El sello La Bestia Equilátera apuesta nuevamente por el escritor de culto en el género de terror.
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“La venganza es un plato que se come frío”, reza un antiguo proverbio español. Esta alusión a la sangre fría y la premeditación necesarias para que una revancha sea eficaz es el epígrafe (y el leitmotiv) que abre el telón de Agujas doradas, la novela del escritor estadounidense Michael McDowell (1950-1999), traducida por Teresa Arijón (premio Konex 2014 por su trayectoria en traducción) y editada por La Bestia Equilátera, en cuyo catálogo ya triunfaba Los elementales, otra novela aclamada de este autor de culto en el género de terror.
Agujas doradas transcurre en la histórica Nueva York de finales del siglo XIX y es, principalmente, una narración sobre una venganza. Una que se hace desear y que toca ese primitivo resorte que la emparenta con la justicia: la ley del talión. Toda la primera parte del libro pondrá a los lectores del lado de los menos favorecidos para que, en su segunda parte, sean partícipes festivos del horror final: ¡please, Kill Bill!
Los ejes del bien y del mal están encarnados con ácida crítica social por dos familias: la de Lena Shanks, una inmigrante alemana, araña madre que teje los hilos del Triángulo negro, el bajofondo que es refugio de todo tipo de delincuentes y fumadores de opio, pero sobre todo de prostitutas, pugilistas sáficas y ladronas con las que ella entabla su actividad ilegal y sus alianzas. En la vereda opuesta están los Stallworth, una familia adinerada que ocupa todos los espacios legítimos del poder: James, a la cabeza como un cruel juez, amigo de la mano dura y republicano; Edward, su hijo líder de una iglesia presbiteriana; Marian, la hija atenta a las reuniones y el prestigio social junto a Duncan, su esposo, un ambicioso abogado y columnista formador de opiniones. Completan el clan que reside en el lujoso Gramercy Park los nietos: Benjamin Stallworth, un bueno para nada; Helen, la oveja disidente y los niños Edith y Edwin.
“La mujer de verde juntó el índice y el dedo medio delante de su cara hasta formar un pinche de bronce más puntiagudo que un tridente. Alzó una mano y, con un grácil gesto circular, hundió las uñas metálicas sobre la barbuda mejilla del abogado, que escupió sangre en los ojos de la mujer. Se oyó un grito de agudo dolor”. El terror en esta novela, a diferencia de otros trabajos de McDowell, no es sobrenatural. Reside de manera explícita en lo doloroso y sangriento de algunas muertes, en los retratos morbosos de la precariedad absoluta, pero sobre todo en el inquietante entramado político-periodístico de intereses que se ensaña, a modo de espectáculo, con una familia de delincuentes, casualmente mujeres, para hacer tambalear a un alcalde demócrata, ganar favores, más dinero y ascenso social. “Cuando abrió el Tribune esa mañana, a solas en su dormitorio pero acompañada por una taza de té negro bien cargado, encontró una historia tan horrorosa que le erizó la piel. Los hechos que relataba Simeon Lightner eran inconcebibles. La bizarra mezcla de prostitución con gafas oscuras, adicción al opio, convictos fugitivos, extorsión, asesinato y saqueo de cadáveres parecía extraída de una novela gótica”.
Michael McDowell, quien estaba orgulloso de ser un escritor comercial, barre con la caprichosa bisagra entre alta literatura y literatura de masas. Agujas doradas está llena de guiños decididamente iconoclastas, irónicos y queer. Más que terror, podría pensarse como un maravilloso cruento: porque, al final, lo justo se realiza, la noche termina y se alcanza un merecido y diáfano mediodía.