El auge en la construcción y un proceso de conservación ambiguo amenazan la identidad edilicia de los barrios detrás de la ‘París de Sudamérica’
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Hay que perderse en barrios como Colegiales, unos pasos al norte del corazón de Buenos Aires, cuando la primavera golpea con el olor del jazmín y los árboles hacen sombra en todo el adoquinado. A la capital argentina se la sigue llamando la París de Sudamérica por la ambición europeizante de su primer centenario, cuando el esplendor de principios del Siglo XX levantó palacios, avenidas amplias y edificios públicos monumentales. Pero su espíritu está aquí, donde los albores del siglo generaron algo más. La Buenos Aires de los migrantes, que en 1910 representaban a dos de cada tres habitantes, levantó barrios de casonas bajas. Construcciones de uno o dos pisos, un balcón abierto, ventanales a las calles estrechas y arboladas y decorados de yeso en el frente. En Colegiales todavía se ven la mayoría, aunque hay que empezar a buscarlas detrás de los anuncios de remate, entre obras de torres cada vez más altas. Este barrio, como casi toda la ciudad, no es ajeno a la explosión inmobiliaria.
Solo entre 2011 y 2019, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires autorizó 7,5 millones de metros cuadrados de construcción en el área metropolitana. El 98% se destinó a edificios de varias viviendas y más de la mitad se concentra en solo tres de los 15 distritos que dividen la ciudad, según el Centro de Estudios Sociales para el Desarrollo Territorial. El registro histórico de construcciones aprobadas por la ciudad cuenta 66.000 obras solo entre agosto de 2018 y febrero de 2020. Casi la mitad, unas 24.000, involucran demoliciones. Ese boom de la construcción, que está cambiando la cara de barrios como Colegiales, también le está ganando la carrera a la protección de edificios históricos. Buenos Aires tiene prohibido demoler edificios construidos antes de 1941, pero esa protección depende de un amparo judicial que exige que cada caso sea revisado. Según organizaciones como Basta de Demoler, en la capital argentina hay más de 140.000 edificaciones que caen bajo este criterio. Pero para el relevo realizado en 2011 por la Universidad de Buenos Aires y el Gobierno de la ciudad, apenas el 13% –unos 18.195 edificios– tiene valor de patrimonio histórico y poco más de 3000 poseen respaldo legal.
“Uno ve una demolición y de repente sufre una semana, dos, y se olvida. Pero el impacto en nuestras vidas existe: nuestro alrededor se vuelve más recto, plano, deja de interpelarnos”, dice la arquitecta Natalia Kerbabian, que hace cinco meses, angustiada por la cantidad de demoliciones que veía al caminar por la ciudad, empezó a dibujar los edificios desaparecidos para generar una memoria. Su proyecto, que llamó Ilustro para no olvidar, se ha convertido en una válvula de escape para cada vez más vecinos que sufren la demolición silenciosa de la ciudad como siempre la conocieron. “Esas casas son importantes porque conforman el espíritu de nuestros barrios, son las raíces de una ciudad que también crece a partir de sus historias”, cuenta Kerbabian, que ha creado un archivo de casi 50 edificios dibujados a mano, muchas veces basándose en imágenes de archivo porque los lugares ya no existen.
“Estamos hablando de un patrimonio que no es solo histórico. También es emocional”, dice la arquitecta, y recuerda un ejemplo concreto. Hace unos meses encontró una construcción en el barrio de Colegiales, una casona que el Gobierno subastó durante la pandemia y que hoy ya está en obras. Tras subir su ilustración a Instagram, los vecinos le contaron la historia: para 1988, una mujer llamada Paulina Badaraco de Capdevila había perdido ya a sus dos hermanas y decidió donar su casa familiar a la escuela de su barrio. El edificio estuvo habilitado hasta 2013, cuando fue desalojado por las autoridades. Cuando se puso en venta, una diputada exigió saber si el inmueble había sido realmente otorgado a la escuela. Su pedido es público. La resolución, no. La torre que se está levantando en esa parcela será la segunda de su calle, frente a la sucursal de un supermercado que copa toda la esquina justo enfrente.
La protección cautelar que reciben los edificios catalogados protege su fachada, pero permite modificar los interiores y, en algunos casos, permite ampliar la construcción. Para Mauro Sbarbati, secretario de Basta de Demoler, hay un grave problema no solo en lo que desde su organización consideran un “catálogo mal hecho e insuficiente”, sino en la falta de claridad con que son tratados los casos. “Los edificios del catálogo definitivo debían ser analizados por la Legislatura, pero no sabemos a ciencia cierta si los discutieron o no”, dice. “Cada comuna [distrito] tiene un consejo consultivo que debería haber discutido el inventario, y ahí hay otro problema. Los vecinos deberían discutir y votar, y no enterarse de que un edificio va a ser derrumbado porque tiene puesta una valla y todo listo para vender el terreno”.
Desde la Secretaría de Desarrollo Urbano, el Gobierno de Buenos Aires defiende que la ciudad no tiene un problema de demoliciones. “Es un tema de propiedad privada, del derecho de un vecino a pedir los permisos de demolición”, afirma un funcionario. “Nuestra regla es: todo lo que se puede proteger, se protege. Pero no todo es protegible. No porque algo sea viejo debe protegerse. Todos los edificios anteriores a 1941 tienen una protección automática. Y frente a eso, el propietario puede pedir la evaluación para autorizar la obra o no”.
