Héctor Espinoza es economista recibido en la UBA y relata que no hay agentes inmobiliarios, sino acuerdos libres y voluntarios entre particulares y que la venta se hace sin escritura, solo con papeles de compra-venta
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La realidad de la situación habitacional en la villa –que tiene una ubicación estratégica en la ciudad- y 12.750 viviendas, según números oficiales es preocupante. La mayoría de las viviendas tienen deficiencias, tienen un solo ambiente y, en general, comparten baño. Además muchos vecinos aprovechan los espacios aéreos para construir nuevos espacios que nadie controla. “En las villas de emergencia hay una feroz especulación inmobiliaria . Esa realidad la desconocen y/o la ocultan por interes, muchos de los que critican a quienes alquilan en el mercado formal su propiedad comprometiéndose con un contrato”, comenta José Rozados, director de Reporte Inmobiliario.
“El mercado inmobiliario en la villa 31 es mucho más dinámico que el de afuera porque el comercio es muy fuerte”, asegura Héctor Espinoza, un microempresario libertario informal.
Espinoza creció en la Quiaca, viendo cómo su madre salía a la calle a vender golosinas. “Me sorprendía cómo ella, sin saber leer ni escribir, identificaba el valor del billete: no por el número, sino por los dibujitos. Nunca la engañaban”, recuerda. A los 18 años viajó a Buenos Aires, estudió economía en la UBA, fue electricista, vendió purificadores y en plena pandemia abrió Liberty 31, un bar anticuarentena en la Villa 31.
“El problema del mercado formal es que el Estado no garantiza el cumplimiento de los contratos ni el respeto a la propiedad privada”, dispara una reflexión polémica Espinoza y agrega: “El amigo de mi hermano se puso de novio con una chica, fueron a una casa y se quedaron ahí; saben que no los van a sacar porque tienen un hijo. Incluso en caso de llegar a la justicia, los jueces fallan en contra del propietario. Eso desincentiva la oferta. Es decir, en el mercado formal todos pagamos por los malos pagadores”.
Hasta hace unos meses, los alquileres rondaban los $50.000 por mes. Con baño privado, ese precio ascendía a $90.000, según fuentes del mercado inmobiliario del barrio que accedieron a dar información off de récord. Igual, como en el mercado formal de alquileres, los valores se dispararon y hay vecinos que reconocen que les aumentaron los montos de “un tirón” de $80.000 a $150.000. Generalmente desembarcan familias con hijos, a las que les cuesta encontrar un propietario que las acepte. Estas situaciones son las que generan que muchos de los habitantes terminen viviendo en la calle. Desde el lado de los dueños reconocen que el temor es que se instalen, no paguen el “alquiler” y no puedan desalojarlas.
Espinoza explica que uno de esos requisitos que le impide a la gente de bajos recursos acceder a un alquiler es la garantía . “Yo, por ejemplo, cuando viajé a Buenos Aires a estudiar economía, no tenía garantía. Entonces ofrecía adelantar años de alquiler, porque trabajaba de electricista y tenía ahorros; y aún así me rechazaban”, dice Espinoza. “La garantía de propietario desplaza una parte muy grande de la demanda, que sale a alquilar justamente porque no tiene una propiedad. Esto hace que el mercado se rigidice y se achique”, agrega.
En cambio en los asentamientos, donde el Estado no llega, el mercado inmobiliario se rige por las leyes de la oferta y la demanda, dice Espinoza. Las oportunidades se conocen por el boca en boca, Facebook o WhatsApp. No hay agentes inmobiliarios, sino acuerdos libres y voluntarios entre particulares. La venta se hace sin escritura, solo con papeles de compra-venta.
Otra gran diferencia es la forma en la que circula la información. “Es común que al momento de negociar el alquiler, para demostrar que es una persona confiable, el arrendatario le sugiera al dueño que contacte directamente a su anterior arrendador: ´Pregúntele a Don Carlos, le alquilo hace un año´. Por lo tanto, hay información más completa. En cambio, en el mercado formal la información es asimétrica. En la villa si un inquilino no paga un mes o incluso dos meses, lo esperan. Hay cierta tolerancia. Cuando se dan cuenta de que es un pícaro, le exigen que se vaya. Puede ir a otro lugar, engañar a otros, hasta que se corre la voz y tiene que ir a otra villa, porque ya todos lo conocen. Es decir, al mal pagador se le cierra el mercado en la medida en que va incumpliendo y el buen pagador tiene pase libre para entrar en cualquier lado”.
De una infancia sin agua ni luz a terminar la carrera de economía
“Mi mamá era vendedora ambulante de golosinas. Se levantaba a las 5 de la mañana, hacía sus jugos, preparaba el carro y se iba a trabajar”, dice Espinoza. “Volvía recién a las 10 de la noche, siempre con comida. Era una laburante y me crió así: ´nunca le pidas nada a nadie, aprendé a trabajar; tenés dos pies, dos manos y cabeza, tenés que valerte por vos mismo´”. Como quinto hijo de esa madre soltera, Espinoza todavía siente bronca cuando se acuerda de la violencia que ella recibía por parte de la municipalidad. “La gente era muy agresiva. Yo veía cómo le pateaban el carro y la corrían de donde vendía. Ella no solo peleaba contra la pobreza, sino también contra quienes no querían que tuviera un ingreso”, recuerda.
Esas escenas fueron tierra fértil para la germinación de las ideas libertarias que Espinoza fue desarrollando durante sus años de estudio en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. “Éramos los más pobres del barrio: no teníamos luz, ni agua y jamás recibimos un plan. Venían durante las campañas electorales y marcaban con una X los lugares donde instalarían el sistema de agua. A nosotros nos marcaron, pero nunca nos llegó. De grande entendí que era por motivos políticos: mi mamá no participaba de ninguna actividad”, agrega.
Cuando terminó el secundario, Espinoza se mudó a Buenos Aires para estudiar economía. “Elegí la carrera por la inquietud que me generaba la actividad de la calle. Veía que mi mamá tenía dos competidores, Don Anastasio y Don José. Don José era el loco que tiraba los precios abajo. Él compraba siempre más barato, supongo que por algún acuerdo que tendría con el mayorista. Si mi mamá subía el precio, no podía vender. Yo quería saber cómo se formaba ese precio. De grande supe que para entenderlo había que estudiar economía”.
En Buenos Aires en paralelo a sus estudios trabajó atendiendo un kiosco, como electricista y como vendedor de purificadores. “Me quedé en ´la 31´ por comodidad. Adquirí una pieza y desde ahí me iba a la facultad. Para quienes no tenemos acceso al mercado formal, ´la 31´ es un resorte para salir de la pobreza”, finaliza.
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