Las primeras camadas de chicos que se educaron en colegios dentro de urbanizaciones privadas atraviesan los “muros verdes”; los directivos buscan darles herramientas, al igual que los padres, para que el pasaje no sea brusco; ¿hay una vida real y otra artificial?
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Las primeras promociones de chicos y chicas que nacieron, crecieron y estudiaron en barrios cerrados hoy deben salir al mundo, encontrarse con otros y con experiencias que posiblemente no hayan atravesado nunca. La realidad se amplía de manera abrupta. Colectivos, aglomeraciones y situaciones de inseguridad empiezan a formar parte de una vida que parecía ajena dentro de los “muros verdes”.
Las herramientas que los padres puedan darles a sus hijos harán que ese despegue del mundo prolijo y protegido no sea traumático. Y los colegios también comienzan a plantearse este desafío. ¿De qué manera y con qué propuestas educativas pueden preparar a los alumnos para este pasaje?
De a poco, los colegios comienzan a ser no solo fuentes de conocimiento sino también proveedores de experiencias. “Se puede elegir vivir en un barrio cerrado por muchos motivos, pero no hay que olvidar lo que hay más allá de ese encierro”, señala Darío Álvarez Klar, fundador y director de Northfield School en las sedes de Nordelta (Tigre) y de Puertos (Escobar). “Un alumno que vuelve de un viaje a Francia con su familia alucinado con un tren que viaja debajo de la tierra y no sabe que aquí también existen los subtes, es un chico que denota el encierro, que no tiene un diálogo con su ciudad, con su entorno y hasta con su propia familia. Y esta anécdota que cuento es real. Es un trabajo de la familia y del colegio poder mostrarles que hay una vida más allá de lo que conocen”, añade.
Mariana Xanthopoulos, directora general del Saint Mary of the Hills School de Pilar del Este, se remonta al inicio del proyecto educativo para contar cuál fue su impresión cuando supo que el colegio, con 42 años de trayectoria, construiría una sede dentro de la urbanización, en 2001: “Cuando recorrí el predio había carteles que decían ´Acá vas a hacer las compras´, ´Acá vas a tener un colegio´. No me gustaba la idea de no salir del lugar. De ahí surgió nuestro propio desafío como institución”. Hoy, está conforme con la tarea realizada. “En las reuniones de exalumnos todos cuentan anécdotas de su nueva vida en la que saben desenvolverse con éxito fuera del barrio”, afirma.
Una experiencia similar relata Marina D´Angelo, directora general de la sede de St. Luke’s College en Nordelta, un colegio que se fundó en Olivos en 1980 y también tiene sede en Haras Santa María de Escobar desde 2010. “La gente que elige vivir en barrios cerrados busca seguridad, y se arma una comunidad muy poderosa entre las familias y el colegio, de enorme pertenencia, y es con lo que tuvimos que trabajar mucho. En Nordelta, por ejemplo, podés vivir sin necesidad de salir porque hay de todo: servicios, centro comercial, cine, clínica, consultorios médicos, restaurantes, supermercado, cinco colegios [en 2024 se sumará la ORT], pero la vida no es un Truman Show”, plantea. Y resalta un fenómeno actual que aportó el coronaéxodo: “La población está cambiando, por la pandemia están viniendo familias con chicos más grandes, con años ya vividos en Capital, en el interior o en otro país. Lo usual era que los alumnos empiecen en jardín y terminen en secundaria, ahora hay incorporaciones en cualquier grado. Y esa diversidad es muy enriquecedora”.
Pros y contras
Mariana vivía en Barracas y trabajaba en Lomas de Zamora cuando nació su primera hija, Mora, quien pasaba gran parte del día con la empleada doméstica dentro del departamento de la avenida Montes de Oca. Luego, junto a su marido, se mudaron al barrio cerrado Talar del Lago 1, en General Pacheco. Allí nació Thiago, quien “tuvo una primera infancia entre renacuajos y charcos”, describe la madre. De la vida de country rescata lo que sus hijos absorbieron: “Se manejan códigos de convivencia respetuosos: no tiran basura en la calle, ven mal si alguien no frena el auto para dejarlos pasar y tienen la confianza de dejar la puerta abierta. También aprenden a organizarse y a estar atentos de otra manera porque acá no conseguís un mapa a las ocho de la noche ni salís solo a comprar una gaseosa porque te dieron ganas de tomarla. Con el tema de las distancias y que para todo se necesita el auto, aprenden que no hay inmediatez sino previsibilidad”.
