El elemento que fue registrado hace 200 años por un albañil que lo bautizó como su isla natal, busca un nuevo paradigma entre críticas por simbolizar la lógica capitalista
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El cemento Portland cumple 200 años. Fue registrado en 1824 por Joseph Aspdin, un albañil que lo bautizó así porque su característico color gris le recordaba al de su tierra, la isla inglesa del mismo nombre, en Dorset. Se trata de un conglomerante que, mezclado con arena, agua y fibras de acero, forma el hormigón. Esta piedra artificial, barata y moldeable es la que traza nuestro paisaje más cotidiano.
Porque hablamos de nebulosas inteligencias y de ondas digitales, pero por ahora aún vivimos inmersos en la Era del Cemento. Está en casa, en escuelas, hospitales y shoppings, en autopistas, en el metro, en estaciones de tren y aeropuertos. Es el material con el que se construyeron los sueños (y las pesadillas) de la civilización moderna, aunque en términos históricos nació hace apenas un instante: en el barrio de Trinitat Vella de Barcelona, el vecindario con poco más de 70 años aún recuerda cómo los primeros pisos se erigieron rodeados de viñas, higueras y olivos, y en la película Los Golfos, de Carlos Saura, nos asombramos al comprobar que en 1959 el embrión del madrileño barrio de Ciudad Lineal nacía ante un manto de tierra como único horizonte.
“El cemento es el segundo producto más empleado por los humanos después del agua. Por eso es importante conocerlo. Vemos rutas y edificios y pensamos que siempre estuvieron ahí, pero no es así”, explica Francisca Puertas Maroto, profesora de Investigación en el Instituto de Ciencias de la Construcción Eduardo Torroja, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
“La pasión por construir es algo inherente al ser civilizado”, asegura Valentín Alejándrez, director de la editorial Cinter. A lo largo de los siglos, ese afán constructor —a veces asombrosamente útil y productivo, a veces desquiciado— fue de la mano de materiales como el barro de arcilla mezclado con la paja, las piedras en bruto o talladas, el ladrillo de barro secado al sol, el cemento o el hierro, hasta llegar al hormigón, al hormigón armado, al pretensado o los nuevos hormigones reforzados con fibras.
En España, una de las primeras construcciones con hormigón fue el Faro de Chipiona, de 1867, uno de los proyectos más fastuosos es la Sagrada Familia y el primer gran rascacielos edificado con ese material fue el de Telefónica en Madrid, hacia finales de la década de los veinte del siglo pasado.
De la calzada romana a “Huevos de oro”
Los primeros grandes ingenieros fueron los romanos, y la expansión de su imperio les llevó “a construir calzadas, puentes, acueductos para abastecer de agua a las grandes poblaciones, presas, templos, edificios gubernamentales, coliseos para el entretenimiento de las masas”, apunta Alejándrez.
Siglos más tarde, la revolución industrial trajo la necesidad de espacios gigantes para procesar y almacenar productos. “En poco tiempo se infraestructuró el territorio, por así decirlo. El creciente uso del ferrocarril para mover material, mercancías y personas llevó a hacer puentes, túneles, puertos comerciales mucho más grandes. Y como el material tenía ciertas limitaciones, se investigó para mejorarlo hasta dar con el cemento Portland”, explica explica João Mascarenhas-Mateus, autor de Changing Cultures European Perspectives on the History of Portland Cement and Reinforced Concrete, 19th and 20th Centuries (Culturas cambiantes. Perspectivas europeas sobre la historia del cemento portland y del hormigón armado en los siglos XIX y XX, Routledge, 2023).
Con la rápida expansión de la variedad Portland llegó la cementización del mundo, un paisaje cultural inédito hasta entonces, alimentado por nuevas estructuras económicas, políticas y sociales que, a su vez, crearon nuevos estudios, profesiones y leyes.
