En pandemia, cerca de 3000 familias levantaron una “mini ciudad” de manera ilegal al sur de Santiago, el asentamiento más grande del país; el déficit habitacional ya afecta al 10% de la población
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En el invierno de 2020, el 13 de julio, Inés Fuentes salió corriendo descalza de su casa alquilada para no volver. La precariedad le metía prisa. Un grupo de vecinos se había organizado para ocupar de manera ilegal los terrenos privados del otro lado de su calle en un barrio popular de Cerrillos (Santiago de Chile). Fuentes, de 54 años y madre soltera de cinco hijos, destinaba la mitad de su salario al alquiler (250 dólares). Por eso no dejó escapar la “oportunidad”. Agarró cuatro palos y delimitó un cuadrado sobre el basural de residuos inertes. Por la noche levantó una carpa y encendió una fogata con su nueva comunidad. Esa madrugada se juntaron 80 familias. Tres días después, ya eran 300. Al cabo de un mes, 1500. “Los haitianos llegaban como hormigas”, recuerda la mujer en el salón de su casa de 49 metros cuadrados construida con palets.
Fuentes es una de las dirigentas de la toma (categoría que recibe un asentamiento antes de que el Gobierno publique un catastro formal), en la que hoy viven entre 8000 y 10.000 personas, unas 3000 familias, según el catastro de 2020-2021 de la Fundación Techo Chile, conformando la ocupación ilegal más grande de Chile.
El país, de 19 millones de habitantes, unas 600.000 familias no tienen acceso a una vivienda digna, lo que afecta a más de dos millones de personas. De esas familias, 80.000 viven en campamentos, la cifra más alta desde 1996. Un 30% de ellas son migrantes, un poco más del doble que hace una década. “Los campamentos son la punta del iceberg”, afirma Sebastián Bowen, director ejecutivo de Déficit Cero, una iniciativa que pretende eliminar el déficit habitacional en Chile para el 2030. “Son muchas las familias que viven de allegadas, hacinadas...”, sostiene. “Esto se suma a una desconfianza hacia las instituciones para que resuelvan el problema, así que lo hacen por sus propios medios”, agrega.
La toma Nuevo Amanecer se conoce como “la mini ciudad del 10%” desde un encuentro sobre el tema organizado por la Fundación de Centro de Estudios Públicos (CEP). Para varios efectos, lo es. Dentro de las 11 hectáreas sin asfaltar aparecen ferreterías, peluquerías, restaurantes de distintas nacionalidades (la población de migrantes oscila entre un 70% y un 80%). También hay delincuencia. Unos han aprovechado para vender los terrenos que ocuparon, e incluso casas construidas, por hasta US$2500, cuentan los pobladores.
Niños en riesgo
La alcaldesa de Cerrillos, Lorena Facuse explica que, cuando asumió el cargo en mayo del año pasado, había prostíbulos y discotecas clandestinas. En coordinación con la subsecretaría de la prevención del delito las han logrado controlar, “pero todavía hay lugares nocturnos donde existe tráfico de droga y de armas”. Facuse confía en que, una vez que la toma pase a categoría de campamento en las próximas semanas, el Gobierno de Gabriel Boric ofrezca soluciones de servicios básicos más seguras. “Considerando que la toma estará ahí al menos una década debido a su extensión, deben tener conexión eléctrica. Si ocurre algún incendio van a morir cientos de personas, entre ellos niños y niñas”, alerta.
Lo del “10%” responde a que el grueso de los pobladores levantaron las casas con los retiros del 10% de sus ahorros para la jubilación, una cuestionada medida por su impacto económico aprobada por el Congreso con el objetivo de aliviar los bolsillos de las familias en pandemia. Con el primer retiro, Fuentes forró su casa; con el segundo, mejoró el techo; y con el tercero, consiguió un crédito para comprar un coche. La dirigenta no teme quedarse sin fondos cuando se jubile: “Si vivo hasta vieja, espero que mis hijos, por los que me saqué la mugre para educarlos, me ayuden”. Los cinco son profesionales y tienen casa propia.
El acceso a ese dinero extra de las pensiones hace que la toma Nuevo Amanecer no sea como el común de los asentamientos chilenos. Entre las cientos de casas se ven edificaciones de cemento, ladrillo o buena madera. Varias tienen dos pisos y un porche delante. La compañía eléctrica Enel puso un empalme eléctrico que permite que la mayoría de las viviendas accedan (de manera inestable) a luz eléctrica. La inmensa población ha extendido el cableado de forma irregular, propiciando los incendios. Los vecinos también crearon un sistema ilegal para acceder al agua -que se agota los fines de semana- y en los baños cuentan con fosas sépticas.
Uno de los pilares para la organización de los pobladores es el artista Tomás Ives, de 41 años, que ejerce de secretario del asentamiento. “Estructuralmente, no cumple con la expectativa que tiene la élite de lo que debe ser una toma. No son cuatro palitos con un techo de zinc. Es una toma de gente que trabaja y que incluso gana más que el salario mínimo (US$430), pero que, debido a una falla sistemática de la política habitacional, aunque trabaje, aunque cotice, se ve obligada a vivir en una toma”, sostiene.
Para hacer frente a esta crisis, el nuevo ministro de Vivienda y Urbanismo (Minvu), Carlos Montes, anunció la primera semana de abril en el Congreso un Plan de Emergencia Habitacional, que tiene como objetivo la construcción de 260.000 viviendas en los cuatro años de Administración. Bowen comparte el diagnóstico oficial sobre la crisis, pero remarca que “no se puede enfrentar el problema haciendo más de lo mismo, aunque se haga más rápido”.
El Estado ofrece una serie de subsidios habitacionales dependiendo de los ingresos y la composición familiar, entre otros factores. En los últimos cinco años, ha entregado entre 20.000 a 30.000 subsidios anuales por un total de US$30 millones para una vivienda nueva, según cifras del Minvu. Sus receptores están en el 40% más vulnerable de la población.
“Tenemos una política habitacional que es el subsidio a la demanda para la vivienda. Eso no da abasto”, afirma Bowen. El exdirector de Techo Chile considera que este sistema debe complementarse con medidas que fomenten el arriendo, la autoconstrucción y la micro densificación. Dentro de las prioridades, plantea generar política de vivienda transitoria para evitar que quienes no obtienen un subsidio vean como única salida la informalidad.
Pamela Santisteban, peruana, de 33 años, camina por los pasajes de la toma mientras saluda de nombre a casi todos los que se encuentra: haitianos, dominicanos, colombianos... Entre el ruido de las nuevas construcciones y de los camiones que ofertan galones de gas, comenta que antes vivía con otras seis personas en un “mini espacio”. Ella era la única que trabajaba: ganaba US$280 al mes y el alquiler era US$300. “No me daban los números, así que me tuve que venir con mi madre y mis hijas aquí”. Le cobraron US$600 por cada terreno (compró dos; su madre vive en la casa de al lado).
En los últimos tres años, que incluyen las revueltas sociales de 2019 y la pandemia, casi se ha duplicado el número de campamentos. El aumento de la demanda habitacional, impulsada en gran parte por el alza del flujo migratorio, y el incremento de la inversión en viviendas, que ha provocado una subida en el precio del suelo, ha echado por aire “el sueño de la casa propia” de las familias más vulnerables, un anhelo muy arraigado en la cultura chilena. Con la inflación escalando a paso firme (9,4%), el crédito hipotecario al alza, y un mercado laboral resentido, las proyecciones indican que la población sin casa continuará creciendo.
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