Pero su lista de aspectos negativos también es nutrida. “Faltan muchas cosas: vida cultural, actividades sociales y recreativas, más opciones de medios de transporte... Mis hijos se mueven con soltura, eso se lo dimos nosotros y el colegio hizo su parte también, es un gran complemento”, evalúa. Y vuelve a dar vuelta la moneda para ver su otra cara: “A los colegios de aquí les faltan propuestas culturales, organizan viajes de estudio a destinos del interior por tres días, en sexto año se van a Europa, que es una gran experiencia, pero no van al Cabildo o al Planetario”.
Para Mariana es clave que sus hijos se relacionen con otras realidades, pero no es fácil satisfacer esa necesidad. “Si querés sacar a tu hijo de la burbuja del colegio y que haga dibujo, teatro o taekwondo se complica mucho, escasean las propuestas. Thiago, que hoy tiene 15 años, va a un club fuera del barrio y eso ayuda a abrir su círculo de amigos y su mundo. Y Mora [de 18], cuando arma plan en Capital se va en tren con un bolsito, se queda a dormir en lo de los abuelos y viene al otro día porque no hay manera de volver de madrugada a Tigre en transporte público ni en combi y un remise cuesta una fortuna”, describe.
Valeria y Esteban se mudaron de Palermo a San Isidro Labrador, en Tigre. Era el mejor ámbito para desplegar el hobby de ambos: tunear autos y motos. Allí crecieron sus hijos, Tadeo y Santiago, de 11 y 8 años respectivamente. Esta familia no tuvo que perforar ningún muro para conocer la violenta realidad. “Una noche estaba sola con los chicos en casa, Tadeo tenía dos años y medio y Santi era bebé. Entraron a robar unas personas que habían alquilado una casa en el barrio. A mí me encañonaron y me golpearon, a Santi le hicieron un corte en la oreja y Tadeo vio todo y se acuerda de todo”, repasa Valeria. Entendieron que la seguridad no estaba garantizada y que la burbuja podía explotar en un segundo. Entonces, actuaron en consecuencia. “Vamos mucho a Capital con los chicos, los llevamos a nuestros trabajos y ahí nos movemos en colectivo o subte. Saben que no tienen que andar con la tablet en la mano, saben manejarse en el tránsito y entienden por qué nadie los saluda por la calle a diferencia de lo que ocurre en el barrio... saben muy bien lo que es vivir en un barrio cerrado y lo que es moverse afuera”, dice la mamá.
Al momento de elegir colegio tenían una pregunta con la que abrían todas las entrevistas: “¿Pueden venir chicos de afuera de este barrio y que no vivan en countries?”. La respuesta siempre fue sí.
Un objetivo de los colegios es desarrollar emprendedores, pero no de empresas: emprendedores de su propia vida. Los tres directivos consultados coinciden en que los conocimientos académicos deben estar acompañados de otras habilidades personales como curiosidad e inquietud. “Aun en un lugar de encierro, tu cabeza y tu actitud deben ser abiertas. El barrio y la escuela deben permitir conocer el afuera para luego ser parte. Todas las experiencias que hagan conocer otras realidades, otras comunidades y otras personas, los hacen crecer. El gran desafío es generar trabajos colaborativos y vivencias en jardín, primaria y secundaria con intercambios con otros colegios, mezclar a los chicos, hacer acciones solidarias y de servicio para desarrollar la empatía”, sostiene Álvarez Klar, que además es fundador de la Red Itínere, una organización educativa que involucra a diversas escuelas.
¿Hay un mundo real y otro artificial?
Ahora, la pregunta es: ¿hay un mundo real y otro artificial? Guillermina Tiramonti, licenciada en Ciencia Política por la Universidad del Salvador e investigadora del área de Educación de Flacso, analiza: “Los chicos que viven y estudian en barrios cerrados tienen una realidad que los proyecta, les brinda experiencias y los transporta en un ideario acorde a su nivel de vida, oportunidades y posibilidades. Y lo mismo pasa con los chicos que viven y estudian en La Matanza. Son mundos diferentes con proyecciones diferentes, seguramente, pero contextualizadas por su entorno. Cada cual toma de su mundo lo que cada mundo le da. No hay un mundo artificial y otro real. Para cada chico su mundo es real. Los que viven en un barrio cerrado no viven en un mundo de irrealidad porque esa es su realidad: privilegiada, cómoda y mejor que la del resto en muchos sentidos”.
La especialista acuerda con que los colegios insertos en barrios cerrados “puedan mostrarles a los alumnos que hay realidades mucho más mezquinas y acotadas que las del propio universo”. ¿De qué modo es posible lograr esa conexión? “A través de la solidaridad se pueden hacer muchas acciones, pero no de manera asistencialista sino ejercer la solidaridad, que el colegio pueda problematizar y los chicos puedan reflexionar. Es importante hacer un esfuerzo desde la escuela para construir relaciones más horizontales con los otros”, plantea Tiramonti.
