La soberana ha decidido convertir Windsor en su cuartel general de forma permanente, dejando atrás el frío e impersonal palacio londinense
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Nunca ha sido Buckingham santo de la devoción de Isabel II. El inmenso palacio londinense, de 77.000 metros cuadrados, con 775 habitaciones, más de 1500 puertas y 760 ventanas, no ha sido nunca su hogar. La reina no nació como tal, ni como princesa heredera: su padre era entonces el segundo hijo de Jorge V y hermano pequeño del futuro rey, pero la abdicación del primogénito, Eduardo VIII, cambió su destino, lo convirtió en monarca y, a su hija, en futura reina. Y eso ancló a Isabel a un palacio en el que no había vivido nunca y que jamás le gustó. Y, aunque en sus 95 años de vida ha podido hacer y deshacer ciertas cosas a su antojo, nunca había dado el paso definitivo de marcharse de esa inmensa mole capitalina. Hasta ahora.
Recién cumplidos 70 años de reinado, Isabel II se ha decidido a darle un último adiós a su palacio menos favorito de todos en los que suele vivir. Así lo ha avanzado la edición dominical del diario The Times, que afirma que la monarca ha decidido cambiar definitivamente Buckingham por Windsor, donde hasta ahora pasaba los fines de semana, además de la Semana Santa y, en junio, los días de las carreras de Ascot.
Dos años lleva ya Isabel II viviendo de forma prácticamente continua en Windsor, una pequeña y recoleta localidad situada a una hora de Londres cuyo castillo se alza sobre un promontorio, dominando sus verdes valles. Allí decidió mudarse cuando llegó la pandemia junto a su esposo, Felipe de Edimburgo, fallecido hace un año. Y allí se ha recuperado su majestad británica del Covid-19. La reina se contagió del virus el 20 de febrero, y ya la semana pasada recibió en los terrenos del castillo a algunos de sus nietos y bisnietos, y empezó a hacer tareas de forma remota. Y también allí ha tenido, el 7 de marzo, su primera tarea presencial: una recepción con el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, al que ha dado una cálida acogida en uno de los salones de Windsor. La reina, que conoce al mandatario desde que era niño, puesto que su padre también fue primero ministro de Canadá, ha aparecido sonriente, con un vestido estampado y sin el bastón con el que se la ha visto recientemente.
Como es habitual, y cuando la pandemia se lo ha permitido, la reina ha seguido viajando a Balmoral, en Escocia, su residencia favorita en los veranos; y a Sandringham, donde suele pasar la Navidad y a la que está muy unida sentimentalmente al ser un lugar de reuniones familiares y, también, donde falleció su padre. Cuando está allí, si no tiene muchos invitados, en vez de en la residencia principal prefiere alojarse en una pequeña granja de ladrillo que su esposo decidió rehabilitar en los años setenta.
Pero Windsor siempre ha sido el lugar favorito de Isabel II, donde encuentra refugio y consuelo. Allí pasó su infancia y su primera adolescencia cuando sus padres decidieron alejarlas a ella y a su hermana, la princesa Margarita, de los bombardeos sobre Londres durante la II Guerra Mundial. Ahora, además de pasar allí los fines de semana, se ha convertido en escondite perfecto para evitar las multitudes, pero lo suficientemente cerca de Londres como para recibir visitas, ya sea de familiares o del primer ministro de turno, o para organizar ciertos festejos. Su incendio, en 1992, fue lo que terminó de rematar a la reina en su autodeclarado annus horribilis.
Ahora, según The Telegraph, ha tomado la decisión porque se siente más cómoda allí, lo mismo que le ocurre en Balmoral, y ella misma tenía claro que en este momento de su vida era prioritario el confort. Su carga de trabajo es menor, sus tareas más ligeras, y Windsor tiene la capacidad de acoger al personal necesario para darle la suficiente cobertura a la monarca. Buckingham le resulta demasiado frío, grande e impersonal. Un análisis de ese diario explica que en 2011 la reina pasó 109 noches en Buckingham, mientras que en 2015 fueron 88; en Windsor, en 2011 fueron 119 mientras que para 2015 habían crecido hasta 159. Además, está la cuestión de que el gigante londinense lleva más de seis años de obras, lo que hace su estancia aún más incómoda. Según ha explicado una fuente cercana a la familia a The Times, la reforma no acabará hasta 2027, lo que hace del lugar algo casi inhabitable, porque entre otras cosas se está cambiando su instalación eléctrica, que data de los años cuarenta.
También la configuración actual de la familia real ayuda a soplar a favor de Windsor. Los miembros activos son menos, pero sus actos tienen peso. La reina acude a cada vez menos actividades de forma presencial, delegando muchas de ellos en su hijo Carlos, el heredero; en sus otros hijos, Ana y Eduardo (Andrés ya está fuera del esquema real); y en su nieto mayor, Guillermo, y la esposa de este, Kate, los principales activos de la corona hoy. Por tanto, ella puede permitirse permanecer en Windsor, gestionar correspondencia, recibir ciertas visitas y estar más cómoda y tranquila que en Buckingham, rodeada de naturaleza y de sus caballos.
Eso no significa que Isabel II no vaya a regresar nunca jamás a Buckingham. En junio, cuando se celebren oficialmente sus siete décadas de reinado durante el llamado Jubileo de Platino, el palacio será epicentro de los festejos. Desde su balcón saludará, el 2 de junio, a los 1400 soldados, 200 caballos y 400 músicos que pasearán por el Mall de la capital, y allí también tendrá lugar un gran concierto con “los mayores artistas del mundo”, como anunció la casa real. Pero para volver a ver a un rey británico viviendo allí parece que habrá que esperar a que Carlos sea coronado.
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