La lejanía y los gastos se volvieron una complicación para muchos desde la vuelta a la presencialidad; el auge de la búsqueda de viviendas con espacios al aire libre, pero cerca de la ciudad
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Si bien trasladarse al verde fue siempre un anhelo para muchas de las familias que viven en medio del ruido de la ciudad, la pandemia profundizó la “fiebre” por mudarse a una casa con parque o espacios al aire libre. Sin embargo, no todo es color de rosas para quienes tomaron la decisión durante la primera ola de Covid-19: algunos no cambian por nada la nueva rutina, pero no son pocos los que, a un año y medio del radical cambio de vida, comienzan a replantearse el rumbo.
El primer indicador de los kilómetros que separan sus costumbres pasadas de su nueva ubicación es la lucha contra el tráfico. “Desde que me mudé le hice muchos más kilómetros al auto que en cualquier otro año de mi vida y el gasto de nafta es mucho mayor”, dice Diego, quien en marzo de 2020 cerró un contrato de alquiler por dos años de una casa en Nordelta para vivir con su esposa, su primer hijo y otro en camino. “Tomamos la decisión por una necesidad de espacio”, repasa. Sin embargo, con el tiempo, empezó a notar cómo la Panamericana se transformaba en un caos sin importar la hora del día. “Cuando uno cuantifica los gastos en nafta, peajes, amortización del auto y tiempo es una locura. Tengo que agarrar el auto para todo. En Capital, en cambio, si quiero leche voy al supermercado que queda a media cuadra”, resopla. En números, el viaje diario ida y vuelta Nordelta-Capital puede costar $1100 entre nafta y peajes. Un cálculo que se duplica si las familias tienen dos autos, algo frecuente para quienes viven alejados.
El desafío escolar
Los especialistas del sector inmobiliario coinciden en que son las familias más jóvenes las que apostaron por el cambio y las que ahora, en algunos casos, detectan cierto gusto amargo por haber quedado lejos de su rutina de toda la vida. “Funcionó muy bien un año y medio, hasta que empezó la presencialidad”, observa Daniel Salaya Romera, titular de la firma comercializadora Salaya Romera Propiedades. Las mudanzas se realizaron en pleno homeschooling, pero el regreso a las aulas trajo aparejado el tedioso traslado a los colegios.
La oleada de mudanzas al verde en muchos casos colapsó la infraestructura ya existente y muchas familias no consiguieron vacantes en las escuelas cercanas, por lo que se vieron obligadas a pagar un traslado escolar privado o a adentrarse en una odisea de madrugar y retornar al hogar en un total de dos o tres horas. “De golpe la población en los barrios cerrados se triplicó y los colegios no daban abasto”, describe el broker inmobiliario.
“Cuando empezó la presencialidad en los colegios estuvimos como locos. Para entrar a las 7.15, salíamos 5.30 de la mañana de casa, y a la vuelta llegábamos hartos, éramos un ente. No se puede vivir así. Por eso cambiamos a otro formato que requiere de un esfuerzo económico extra”, explica Lorena, quien al principio de la pandemia se mudó con su pareja y sus hijos a Escobar. El trastorno de los horarios y el impacto que tenía en sus hijos la llevaron a volver a su departamento de soltera de Recoleta. “Ahí, bajo al almacén que está a la vuelta y el colegio queda a dos cuadras, mientras que en Escobar está todo lejos”, agrega.
Con este nuevo esquema, su marido duerme con ellos en CABA un par de noches a la semana y los fines de semana vuelven todos a Escobar. Como ellos, muchas parejas dejaron de acompañarse todos los días y dividen la convivencia entre el verde y la ciudad. “Es una decisión que muchas veces también impacta en el círculo afectivo de los chicos porque son dos vidas muy diferentes y les cuesta generar el sentido de pertenencia en cada lugar”, analiza la psicóloga Andrea Viale. Lorena lo ratifica con un ejemplo cotidiano: “Cuando llegan al barrio, los chicos no tienen un chip de country, entonces les cuesta hacerse amigos y sumarse a las actividades”.
