se suponía que debía entrar en Grecia y confiaba en que todo saldría bien. ¡Pero estaba totalmente equivocado! Todavía no sé por qué, pero los agentes fronterizos griegos no me dejaron entrar. No me dejaron volver a Europa a pesar de ser europeo, no me dejaron entrar a pesar de la libertad de circulación. ¡No me dejaron volver a casa! ¿Quieren que me quede permanentemente en Turquía hasta que expire mi visa? (10/08/20, frontera Grecia-Turquía).
Quedan las vivencias, las fotos, los recuerdos. Nil se toma una selfie con una tableta de chocolate mordida el 25 de diciembre en Puigcerdà, a 160 kilómetros de Barcelona. Pasa la Navidad sin compañía porque el gobierno catalán bloqueó la región debido al coronavirus dos días antes de las fiestas. Postea emojis de enojado, de ambulancia, de médico y se queja de los políticos. Hace Zoom con la familia y come bien; Nil, exhausto y feliz, pega la penúltima pedaleada en San Felíu de Codinas, su pueblo de juventud, en compañía de amigos que se sumaron al último tramo. La gente lo saluda en la calle, lo alienta desde los balcones. Sus padres y varios compinches lo reciben en la plaza principal con un cartel de bienvenida y una botella de champagne que Nil descorcha sonriente como si hubiera ganado el Tour de France; Nil, el conquistador, levanta su bicicleta en Barcelona bajo un cielo sin nubes con el mar detrás el 28 de diciembre de 2020.
“Pensé mucho en mis amigos, en la gente que murió en este tiempo”, dice Nil. “Antes de salir, tenía algunos vínculos personales que luego se perdieron por la duración del propio viaje. Te pone un poco triste la nostalgia de ese pasado. Los momentos tristes han sido echar de menos algunas cosas. Y tuve muy alegres también. La gente que he conocido, me he reído mucho, he disfrutado estar en silencio delante de un paisaje espectacular. Todo eso da buenas vibraciones y me llenaba. Y ahora lo noto. He terminado el viaje, he conseguido mi objetivo y no me ha pasado nada malo. Eso me pone muy feliz. Me siento con muy buena energía positiva, pero un poco al revés de la sociedad, ¿sabes? Basta leer los medios de comunicación o las redes sociales y todos cuelgan lo malo que ha sido el 2020, la gente está como más pesimista y yo llego al revés porque no tengo motivos para estar mal”.