Por Cristina L. de Bugatti
Plantado en una vereda, hay un árbol al que las circunstancias hacen que se considere casi único: algo alejado de otros o de muros que limiten su desarrollo, pudo alcanzar su auténtica forma.
Se trata de un añosos ginkgo biloba, una especie singular por varias razones. El ejemplar que describo tiene porte casi columnar pues sus ramificaciones son gruesos y largos troncos erguidos y pequeñas ramas transversales, por lo que responde a la variedad fastigiata. Es decir, se trata de un Ginkgo biloba fastigiata, y además de género masculino, ya que no se le conocen frutos. En general, son las cualidades que se buscan, pues los ejemplares femeninos -menos comunes - dan flores nada notables, pero sus frutos, parecidos a pequeñas ciruelas, caen al madurar y despiden olor desagradable. Pese a eso, despojadas de su envoltura, estas nueces son usadas en Oriente en la alimentación. Las hojas agrupadas en cortas ramitas laterales parecen pequeños abanicos color verde intenso, con una hendidura central y finos pecíolos.
Esas hojas forman un bello follaje, denso y caduco, y por alguna razón, que realza su lucimiento, su caída se produce a fines de otoño, cuando el resto de los árboles caducifolios están casi sin hojas. Antes toman un intenso y parejo color amarillo.
En esos momentos, el árbol parece luminoso, la luz que lo ilumina hace más fuerte su presencia, y las hojas caídas forman como un piso de laca dorada. Pero además de éstas, hay muchas razones por las que se destaca.
Pertenece a una familia única en el mundo -la de la ginkoáceas, y se considera un fósil viviente, cuyos parientes vivieron hace 270 millones de años, en China central.
Actualmente no hay silvestres, en la naturaleza, ejemplares vivos de la especie. Pero hacia 1691, el físico y botánico alemán Engelbert Kaemper, enviado en misión comercial a Japón, descubrió y describió esos árboles, y posteriormente se llevaron semillas al Jardín Botánico de Utrecht y en 1762 se sembraron en el Jardín de Kew, en Londres.
Hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial, precipitada por la invención de la bomba atómica, esa arma fue ensayada en la ciudad japonesa de Hiroshima, donde la destrucción fue total. En medio de esa desolación, la única forma de vida que sobrevivió fue un ejemplar de ginkgo biloba, al que desde entonces se llama el árbol de la vida. Otro nombre que recibe es el de árbol de los 40 escudos, que alude al precio que pagó un francés a un horticultor inglés por la compra de cinco ejemplares.
Pero a estos valores estéticos y culturales, acrecentados a lo largo de siglos, se agregan los más nuevos relativos a sus propiedades medicinales. A mediados del siglo pasado esas investigaciones pasaron a efectuarse más intensamente en universidades y se ha llegado a determinar la presencia de flavonoides que estimulan la circulación sanguínea central y periférica, haciendo más eficiente la irrigación de los tejidos nerviosos y cerebrales, lo que beneficia a personas de edad madura y senil por aminorar los efectos de pérdida de memoria, cansancio y confusión, por ejemplo.
Hacia 1815, en el castillo de Heildelberg, el poeta Goethe leyó a Marianne von Willemer un poema, que luego se hizo célebre, sobre el ginkgo y pegó en su final dos hojas del árbol. En la ciudad de Mendoza, en la plaza Italia, hay tres añosos ginkgos y a sus pies una placa donde también se lee el poema de Goethe (Poema a las hojas del ginkgo). Vale la pena reproducirlo:
"Las hojas de este árbol, que del Oriente a mi lejano jardín venido, lo adorna ahora, un arcano sentido tienen, que al sabio de reflexión le brindan materia obvia.
¿Será este árbol extraño algún ser vivo que un día en dos mitades se dividiera? ¿O dos seres que tanto se comprendieron que fundirse en un solo ser decidieran?
La clave de este enigma tan inquietante, yo dentro de mí mismo, creo haberlo hallado: ¿no adivinas tú mismo, por mis canciones, que soy sencillo y doble como este árbol?"
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