Las localidades de menos de 100 habitantes ya no tienen bares, y los pueblos que aún los mantienen reciben gran apoyo para sostenerlos porque está comprobado que cumplen una función social
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Son cerca de las dos y solo se oyen pájaros en la plaza. En Castejón, un pueblo conquense con 122 vecinos censados, a esta hora no se ve un alma por la calle, pero unas risas rompen el silencio. Vienen del bar. Nueve personas se extienden a lo largo de la barra del hostal restaurante Barón, que pasó 27 años de servicio hasta que, en 2019, cerró por jubilación. El viernes reabrió y aquí, donde habían pasado una semana sin bar después de que también cerrara el local municipal, han vuelto las costumbres de siempre. El café de la mañana, el de antes de misa, la partida de la tarde. Ir y hablar con quien esté, porque alguien habrá. “Es el punto de encuentro. Cumple una función social”, recalca la alcaldesa, María Arribas, que quiere volver a alquilar el local del Ayuntamiento. Lo ha movido por tierra, mar y aire. Se pide un mínimo de €175 al mes. Tiene una treintena de ofertas.
Los alcaldes de pueblos pequeños se echan a temblar cuando cierra el bar. El médico, el transporte, internet, la escuela son servicios indispensables. Pero también lo es el lugar donde se socializa. “Los bares de proximidad tienen gran importancia en la vida personal y comunitaria”, explica Gustavo García, coordinador del estudio que este jueves ha presentado la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales sobre la dimensión social de la hostelería. Concluye que tener un bar de referencia influye “en una mayor cohesión social, disposición a participar en la vida vecinal y, por tanto, satisfacción vital”.
Para llegar a esta conclusión han hecho un estudio cuantitativo, con mil encuestas, y otro cualitativo. El trabajo, financiado por la Confederación Empresarial de Hostelería de España, que también facilitó su base de datos, permite dibujar la España sin bares. “Pero no estudiamos cualquier establecimiento, sino los que forman parte de la vida cotidiana de las personas”, sigue García. Un 17,7% de los 8131 municipios carecen de ellos. Hay más de 142.000 habitantes en estas localidades, la mayoría de menos de 100 habitantes. “Son el 0,3% de la población”.
“Es la España vaciada de bares”, dice García. Pero enseguida matiza: “En realidad también es la España llena de bares. Lo que me llama la atención no es que hayan cerrado, sino que haya tantos pueblos pequeños con un bar abierto y comentarios en internet que enternecen, de apoyo a lo que significan” para la vida en la localidad. Admite que solo han podido estudiar a nivel de municipio, y no de núcleo de población, “por lo que la realidad de algunas comunidades autónomas, como por ejemplo Galicia y otros territorios del norte de España, no queda tan bien reflejada”. Recalca que los servicios sociales tienen que prestar atención a estos establecimientos, “tenerlos como aliados contra la soledad no deseada, en casos de avisos o emergencias”. Especialmente, en barrios o en pueblos. “Cuando cierra el único bar de una localidad pequeña es la puntilla. Son uno de los últimos reductos contra la despoblación”, continúa.
De cuando en cuando saltan avisos en prensa y en redes sociales: pueblo busca familia para regentar el bar. Hay alcaldes que se las ingenian para dar todo tipo de facilidades, un alquiler simbólico, casa... Armando Soria, alcalde de Urriés desde 2015 (Zaragoza, 53 habitantes), lo considera imprescindible, especialmente para los mayores. “Los jóvenes pueden verse en peñas. Pero si no tienes hogar social, no hay otro tipo de servicios”. El regidor, que se presentó por la Chunta Aragonesista, alerta de que hay que hacerlos viables, fomentando el turismo u organizando actividades. “Es un problema muy serio cuando te dicen que se van. Asusta”, recuerda sobre lo ocurrido hace dos años en su propio pueblo, pero afortunadamente encontraron rápido a otra pareja, que paga un alquiler de €50 al Ayuntamiento por el local. “El pueblo no se muere si no hay bar, pero se queda muy triste. Hay que buscar alternativas”.
En Castejón, la alcaldesa llegó al cargo con 18 años, tras presentarse por el PP, y ahora tiene 26. Cuenta que hace años ya había habido un bar municipal. Reformaron ese local hace dos años, justo antes de que una pareja pasara a regentarlo, pero “por problemas personales”, el pasado 13 de octubre lo dejaron. “Se alquila bar cafetería” en un “municipio acogedor”, dice el anuncio que colgaron en Puebloo, una red social que conecta a gente interesada en el mundo rural. Ahí no lo cuentan, pero es el pueblo del conocido cantautor José Luis Perales, para orgullo de muchos vecinos. La diputación de Cuenca se encarga de la licitación. En el local hay eco. Una barra de ladrillo lo recorre, esperando a ser habitada.
A apenas unos pasos de allí, Julián Lázaro Duque acaba de salir del restaurante hostal Barón. Camina lento, apoyado en su bastón azul, y se pone las gafas de sol para protegerse los ojos en este anómalo noviembre que permite estar en manga corta. En febrero cumple los 90. “Me he tomado un cortadillo y una cerveza sin alcohol”, explica. Vive solo, enviudó hace dos años y medio y sus cuatro hijos, “todos colocados”, están en Madrid. “Me gusta alternar con la gente. Cuando no ha habido bar, me tomo mi cafetillo en casa. Pero hay que tener ambiente. Alguien con quien hablar. Un sitio en el que reunirse”.
