“Voy a ser contador”, se repetía; aunque estuvo alejado de la pintura por varios años, un proyecto le devolvió la adrenalina por su pasión y una vocación que lo llevaron a dejar su arte en paredes del mundo
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El olor a libro viejo, las escenas de desnudos, de crucifixiones sangrientas, de ángeles y claroscuros en pinceladas lo hipnotizaron. Tenía entonces cuatro años y, sin querer, había descubierto un universo nuevo que no terminaba de comprender. “Muy de pequeño me pasaba horas dibujando y pintando con marcadores y hojas. Todo muy normal hasta que descubrí una colección de libros, Los genios de la pintura. Eran libros pesadísimos que estaban en el estante de abajo de una biblioteca en la casa de mis padres. Aquellos que alcanzaba fácilmente, los investigaba a escondidas porque no parecían ser para jugar y me pasaba horas tratando de entender qué era lo que estaba viendo y de descifrar cómo pintaban eso los grandes de la pintura: Caravaggio, Velázquez, Rembrant, Degas, Tiziano. Ese encuentro temprano fue determinante y despertó en mí una inquietud por aprender a pintar”.
Nacido en la localidad de Caseros, al Oeste de la provincia de Buenos Aires, Martín Ron se crió en una familia en la que ninguno de sus miembros, ni por asomo, estaba vinculado al muralismo ni mucho menos al arte. Como agarró lápices de colores antes que juguetes, lo mandaron a hacer dibujo en un taller a dos cuadras de su casa. “Muchos eran dibujos propios, Al principio dibujaba payasos y cositas lindas. Más adelante, tuve la etapa de los demonios, los monstruos y los superhéroes inventados que pertenecían a mis mundos de fantasía. Recuerdo con claridad que me gustaba abarcar toda la hoja y era muy obsesivo a la hora de pintar porque tenia un gran toc con no pintar fuera de la línea. También copiaba mucho la figura humana. Y personalizaba mis juguetes. Les hacía modificaciones pintándolos o rearmándolos”.
Por su ductilidad y talento, rápidamente Ron se convirtió en el favorito de la clase de Plástica y también el encargado de pintar las escenografías de los actos en la escuela Nuestra Señora de la Merced, de Caseros, a la que asistía. Para cuando tenía 15 años, pasó la mayor parte de sus sábados en aquel taller al que había comenzado a ir de pequeño. Por momentos lo odiaba, y a veces lo amaba. Pero en el taller de la profesora Betty aprendió las bases y teoría de la técnica, lo que era el óleo y los retratos a partir de una fotografía. El trayecto hacia ese espacio de aprendizaje ya se había convertido en parte de la rutina: desde los ocho años caminaba dos cuadras con bastidores más grandes que él. “Creo que el más apasionado y primer fanático de mi trabajo fue mi papá, Guillermo. Desde que tengo memoria mostró a todo el mundo mis dibujos con orgullo y conservó gran parte de ellos. Debe tenerlos todavía. Siento que fue la persona que entendió muy precozmente que mi vocación iba a estar ligada al arte”.
Espíritu adolescente
De adolescente, y sobre todo en tiempo de la secundaria, dibujaba muy poco en su casa. Se aburría. Necesitaba público. Por eso dibujaba y regalaba sus obras a sus compañeros de colegio. “En ese sentido, me había ganado el respeto de muchos, porque era ´el artista´ y lo disfrutaba. Hacía banderas de rock, logos e incluso muchas caricaturas de los profesores de la escuela. Lo mejor era que zafaba de las materias más aburridas porque ayudaba a los profes de Plástica con las escenografías para los actos escolares, entre otras cosas”.
El punto máximo de emoción para su incipiente carrera como artista fue cuando el apoderado del colegio lo contrató para decorar con murales todo el jardín de infantes. “Era mi primer contrato para pintar murales. ¡Y a mis 16 años! Me sentía Miguel Ángel cuando le encargaron la Capilla Sixtina. Acepté el ofrecimiento con la condición de pintar en horario escolar. Durante algunas semanas me dediqué a esa tarea y fue una de las mejores experiencias. No solo porque estaba haciendo lo que más me gustaba, sino porque tenía la enorme responsabilidad de transformar un lugar clave del colegio y encima contratado. Todo el alumnado estaba pendiente de esa obra. Venía todo el mundo a verme, sobre todo en los recreos”. La experiencia lo llenó de tal forma que, de alguna manera, forjó su destino.
Con el dinero que ganó, se pagó el viaje de egresados a Bariloche. Terminó el secundario y se anotó en Ciencias Económicas. Como su mamá es contadora, resonaba en su cabeza el mandato que aseguraba que una carrera clásica y dura le garantizaba el futuro. Por otro lado, estudiar Bellas Artes en 2001 no era un lujo que se pudiera dar. Sabía que soñar con vivir de la pintura no era una opción. Hizo un gran esfuerzo para enamorarse de una carrera que le garantizara un futuro. “Voy a ser contador”, se repetía una y otra vez.
De tal palo.... ¿tal astilla?