Las propuestas recreativas o deportivas suelen ser una buena oportunidad para que los chicos entablen nuevas amistades, aunque el lado B es que puede implicar un nuevo gasto. En un barrio de Pilar, por caso, la colonia de verano cuesta aproximadamente $25.000 por temporada y las clases particulares de golf o tenis pueden rondar los $3000 la hora -una vez por semana implican $12.000 al mes-. A esos gastos, se agregan los de mantenimiento: entre piletero y jardinero se pueden sumar $8500.
La vida social
La rutina entre el verde y la ciudad no fue solamente una exigencia para seguir los horarios de los hijos: los adultos empezaron a necesitar la reconexión con seres queridos que quedaron demasiado lejos. “No me imagino viviendo acá un 100% porque todo mi entorno afectivo, familia y trabajo está en capital”, expresa Lorena.
El balance de Érica Ruiz, quien se mudó con su marido y tres hijos de Vicente López a Pilar, es similar. “Durante la pandemia era todo tan interrumpido que no te juntabas con nadie, entonces en ese momento no sentías que resignabas algo, pero ahora sí”, analiza. “Mis amigas se juntan espontáneamente y esas cosas me las pierdo al estar lejos”, agrega. Su caso es uno de los tantos en los que parte de la familia se adapta a la nueva vida y la otra no lo termina de lograr. Cuenta que, si bien su marido se acomodó rápidamente al barrio al unirse a los partidos de fútbol, ella todavía no encuentra su lugar.
El deseo de volver al entorno social hace que muchos prefieran conservar la propiedad original, lo que provoca gastos adicionales. La familia Ruiz cambió a sus dos hijas menores a un colegio cerca de su nuevo hogar, pero al mayor -de 13 años- decidió dejarlo en la misma institución para no separarlo de su grupo. Esta forma de vida implica que Érica vuelve a su casa en Vicente López cuando los horarios escolares o las actividades del club lo requieren. “Planeábamos poner la casa en venta, pero por el momento no me gustaría desprenderme porque muchas veces me quedo acá”, cuenta.
Otra realidad es la que vivieron quienes al principio de la pandemia compraron un terreno en un barrio cerrado, cuando todavía estaban a precios competitivos. El plan era comprarlo con ahorros, vender el departamento en Capital y comenzar a construir luego con ese dinero. Sin embargo, la parálisis de las operaciones inmobiliarias impidió en muchos casos vender el inmueble original. Mientras tanto, la presión de gastos de expensas abrumó el presupuesto mensual de más de una familia que debió resignar la idea. “A pesar del fracaso de la misión, la buena noticia es que las tierras se revalorizaron fuertemente en pandemia y, en general, lograron hacer buenas diferencias”, explica Gonzalo Urdapilleta, director de la inmobiliaria Teresa Urdapilleta.
Otro capítulo es el de las parejas que pusieron punto final al vínculo en plena pandemia. Solamente en la ciudad de Buenos Aires se realizaron 4480 separaciones legales a lo largo del 2020 y desde el Registro Civil porteño detallaron que por primera vez la inscripción de divorcios superó la de matrimonios. Esta tendencia impulsó la demanda de departamentos en las zonas aledañas a los barrios donde viven los hijos. “En general las mujeres se quedan en las casas y el marido suele buscar opciones cercanas sin tanto gasto fijo”, describe Urdapilleta, quien reconoce que esa demanda también incrementó los valores de los contratos y que en muchos casos superan a la oferta de la ciudad: “Hoy un loft de 60 metros en Pilar cuesta aproximadamente $70.000, mientras que un departamento en Recoleta de 40 metros cuadrados se alquila por $45.000”, plantea.
Otro fenómeno de la emigración al verde que impactó en el mercado inmobiliario fue el aumento de búsqueda de oficinas. Urdapilleta afirma que el alquiler mensual de una de 50 metros cuadrados en Pilar puede costar entre $60.000 y $70.000. “Se defienden esos precios porque no hay oferta”, explica.