Los mayores del lugar cuentan que en sus tiempos había más de mil vecinos todo el año, y varias escuelas. Ahora no hay colegio. Apenas hay dos niños y una adolescente. Mircea Candea, que a sus 50 años lleva 13 en el pueblo, es el alguacil de Castejón. Es de Rumania. Con su uniforme amarillo de trabajo, hace de guía al visitante. Se lo sabe todo. Muestra una larga hilera de casas. “Todas vacías”. Serán una quincena. “Unos 60 vivimos aquí todo el año”. Cada mañana, alrededor de las siete y media, va al bar a tomar el café. “Nos juntamos un grupo de cinco o seis. Charlamos, nos invitamos unos a otros. Cuando no había bar, no nos veíamos”. Se refiere al largo año entre finales de 2019, cuando cerró el bar del hostal, y octubre de 2020, cuando abrió el que alquilaba el local del Ayuntamiento. Y también a la semana que transcurrió entre que cerró este último y resucitó el restaurante hostal Barón.
Laura Díaz y Miguel Carballo, de 43 y 50 años, le han dado vida. Ellos han dado un vuelco a las suyas. Son pareja y están recién llegados desde Écija (Sevilla). Pagarán €1000 por el alquiler, que incluye también el precio de la vivienda. “Abrimos un viernes. Y esto se llenó. Yo me emocioné escuchando a gente decirme que habían venido porque se habían enterado de que abríamos”. Su miedo era encontrarse al miércoles de brazos cruzados. Pero hasta primera hora de la tarde unas 50 personas han pasado por aquí, muchos hombres, pero también mujeres. “Muchos son de pueblos de al lado”. Como Antonio Sánchez, que tiene 65 años y viene de Tinajas. “Sin bar, el pueblo es un fantasma, la gente no se relaciona”.
“Aforo máximo 90 personas”, dice un cartel optimista colgado en la pared. Aquí no es raro que una conversación se mezcle con otra. Ángela Perales, la dueña del hostal y hermana del cantautor, ha visto la vida del pueblo pasar detrás de la barra. “Hemos sido consultorio, centro de urgencias”. Recuerda el día que faltaba un vecino que siempre iba a la misma hora, así que fueron a buscarlo y había fallecido, al chico con una enfermedad mental que cada mañana iba a hablar con ella, a dos personas que enfermaron de cáncer en el pueblo e iban allí a comer, porque ya no cocinaban. “Sus familias me llamaban para ver cómo estaban”.
Vicente Pinilla, director de la cátedra de Despoblación y Creatividad de la Universidad de Zaragoza, opina que muchas veces se pierde de vista “lo intangible”. “Cualquier cosa que genere un vínculo entre las personas que viven allí, algo que motive a la gente”, sostiene. Su predecesor en el puesto, Luis Antonio Sáez, añade que el papel de los bares en el dinamismo rural está poco estudiado en España, pero que en el Reino Unido e Irlanda hay artículos que vinculan los pubs con la cohesión comunitaria y, en última instancia, el bienestar de los residentes en el medio rural. Eso sí, llama a pensar “en la vida dura de la hostelería” y en que en un pueblo “suele tener peajes adicionales, con horarios más amplios y exigencias mayores desde el público”.
Lo confirman Jesús Vallas y Margarita Martínez, que este año han celebrado sus bodas de oro, pero se miran como si acabaran de conocerse. Él (73) la llama Marga (70) desde que hace años, en las fiestas de un pueblo de al lado, la invitó a bailar y ella le dijo que sí. “El trabajo es muy duro. ¡Ay los tres meses de verano, todas las noches, todas, y criando a los niños!”, recuerda ella, que dice que ya no pisa un bar. Él fue cartero durante 42 años y ella llevó el local durante ese mismo tiempo, hasta que hace cinco años lo cerraron. “Uy, si yo hiciera memoria”, se lleva las manos a la cabeza cuando hacen una pausa de trabajar en los olivos. En este pueblo han llegado a convivir cuatro bares. “Se puede vivir de él, pero hay que trabajarlo”, dice Jesús.
Luis Severo Fernández coincide. Es “todo corazón”, eso de él dice Perales, amigo de la infancia, en una canción que le dedicó, Mi amigo Luis. Fue fontanero, ya está jubilado. Sale del bar en compañía de Francisco Vallas, que lleva una bolsa con tomates y dice que tiene prisa porque es viudo y tiene que irse a hacer la comida. Son amigos, 77 años ambnos. La mujer de Luis vive en Alcobendas. “Yo allí me muero, y aquí se muere ella”. Así que se ven por temporadas, en la práctica, vive solo. Tras acompañar a Mircea, el alguacil, en su guía por el pueblo, entra al bar e invita a unos vecinos. Al otro extremo de la barra, Alejandro Lara (66 años), que hace nada ha aparcado su tractor en la plaza, toma un café con Juan Rincón (68). Son de dos pueblos de al lado, Villaconejos de Trabaque y Canalejas. De un momento a otro, Luis se pone a hablar con ellos de sus piques cuando, en tiempos, jugaban al fútbol. No habían quedado. Pero eso aquí da igual.
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