En España, durante décadas, ser arquitecto fue lo más, la compra-venta de terrenos para construir eran fuente de riqueza y negocio seguro, y la corrupción y los pelotazos en el campo de la construcción se aliaron con la política local, provincial o nacional. Ante las sucesivas crisis de la vivienda, los pisos hechos con el material más barato para los que cobran poco o casi nada llegaron a ser incluso objeto de trueque. Lo explica el politólogo Julio Embid en su libro Hijos del hormigón (Ediciones La Lluvia, 2016) quién, paseando por Usera encontró un anuncio que decía “cedo piso al final de la calle de Antonio López a cambio de poder trabajar de manera estable”.
También lo subrayó Bigas Luna en “Huevos de oro”: la loca, loca, loca fiebre por construir sin pensamiento detrás crea monstruos. Levantar el rascacielos más alto —o vivir en él— fue el húmedo sueño de no pocos hombres, aquí y en Pekín. Una trasnochada aspiración que sigue siendo real, por ejemplo, en Shanghái: desde el año 2000 esta metrópolis asiática suma más rascacielos que todos los existentes en la ciudad de Nueva York desde que se erigió el edificio Flatiron en 1902.
Pero nada dura para siempre. “Hemos hormigoneado demasiado nuestro territorio, nuestra naturaleza, nuestro paisaje”, subraya Mascarenhas-Mateus, investigador del centro de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad de Lisboa. “La cultura de la construcción cambia cuando la dimensión, el contexto y los objetivos de una sociedad van transformándose. Y ahora estamos en un punto de inflexión”, apunta.
Freno a la máquina
Cada vez hay más voces que denuncian el abuso de este material por su papel en el calentamiento global.
La producción de cemento representa por sí sola hasta el 7% de las emisiones mundiales de CO2, lo que es “más que todas las emisiones de la Unión Europea o India, justo por detrás de las de China y Estados Unidos”, detalló a la agencia France Presse Valerie Masson-Delmotte, colaboradora clave del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU. Según el Acuerdo sobre el clima celebrado en París en 2015, la industria mundial del hormigón debe reducir sus emisiones en un 16 % para 2030 y en un 100 % para 2050.
“Debemos parar la catástrofe antes de que sea tarde”, explicó Viktor Kossakovsky, director de cine ruso, durante la presentación de Architecton, el pasado abril en Barcelona. En su documental, Kossakovsky denuncia el abuso de las prácticas de construcción insostenibles, apuntando a reaprender de las obras de otros siglos, más habitables y livianas con respecto al medio ambiente.
Hay que cambiar de tercio. “El hormigón encarna la lógica capitalista. Es el lado concreto de la abstracción mercantil. Como ella, anula todas las diferencias y es más o menos siempre lo mismo. Producido de forma industrial y en cantidades astronómicas, con consecuencias ecológicas y sanitarias desastrosas, extendió su dominio por el mundo entero, asesinando las arquitecturas tradicionales y homogeneizando todos los lugares con su presencia”, escribe Anselm Jappé en Hormigón. Arma de construcción masiva (Lasal Books, 2021).
Es como una gran máquina que va a demasiada velocidad: hay que frenarla y reconducirla para hacerla menos destructiva. “Estamos en el inicio de una gran transformación. Vamos hacia un cambio de paradigma, pero nos falta un nuevo material para esta nueva cultura constructiva”, advierte Mascarenhas-Mateus.
Se está repensando el concepto de construcción, fomentando la incursión en la economía circular, el reciclaje, la rehabilitación de edificios, y también investigando posibles formas de descarbonización de los materiales. “Hay que reducir el elevado consumo de energía y la huella de carbono asociada a la producción de los materiales de construcción y a las construcciones en general”, señala Puertas Maroto, autora de Cementos y hormigones, la transformación de este material en sostenible es uno de sus mayores retos.
“Es necesario que las normativas de edificación incorporen la utilización de estos materiales, no de manera general, pero sí en los supuestos en que es asumible un cambio en las características técnicas del hormigón”, dice Alejándrez.
El paradigma de hace 200 años, lo considerado moderno entonces, está anticuado. Son como esas torres infinitas de cemento, de apariencia novísima y ya obsoletas. Como el rascacielos Liebian en Guiyang (China), que incluye la cascada artificial más alta del mundo que cae desde el último piso. Una cascada en un edificio: un loco espectáculo arquitectónico de 108 metros de altura que cuesta 76 euros a la hora solo en electricidad.
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