Efectivamente, en la solidaridad hay un vehículo para conocer otros mundos. Álvarez Klar repasa que tras trabajar con la organización Techo se dieron situaciones muy interesantes. “Había chicos que se peleaban con sus hermanos por el espacio en su habitación, pero al volver a sus casas entendieron que solo su habitación tenía el tamaño de la casa donde iba a vivir una familia de seis personas que ellos mismos ayudaron a construir. Entonces, cambian las perspectivas y prioridades. Esto debe brindar la escuela hoy”, asevera.
Xanthopoulos rescata un proyecto institucional que atravesaba a todo el colegio: dar de comer a familias que se reunían los viernes en Plaza de Mayo. Lo hicieron durante muchos años, pero desde la pandemia no lo pudieron retomar. “Las familias donaban ingredientes y cocinaban, y los chicos de quinto y sexto año de secundaria eran los que viajaban hasta el microcentro. Jugaban con los chicos y conversaban con los adultos porque no solo es comida lo que se puede dar”, afirma.
Si bien la mayoría de estos colegios organiza viajes a Europa para los alumnos de sexto año, antes de emprender la aventura realizan itinerarios locales. “No puede ser que viajen en tren y subte en otros países y no lo hagan acá, así que antes de cada viaje nos vamos a la estación de Tigre, tomamos el tren, bajamos en Retiro, recorremos la ciudad en colectivo y subte, y volvemos. Ellos puede que ya conozcan la realidad del mundo, pero lo que hay que lograr es que la vivan”, opina D´Angelo.
El primer día del resto de sus vidas
¿Qué pasa cuando terminan el colegio y deben encarar el primer día del resto de sus vidas? Hay quienes deciden saltar las barreras lejos del barrio y hay quienes prefieren quedarse cerca.
“Cuando son más grandes buscan irse, correrse de la mirada y del control del radar. Incluso pasa con las salidas de fin de semana, que muchos eligen ir a San Isidro o Capital. Sabemos que hay alumnos que ya pasaron por episodios de robo y pudieron arreglárselas”, acota D´Angelo.
Respecto a las elecciones a futuro, las dos directoras advierten que la pandemia está sacando poco a poco a la UBA de la lista de candidatas. En el St. Luke´s de Nordelta van por su tercera camada de egresados de secundaria, en las dos primeras seis o siete alumnos eligieron la UBA de un promedio de 22 chicos. De los que egresaron en 2021, ninguno se inclinó por la universidad pública. “Eso nos hizo encender las alarmas”, reconoce D´Angelo. “Al parecer, la principal razón para no elegirla fue el retraso para volver a la presencialidad. La buena noticia es que entre las universidades privadas, muchos se inclinaron por sedes en Capital como la UCA, la UADE o Di Tella. No se quedan en las universidades locales o en las sedes locales”, agrega.
Desde su experiencia en el colegio Saint Mary of the Hills, Xanthopoulos suma otro fenómeno que también llegó con la pandemia. “Hay muchos alumnos que están entrando a universidades de afuera, que buscan moverse en un mundo global. En 2020, 12 alumnos que cursaron su último año virtual aplicaron para universidades extranjeras y hoy están estudiando en Dinamarca, Uruguay, Canadá, Estados Unidos y España. Evidentemente hay una mirada internacional, se sienten capaces de desarrollar su proyecto de vida en otro país y las fronteras no pasan por donde viven aquí y ahora porque pueden sentir que son ellos mismos en distintos contextos y países”, indica.
“Las escuelas seguramente trabajan mucho sobre las experiencias porque deben considerar que muchos de estos chicos el día de mañana serán líderes u ocuparán altos cargos en empresas, en la política o en la cultura, y entonces es necesario que conozcan y vivan otras realidades. Es clave que los chicos construyan lazos de pertenencia que incluyan a todos, una visión de los otros como iguales de derecho. Que todo lo que puedan hacer a futuro sea para mejorar el mundo de todos”, cierra Tiramonti.
- El crecimiento de los barrios cerrados
En los años 90 prosperaron las urbanizaciones cerradas en la zona norte de la provincia de Buenos Aires, que luego se reprodujeron en el oeste y sur del conurbano.
Según datos del Registro Provincial de Urbanizaciones Cerradas (RPUC), hasta el 2020 había registrados 353 barrios privados, countries o clubes de campo. Aunque los expertos del sector inmobiliario consideran que ya deben ser más de 600, entre los consolidados y los nuevos aún no formalizados.
Hace 20 años, las urbanizaciones más grandes, llamadas ciudad-pueblo porque internamente están formadas por un conjunto de barrios, convocaron a colegios privados para que se instalen dentro de sus predios. No existe un registro oficial, pero se calcula que son más de 20 establecimientos educativos [los cinco de Nordelta tienen actualmente 5.000 alumnos] y hay proyectos de nuevas aperturas.
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