Entró a la recepción un hombre alto y robusto, con gesto cansino y formas parcas. Tenía el pelo largo hasta la cintura, bigotes profusos, “pinta de tano”. A Norberto, el encargado del hotel, no le costó reconocerlo. Era un viejo amigo llamado Jorge Pasquali, bajista prodigio del rock nacional. Pasquali tuvo un período breve tocando con la ecléctica banda de Willy Crook, los Funky Torinos, pero siempre fue más un agente solitario, tocando durante sus últimos años en los reductos de jazz de Buenos Aires, lejos de los días en que compartía escenario y grabaciones con artistas de la talla de Vinicius De Moraes, Art Blakey o Pappo.
“Vine a morir acá”, dijo Pasquali, simple, fuerte y al medio. Fue en el año 2012. El músico volvió de Brasil, en donde estaba radicado con su mujer, cuando le avisaron que le quedaban dos o tres meses de vida. Quiso pasarlos “acá”: un hotel simple del centro de Buenos Aires. “Acá” era, y es todavía, el Micky Hotel. El Micky, para los de toda la vida. Un edificio de cuatro pisos, de fachada blanca y balcones con ornamentaciones y terminaciones de estilo barroco, casi colonial. Parece fuera de lugar entre los edificios más altos de la calle Talcahuano, perdido en esa mezcla difusa de fachadas afrancesadas, medianeras húmedas y oficinas de vidrio. Su dueño, y dueño también de una fuente inagotable de anécdotas porteñas, se llama Norberto Quinteiro, y trabaja allí desde hace más de 20 años. Se convirtió en dueño en el 2017, cuando falleció su padre, un inmigrante gallego llamado Fidel.
Fidel fue el epítome del europeo que buscó y encontró la suerte por estos pagos. Huyendo de la pobreza y del primer franquismo con 28 años, llegó a la Argentina en 1950. Conoció a Brígida, quien luego sería su esposa, en el barco “Postal Córdoba” que llegó a Buenos Aires desde el puerto de Vigo. Traía el oficio del zapatero y a eso se dedicó, hasta que con sus primeros ahorros compró, en 1960, el primer piso de un hotel modesto regenteado por un sirio, cuyo nombre quedó olvidado en el tiempo. Con los años, Fidel Quinteiro se convirtió en el dueño de los cuatro pisos de este edificio, que hoy está catalogado para su preservación patrimonial. Norberto, que tuvo que cerrar cuando empezó la pandemia, dice que quiere venderlo para volver a dedicarse a la arquitectura, una carrera que interrumpió a los cuarenta años, cuando el mandato familiar pudo más. Soltar, sin embargo, le cuesta. El Micky Hotel es un lugar cargado de historia y nostalgia, viejo punto de reunión para músicos y artistas que pululaban por los locales de música de Talcahuano y los teatros de Corrientes. Los huéspedes fueron variopintos según la época: provincianos que llegaban a hacer trámites a Tribunales, jóvenes mochileros europeos o arrabaleros personajes de la noche cuando la economía estaba difícil.
Los 70: tiempos difíciles
La historia del Micky Hotel es la historia de los vaivenes económicos y sociales de la Argentina. “En los 70 estaba bravo. Durante la época de Isabelita tengo el recuerdo de mi viejo secreteando con mamá, tenía que volver para acá siempre tomando un camino distinto. Hasta tuvimos el hotel tomado por los sindicatos”, cuenta Norberto, cuidadoso con no hablar de política. Deja escapar, sin embargo, que alguna vez militó en la agrupación radical Franja Morada, que como universitario fue presidente del centro de estudiantes de la Universidad de Morón y que su padre fue “de tendencia liberal”. Parece un hombre de instinto político aunque, como muchos, también deja ver su resignación.