Buenos Aires aprobó un nuevo código de urbanización en 2018, pero entre elecciones presidenciales, un estricto confinamiento por la pandemia y la crisis económica perpetua, sus efectos empezaron a notarse recién el año pasado. El impacto que sufren los barrios de casas bajas tiene que ver con un aumento en la densidad: en barrios como Núñez, que también ha explotado en los últimos años, se ha triplicado la altura permitida en algunas zonas. El nuevo código también promueve lo que llama “convenios urbanísticos”, que permiten una construcción por encima de la norma a cambio del pago de una contraprestación de la empresa a cargo de la obra, que se destina a un fondo que financia otras obras en la ciudad “priorizando las zonas de mayor vulnerabilidad social”, según la ley de noviembre de 2021 que anunció su creación.
El Observatorio del derecho a la ciudad, una organización independiente, detectó al menos 118 de estos convenios en 2021. El 48% se han concentrado en barrios residenciales de clase media alta, donde de por sí existe un gran desarrollo inmobiliario: Núñez, Palermo y Belgrano. La capital vive el boom de la construcción mientras ve pasar otra crisis: tiene más de 130.000 viviendas vacías (el 9,2% del total) y un tercio de su población alquila en un mercado rehén de la especulación y de un contexto económico nacional que hace imposible la compra de una primera vivienda.
El problema, coinciden todas las personas consultadas para este reportaje, va más allá de la identificación política. El ejemplo más claro son cuatro parcelas que desde hace meses están listas para la construcción de un edificio en Barrio Parque, una zona de embajadas y mansiones de la ciudad que ha mantenido tan bien su fisionomía que parece un barrio cerrado. Hace dos semanas, un periódico local reveló que la empresa a cargo de la obra quiere renegociar su convenio para levantar una torre de al menos 22 pisos en un sitio que ya tenía aprobada una construcción original de ocho, el doble del común en la zona. Los vecinos han empezado a movilizarse en contra del proyecto porque la empresa tiene la zona cerrada y con la maquinaria lista, aunque desde el Gobierno porteño afirman que está frenado y no volverá a revisarse. La regla de la Secretaría de Planeamiento Urbano es oír cualquier propuesta de convenio sin que esto signifique una aprobación automática. Las autoridades afirman que hay solo unos 30 convenios de ese estilo aprobados.
Una ciudad siempre a medio hacer
“Buenos Aires es una ciudad que, como metrópolis moderna, no tiene más de 130 años. Por eso puede haber una tensión en la consolidación de una identidad”, afirma el historiador Eduardo Lazzari, que se dedica a la divulgación del patrimonio histórico y cultural de la ciudad. Una charla con Lazzari es un paseo por los cambios arquitectónicos que ha vivido la ciudad en ese siglo y monedas: el esplendor de los palacetes del centenario entre 1880 y 1920; la explosión artesanal de los migrantes italianos y españoles que dibujaban en cemento en el frente de sus casas; la integración urbana gracias al subterráneo y al ferrocarril; el florecimiento de los edificios de hasta siete pisos que trajo la ley de propiedad horizontal en 1947; y las demoliciones entre la década del treinta y la de los ochenta, que integraron las avenidas y la autopista a la ciudad. “Buenos Aires nunca tuvo miedo a las intervenciones gigantescas”, afirma el historiador. “Es una virtud que tensiona entre el lamento por el patrimonio perdido y el empuje que la hace modernizarse”.
Para Lazzari “hay una deuda por parte de los últimos Gobiernos en establecer una política patrimonial más clara”, a diferencia de otras ciudades argentinas como Rosario, a orillas del río Paraná, o Salta, en el norte andino, donde la coherencia de su edificación se ha preservado mejor. El historiador lamenta que el Consejo Asesor de Asuntos Patrimoniales, que debería analizar cada edificio, “no tiene los recursos para lograr hacer su tarea como corresponde”, pero no cree que todo lo que ha hecho la ciudad sea terrible. El relleno de la zona portuaria que hoy es Puerto Madero, que conjuga las edificaciones más ostentosas de la ciudad con grandes espacios habilitados al público, o la incorporación de algunos plafones ferroviarios abandonados son algunos ejemplos. “En esos casos, la incorporación de lo privado con una reserva importante para lo público me parece bastante sana en general”, dice.
“Nadie dice que no se construya”, aclara Sbarbati, actual secretario de Basta de Demoler. “Solo advertimos que no se está filtrando dónde se puede y dónde no”. La organización se ha convertido en uno de los grandes escollos del actual Gobierno de la ciudad, que en los últimos meses ha reabierto una demanda contra sus fundadores por su oposición a la construcción de una estación del subterráneo en una plaza del barrio de Recoleta declarada Área de Protección Histórica. La estación se terminó construyendo un par de calles más abajo, en los antiguos estacionamientos de la Facultad de Derecho.
“Nos asustó muchísimo al principio, pero le pusieron precio a nuestra trabajo. Algo habremos hecho para que reaccionen de esa manera”, afirma el Sbarbati, y defiende: “Nosotros solo buscamos que lo que está escrito como regulación sobre el patrimonio funcione. Y eso, evidentemente, toca muchos intereses”. Después define el gran problema: “Siempre hay plata para edificios de siete pisos, para torres, pero no para solucionar los problemas. Es todo para vender metros cuadrados que nadie en esta ciudad puede comprar”.
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