“Mi vieja era contadora y mientras estudiaba, yo laburaba en su estudio contable. Parecía fácil pero en dos años me súper embolé. Me había aislado y alejado completamente de dibujar y pintar. Hasta que un día me anoté en unas jornadas artísticas que se organizaban desde la Municipalidad de Tres de Febrero para pintar murales en unos túneles y otras acciones solidarias relacionadas con la pintura mural. Ahí reconecté otra vez. Ya no desde el dibujo y pintura en soledad sino desde pintar en tamaño gigante, en la calle y con gente, algo que ya sabía que me encantaba. Volvió la adrenalina. Esas pintadas se volvieron mas frecuentes, y estaban forjando una nueva identidad en mí”.
Poco a poco, el nombre de Martín Ron comenzó a ser cada vez más conocido. De todas formas, el proceso fue largo. En aquellos años no había tanta información sobre el arte de pintar paredes. Tampoco él pensaba dedicarse exclusivamente a aquella actividad. “Seguí en la búsqueda de una carrera que me gustara. Abandoné Ciencias Económicas. Estuve ´de vago´ algunos años porque no me enganchaba con nada. Pero eso fue determinante porque pude pintar más seguido para la Municipalidad, para privados, para amigos. Fui conociendo gente que también le apasionaba pintar y pasé en pocos años de ser alguien inseguro a un muralista muy reconocido”. Primero en su barrio, luego en Argentina y pronto en el resto del mundo.
Su carrera empezó literalmente en las paredes de Caseros. La experiencia la hizo solo. En esa época no había información, referentes ni nada relacionado a pintar murales. Solo la movida grafiti, que de todos modos le era ajena. “Para 2007 yo era muy conocido por mis obras en el barrio y desde ese momento la Municipalidad de Tres de Febrero me convocó para dirigir un programa de Arte Urbano en el distrito. Esto fue clave ya que se convirtió en un trabajo formal que legitimó mi profesión. Me focalicé en aprender, pintar más seguido y coordinar grupos de artistas locales para pintar sobre paredes de vecinos que me tocaba gestionar. Ya era todo un profesional”.
Un lugar en el mundo
Lo que siguió fue -y es- una exitosa carrera de muralismo, que lo llevó a pintar más de 300 paredes en todos los rincones del planeta: Nueva York, Moscú, Malasia, Australia, y a convertirse en uno de los 10 mejores muralistas del mundo.
De cada obra guarda un recuerdo especial. Su trabajo más icónico y el que más satisfacción le dio fue Pedro Luján y su perro -un mural donde se ve una tortuga gigante que sale volando de una alcantarilla y debajo está sentado un anciano con su mascota- la obra que lo catapultó al mapa del arte urbano mundial. Tardó cuatro días en pintar ese mural (hoy inexistente, ya que fue derribado) en una calle que precisamente lleva el nombre de Pedro Luján, en el barrio porteño de Barracas. “Cada obra aportó lo suyo porque esto es una cadena. Los proyectos más grandes vienen empujados por todo el background que uno arrastra”.
Los murales que realizó para la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) forman parte de los más complejos que tuvo que encarar. No solo por los tamaños sino, especialmente, por el proceso creativo. “Uno se involucra en la causa y la tragedia lo atraviesa. A su vez, sentía la enorme responsabilidad de aportar con una imagen que representara lo sucedido y sumara, además, al ejercicio de la memoria. Llegar al diseño final fue un proceso largo, pero valió la pena”.
Ron, que ha viajado por todo el mundo, asegura que cada lugar tiene su encanto. “Viajar es hermoso y más cuando uno es invitado para hacer lo que ama. Es una sensación insuperable. Pero lamentablemente dura poco. Si estoy más de un mes en el exterior, empiezo a extrañar”. Por eso no le tiembla el pulso, ni mucho menos la voz, al afirmar que Argentina es su lugar en el mundo. “Me esforcé mucho para que el Street Art logre el protagonismo que tiene hoy en el país. Y fue a fuerza de mucho laburo y empuje para hacer más visible la movida. Hoy hay una camada de artistas que encuentran una salida laboral en esta actividad, sin tener que viajar para encontrar su lugar. Eso me pone contento”.
Cábala y orgullo
Desde hace tres años, cada vez que empieza a pintar un nuevo mural, Martín Ron tiene una cábala: escribir “Hola, mamá” en el boceto inicial plantado en la pared. Es una marca personal. Surgió de forma espontánea en un viaje a Moscú en 2018 para trabajar en la obra el niño Faustino haciendo la vertical.
“Fue todo tan a las apuradas que cuando me subí al avión me di cuenta de que nunca le había avisado a mi mamá del viaje. Entonces le dediqué un saludo, Durante el garabateo que siempre hago antes de comenzar a dibujar, escribí un hola mamá gigante en el medio del edificio que estaba por pintar con un aerosol y le envié una selfie. Fue divertido y quedó varios días expuesto en el medio de la ciudad. El mensaje resultó muy fácil de entender en cualquier idioma y a la comunidad rusa le pareció divertido y tierno, y lo viralizaron. Desde ahí quedó como cábala. Siempre que pinto un mural escribo ese saludo a mi madre en el edificio que voy a intervenir y la gente ya sabe que se trata de mí”.
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