Micky Hotel suena poco porteño para un establecimiento que está sobre Talcahuano, entre Corrientes y Sarmiento, a dos cuadras tanto del Obelisco como del Teatro Colón. “Es el nombre que tuvo siempre, no se sabe bien a qué refiere. El hotel lo construyó un norteamericano, debe venir de ahí”, dice Norberto. Difícil trazar los detalles de una historia que se remonta hasta 1925, cuando cree que se construyó. Son 39 habitaciones y se nota el paso del tiempo en cada rincón. Las paredes con pintura pelada, el polvo que se acumula sobre los gabinetes de madera, las persianas (algunas, dice Norberto, construidas por un tío carpintero, también inmigrante como Fidel) desvencijadas. De la recepción pequeña se sube por una escalera angosta hasta la sala común, en donde alguna vez funcionó una academia de tango. Todo está desgastado pero se intuye una calidad de antaño, el recuerdo de tiempos mejores. Son casi 900 metros cuadrados sobre los que flota un aura de melancolía, de gloria pasada.
Los 80: el gran momento
Quinteiro dice que la época de oro del Micky fueron los 80. “Papá tenía mucho carácter y presencia, pero era un tipo amable, muy querido. Tenía oído, espíritu musical y tocaba el saxo, creo que por eso tenía tanta afinidad con los músicos”. Cuenta de la primera vez que reconoció en la recepción al enorme Javier Martínez, baterista de Manal y uno de los padres del blues nacional. “Vino a quedarse una madrugada de domingo y preguntó por el Gallego. No me quería decir su nombre, decía que el Gallego no lo registraba porque venía siempre. Cuando me lo dijo, lo miré de reojo y me apuró, con ese carácter difícil: ´¿Qué mirás? Sí, soy yo´. Era bravo, pero muy buena gente. Vino hasta no hace mucho.” Otro habitué era el guitarrista y compositor Luis Salinas. “La última vez que Luis estuvo acá fue cuando murió Pasquali, vino a darme el pésame. Otro tipazo. Y qué manera de tocar”, elogia a quien a lo largo de su carrera ha tocado con B.B. King, Paco de Lucía y George Benson, entre muchos otros. Otros que aparecían seguido eran Juan José de Mello, el folclorista uruguayo, y hasta Cacho Castaña, de quien Norberto conserva una anécdota de sus andanzas nocturnas. “Habrá sido a fines de los 70. Estaba en una de las habitaciones simples con una señorita, y de pronto aparece abajo su novia. Desesperado, le pidió a la otra que se meta en el ropero. De esos roperos viejos, grandes. Pero la novia se le instaló como tres horas y la chica cuando logró salir del ropero estaba como desmayada y mi papá lo ayudó.”
Muchas otras las comparte con emoción. En el 2014, cuenta con nostalgia, llegó un hombre entrado en años que preguntó si el lugar siempre había funcionado como hotel. “Miraba y miraba. Preguntó específicamente si el cuarto piso también había sido siempre hotel. Cuando le dije que sí, me dijo que entonces este era el lugar donde nació. Volvía hoy, con casi 90 años, y sabía exactamente en qué habitación había nacido, a donde daba la ventana”. Hay otras menos felices, como la del fin de semana del suicidio. “Llegó un tipo un jueves por la noche. Salió a comer, tranquilo, y después se encerró en su cuarto. A los dos días, preocupados, le tocamos la puerta. Como no contestaba tuvimos que espiar por el conducto de ventilación y ahí estaba, tirado en su cama con dos botellas de whisky y una tableta entera de Alplax.”
El Micky Hotel es otro más entre los muchos establecimientos de Buenos Aires cuyo final parece acelerado por el fatídico 2020. Décadas (casi un siglo, en este caso) de historias, sentido de pertenencia, viejas costumbres y códigos que son barridas por el apremio económico y la imposibilidad de generar ingresos en una economía escuálida. “Tengo bronca, no tendría que pasar. Pero entre la pandemia y los años malos a partir del 2018, se volvió insostenible”, dice Quinteiro con tristeza. Se apoya contra el mostrador de la recepción; eso y un par de mapas de Buenos Aires y la Argentina pegados a la pared son los únicos elementos que atestiguan que alguna vez fue una recepción por la que pasaban huéspedes, turistas o músicos. No quedan más que los fantasmas de la bohemia y los buenos años. Norberto Quinteiro, sin embargo, está agradecido. Ni él ni el Micky necesitaron nunca del esplendor o la magnificencia, y sabe que su rica historia, por más que parezca cerca de cambiar de rumbo, ya los justifica a ambos.
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