Cuando hacemos un almácigo, generalmente rodeamos a las semillas con todos los mimos que faciliten su ingreso a la vida visible: buen sustrato, suelto (fino y húmedo), ubicación abrigada de las inclemencias del tiempo y adecuada luz y temperatura, obtenidas por medio de cristales o plásticos transparentes.
Así, las raicillas hallan las mejores condiciones para expandirse y las plántulas pueden extender sus hojuelas en un ámbito protegido. Pero a veces la semilla cae donde no debe.
Escapadas inadvertidamente de los desechos de la cocina, semillas de zapallo, de tomates o ajíes pueden caer en tierra, tanto de macetas o sobre el suelo, o comidas por los pájaros cuyo tracto intestinal escarifica las semillas favoreciendo así su germinación; esas semillas originarán el nacimiento de plantas aun en los lugares menos adecuados.
Así suelen encontrarse en los bordes de senderos o de patios de tierra endurecidos por el pisoteo, o en compactos terrones de macetas abandonadas. Son plantas que se han fortalecido superando duros obstáculos y han adquirido una resistencia que vale la pena apoyar –y aprovechar– pasándolas a cultivo en condiciones más propicias.
Tal vez la mayor dificultad es reconocerlas cuando son muy pequeñas, pero si hay dudas sobre su identidad se las puede regar y cuidar en el sitio donde eligieron nacer, hasta que, alcanzando unos 10 centímetros, se revelen con características más seguras.
Para reubicarlas, el primer paso será ablandar el suelo regando, para permitir la introducción de una pala que levante el terrón. Una vez húmedo, manejarlo de manera que se pueda desprender parte de la tierra sin quitar raíces y volver a plantarlo en sustrato adecuado. Una planta de zapallo anco de ese origen, convenientemente guiada, llegó a dar 26 zapallos, y un tomate fijado a un tutor alto y sin podas produjo tomates hasta las heladas.
Aunque se trata de experiencias particulares, es interesante intentarlo.