Menos conocido que el Lanín, el cerro es un secreto preciado entre montañistas
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Cuando tenía 23 años leí una nota en una revista de aventuras que me marcó. Contaba la experiencia de un grupo de amigos que decidió pasar fin de año de expedición en el Domuyo. Yo recién me iniciaba en el mundo del trekking y una montaña de casi 5000 metros (4709 msnm) merecía todos mis respetos. Sentía que me quedaba grande, pero ya se instalaba en mis sueños por cumplir.
Ubicado en la cordillera del viento, una zona famosa por ráfagas capaces de voltear campamentos y personas en el norte de la provincia de Neuquén, la montaña más alta de la Patagonia carga con un gran dilema acerca de su clasificación geográfica. Si bien muchos lo llamamos volcán, los geólogos más ortodoxos aseguran que no lo es, porque no tiene cráter y chimenea. Sin embargo, su nombre de origen mapuche significa “que tiembla y rezonga”, en honor a su actividad. Quizás sería correcto catalogarlo como un cerro con actividad volcánica. Pero la verdad es que “volcán” Domuyo le da un toque más épico a todo.
Éramos seis grandotes llorando como chicos abrazados en ronda en la nieve. Ninguno de nosotros lo va a olvidar.
Siguiendo con las lecturas motivadoras, casi 20 años después y en digital, un post de Instagram revivió mi viejo sueño. Unos amigos del Circuito de Atletas, Martín Liguori y equipo, organizaban un ascenso para febrero. Les escribí para consultar si había cupo y en qué fecha iban. Tenía ganas de pasar mi cumpleaños allá arriba, alineada con los festejos de la nueva normalidad de pocos invitados y al aire libre. Quedaban algunos lugares, suficientes para quienes quería invitar. Convencí a mi novio para que me acompañara, y lo puse a entrenar fuerte. Él no tenía experiencia en alta montaña, y tampoco es amante de las propuestas sufridas, pero se lo pedí como regalo de cumpleaños y accedió. Invité a cuatro amigos más y solo uno pudo sumarse, Gabriel Casón, otro debutante, pero con buen historial de ultramaratonista y trail runner.
En el camino
Fue un largo viaje en auto los tres desde la Ciudad de Buenos Aires hasta Chos Malal, Neuquén. Ahí hicimos noche y al día siguiente enfilamos a Varvarco, el último pueblo antes de arrancar el ascenso. Tras chequeo de equipos y clase magistral exprés de armado de mochila a cargo de uno de nuestros guías, Chicho Leiva, empezamos a caminar lento y contentos bordeando el arroyo Covunco, bajo un cielo despejado y azul. El destino final era nuestro campamento base, donde pasaríamos dos o tres noches, sujetos al clima.
Fueron más de tres horas y media de trekking con un ascenso de casi 700 metros. Apenas ocho kilómetros en total, pero el peso de las mochilas y la altitud justificaban el cansancio y algún dolor de cabeza, síntoma estrella del mal de altura. La belleza del entorno pagaba todo. El paisaje que circunda el Domuyo es muy especial y no se parece a ningún otro lugar de Patagonia. Por vecino, resulta habitual compararlo con el Lanín, el volcán más popular de la región, ese que todos quieren subir. Habiendo estado en los dos, me quedo sin dudar con el Domuyo. Por su belleza, más salvaje y escarpada. Por sus colores y por su paz. La gente sigue insistiendo con el Lanín, seguramente porque Domuyo no es un destino tan difundido y masivo. O tal vez sus 1000 metros más lo hacen menos apto para todo público. Menos populoso y más ambicioso. Dicen que no es tanto más duro o técnico, pero yo lo sufrí bastante más que el Lanín.