Terraza o jardín…pero más cerca
Una determinación intermedia fue la de quienes se mudaron durante las restricciones en forma temporal y ya regresaron al ajetreo urbano. Los Castronuevo son un ejemplo. Diego cuenta que volverán porque su mujer -con un hijo de 2 años y un bebé recién nacido- no logró adaptarse. “Ella extraña mucho a los amigos y a la familia”, señala. Admite que la primera sensación en los barrios cerrados, al ir de visita los fines de semana, es muy linda: las calles prolijas, las casas parquizadas, las ventanas sin rejas, los chicos jugando en las puertas y el verde alrededor, pero sostiene que la realidad es diferente: “Hay mucha soledad. Yo salgo a trabajar en la semana, entro, salgo, almuerzo con amigos y mientras ella está en la casa abocada a los nenes con todo su entorno viviendo en Capital”. La decisión ya está tomada: en marzo, cuando vence el contrato de alquiler de la casa, se mudarán a un departamento que compraron desde el pozo. Como ellos, son muchos los que conservan la vida urbana, pero eligen edificios con amplios espacios al aire libre. “Se buscan departamentos con terraza, parrilla y pileta. Y hay un auge de departamentos con amenities propios, con expansión de la casa”, observa Gabriela Goldszer, directora de Ocampo Propiedades.
El interés por viviendas en zona norte, cerca de la ciudad, también evidencia las necesidades del nuevo contexto. “Se están vendiendo casas ubicadas, por ejemplo, en San Isidro, Vicente López, La Lucila o Martínez. La demanda está concentrada ahí al punto de que las contraofertas son mínimas y cualquiera que sea mayor a un 10% es automáticamente rechazada. El departamento se vende en cinco o seis meses, mientras que una casa bien tasada puede tardar en venderse entre 60 y 90 días”, dice Salaya Romera. Constata además el perfil de los compradores: “Algunos son de la ciudad y van en busca del verde y hay mucha gente que se fue a vivir al verde y hoy quiere estar a un paso de la General Paz”.
En cuanto a las zonas, el broker afirma que las más atractivas resultan Vicente López, Olivos y San Isidro. “La gente joven busca buena conectividad y aunque sean 10 o 20 metros de jardín en las zonas donde la franja de la tierra cuesta entre US$400 y US$900 el metro”, dice.
Otro grupo está compuesto por los que ya alquilaban en barrios cerrados y también sintieron el impacto de la pandemia: a muchos de ellos los desestabilizó la suba desmesurada de los precios a la hora de renovar el contrato de alquiler, generada por el fuerte aumento de la demanda de viviendas en el verde. Hace cuatro años, Florencia se mudó con su marido y dos hijos de San Telmo a un barrio cerrado de San Isidro, a un paso de la Panamericana. “Empezamos pagando $70.000 por mes, luego se nos venció el contrato en 2021 y el precio de alquiler aumentó a $140.000. Encima nos avisaron que a los seis meses iba a regir otro incremento del 30%. O sea que de un año al otro el alquiler aumentó un 180%”, relata indignada.
A partir de estos cambios, la decisión familiar fue mudarse a San Martín de los Andes, de donde ella es oriunda. “Ya compramos un terreno y arrancamos la construcción de la casa, logramos vender el PH que teníamos en venta y estamos analizando alquilar el otro departamento porque no logramos venderlo”, comenta.
La expectativa de los brokers es que la realidad de las familias como la de Florencia se modifique. “Este año ya no se están validando los alquileres tan altos. En temporada sí son más altos que en el año y que antes de la pandemia también, pero ya no te pagan los valores extraordinarios de US$10.000 el mes que se pedían el año pasado”, precisa Alejandro Schuff, director de Soldati Propiedades
Las experiencias que dejó la pandemia resignificaron la cotidianeidad de las personas: replanteos, nuevas formas de vida y cambios en los vínculos. El Covid-19 ratificó que la vida es movimiento, que siempre hay tiempo para recalcular y que no hay soluciones mágicas.
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