Base
En nuestro primer atardecer de expedición, la llegada al campamento fue una alegría inmensa. Fascinados con el entorno nos dispusimos a descansar, disfrutar de las vistas y escuchar los relatos de cómo se montó ahí todo. Chicho Leiva y Juan Manuel Cortés subieron ellos mismos en sus espaldas todo lo necesario para ese asentamiento sin igual, con ayuda de algunos amigos, en más de 80 viajes. Tuvieron que cargar casi 2000 kilos en total. Soñaban con tener un refugio seguro y confortable para disfrutar y para ofrecer a la gente. Invirtieron mucha plata, tiempo y energía sin ninguna seguridad de amortizar la epopeya algún día. Sus dos domos amarillos, carpas ultrarresistentes a las adversidades climáticas, tienen formas de iglú gigante, pisos de madera y electricidad a panel solar. Un verdadero lujo en la montaña. Uno oficia de habitación, con capacidad para 12 bolsas de dormir dispuestas en reloj. Y el otro es la cocina comedor, con múltiples anafes, garrafas, y hasta mesas y sillas. Quieren armar un tercero en un futuro, como baño. El tema del baño es conflictivo porque, con el frío, la materia fecal se congela y no se degrada. Lo correcto es siempre bajar todo de la montaña. La basura y la caca. Chicho y Juanma se la pasan limpiando y juntando lo que otros no quieren juntar. Implementaron un sistema genial con tabla, tacho, bolsas de residuos y cilindros plásticos, los “caca tubos”, para ir al baño cómodos y juntar todo limpito y fácil. Y bajarlo en la mochila al volver.
Ascenso
El segundo día lo usamos para aclimatar y hacer prácticas en hielo. El tiempo seguía siempre de nuestro lado. Muchas expediciones fracasaron por vientos imposibles, pero por suerte no fue nuestro caso.
El tercero tocaba el intento de cumbre. Empezamos a caminar a las tres de la mañana a luz de luna y linterna. El primer tramo fue ágil y ligero. Nos sobraban entusiasmo y energía. Hacíamos paradas cortas y frecuentes para necesidades básicas: comer, beber, ir al baño, abrigarse o desabrigarse, descansar.
Arriba de los 4500 metros aparecieron el dolor de cabeza y la debilidad. Y no se fueron más. El tramo final a la cumbre nos costó mucho a todos. El que mejor estaba era Juan Pablo, mi novio, el más inexperto de todos. Se ve que no le pegó la altura. Gabriel y yo dábamos pena. Pero el momento de la cima fue glorioso. Ahí revivimos. Y no solo por la cima en sí misma, también por las palabras de Chicho. Primero pidió que los últimos pasos los hiciéramos con quien quisiéramos, de la mano, física o metalmente. Y que pensáramos en toda la gente que sin estar ahí, de algún modo, hizo mucho en nuestras vidas para que llegáramos ahí. Después pidió que al volver a casa motiváramos a otros a cumplir sueños. Éramos seis grandotes llorando como chicos abrazados en ronda en la nieve. Apostaría a que ninguno de nosotros lo va a olvidar.
Descenso
Bajar fue eterno. Vacíos, tardamos mucho más de lo esperado. Martín y Juan Manuel siempre cerca y atentos se las ingeniaban para levantarnos el ánimo. Chicho iba adelante y casi no miraba atrás, aunque viniéramos lejos y descompuestos. Luego entendimos que era para cuidarnos. Que hacía lo que tenía que hacer. Porque el mal de altura solo se cura bajando, y el tiempo apremiaba.
Pasaron 18 años desde el día que leí aquella nota en papel. Muchos cerros de distintos tamaños y paisajes pasaron por mis pies y por mis ojos. Muchas personas lindas conocí gracias a esta pasión democrática y solidaria que es la montaña. La montaña me regaló muchos amigos. De esos que aunque pases meses o años sin verlos, al encontrarlos las horas vuelan con la conexión de siempre.
Nuevos buenos amigos traigo del Domuyo, y un cometido especial.
Si como el texto de esos chicos contando su año nuevo en las alturas me motivó a mí, y yo con esto puedo motivar a alguien a subir una montaña o a cumplir cualquier otro sueño, decreto que esta nota valió la pena.
Y la misión del amigo Chicho también.
* Entrenadora nacional de atletismo y corredora, coordinadora del Running Team FILA. ww.carolinarossi.com.ar @CarolinaRossiFilaRt
Colaboró con esta nota: @circuitodeatletas