¿Y si, al final, Alberto Fernández empieza a gobernar?
La realidad que espera al Presidente a su regreso no es mejor, sino peor, que la que dejó a su partida
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Un paréntesis de alfombras rojas, salones dorados, pleitesía y promesas de inversiones. Constantes de los viajes presidenciales. Analgésicos mientras la realidad local, siempre en movimiento descendente, espera al presidente de turno con todos sus problemas. Viejos y nuevos. Las fotos se repiten a lo largo de las gestiones. Pero esta vez (como otras) en el Gobierno dicen que Alberto Fernández no será el mismo que el que partió cuando todavía resonaban en sus oídos el portazo de Máximo Kirchner y el silencio de Cristina.
El preacuerdo con el FMI que precipitó la nueva (pero seguramente no la última) crisis de la coalición oficialista, la consecuente renuncia del hijo bipresidencial a la jefatura del bloque frentetodista y los resultados de la gira por Rusia y China (de concreción mediata, en el mejor de los casos) renovaron y empoderaron a Alberto Fernández, dicen en su entorno. Otra vez vuelve a escucharse el oratorio que cada tanto ensaya entusiasta el coro (de cámara) presidencial, titulado: “Empieza el gobierno de Alberto”. Ahora renovado con un canon circular que reza: “Lo veremos tomando decisiones. Aleluya. Aleluya”.
Los voceros e intérpretes presidenciales sostienen sus pronósticos en charlas mantenidas con su jefe tanto como en señales más difusas y en antecedentes que recortan a medida, para hacerlos encajar en el rompecabezas siempre por armar de la zigzagueante conducción albertista.
Aunque no se descarta algún cambio (y no inmediato) en el gabinete, en segundas líneas de ministerios y en organismos dependientes del Poder Ejecutivo, las promesas de novedades se centran en la toma de decisiones. En el contenido y en las formas.
“Siempre que hubo conflictos, Alberto reaccionó e hizo cambios tanto en la manera de relacionarse con el resto de los socios (incluidos Cristina y Máximo) como en la composición de su equipo. Ahora será igual, pero más acentuado. No le queda otra y sabe que entró en tiempo de descuento. Solo tiene que terminar de cerrar lo del Fondo”, dice, con la fe de los necesitados y la benevolencia de los acólitos, un alto funcionario. Es uno de los que se autodefinen “albertistas funcionales”, una forma de diferenciarse de los “albertistas orgánicos”, que componen la mesa de amigos y colaboradores más antiguos del Presidente. La teoría de los conjuntos obligada a ingresar en la categoría de los subsubconjuntos. Otro ejemplo de la creciente fragmentación de los polos.
Esa interpretación prospectiva parte de una edulcorada construcción que dice que, por ejemplo, en la crisis que sobrevino a la derrota en la PASO Fernández, más que ceder a las demandas del cristicamporismo, no entregó a los suyos, sino que aprovechó para mover a los que ya no quería. Algunos propios deberían revisar su horóscopo.
La exégesis de conveniencia explica la idiosincrasia del albertismo tanto como las expectativas y el ánimo que por estas horas rondan en el equipo de funcionarios fieles obligados a cuidar la retaguardia local. La realidad y las evidencias suelen sucumbir ante las creencias. Aunque la fe no mueva montañas.
“La reacción de Máximo y el silencio de Cristina le dan más centralidad a Alberto. Y si ella y su hijo tienen que expresar sus críticas, incomodidades y diferencias por carta, no hacen más que demostrar que el que decide es el Presidente y que ellos se quejan, pero no se van”, desafían desde uno de los pocos ministerios donde el albertismo no está obligado a la negociación permanente con delegados del Instituto Patria ni de La Cámpora, pero que no es ajeno a las tensiones estructurales.
Los dueños de esas voces son los que por estas horas se dedican a tratar de reparar la descosida red que contiene al Frente de Todos, al tiempo que se ocupan de alimentar el empoderamiento presidencial.
Ni rompen ni arreglan
La conclusión de la primera semana de gestiones reparatorias es clara: nadie quiere ser culpable de romper, porque nadie tiene certezas de ganar nada y a todos les sobran temores de perder. A Fernández, con el cuestionado preacuerdo, y al cristicamporismo, con sus planteos, frente a una opinión pública que mayoritariamente apoyaba un entendimiento. Pasos de baile de un ballet de ciegos que se intuyen y se desconfían. Y se entregan a la fuerza de los hechos para obtener respuestas y dirimir razones. Hasta acá llegaron. No pueden aspirar a más ni forzar más. Hasta la próxima encrucijada. Aun a riesgo de que los hechos no le den razón ni premio a ninguno y los castigue a todos. La realidad que espera al Presidente a su regreso no es mejor, sino peor, que la que dejó a su partida.
De todas maneras, en ese mar de incertidumbre y debates no saldados, parecen sentirse más cómodos Fernández y los suyos para exasperación de sus desafiantes internos. Tanto como para que el ala albertista minimice la debilidad política que le habrían generado al Gobierno la lapidaria carta maximista y los “matices” cristinistas respecto de la negociación con el Fondo y las consecuencias que este tendrá para lo que queda de este mandato. Y más allá.
“Si hasta Lilita Carrió dice que hay que apoyar el acuerdo lo que queda expuesto es la fragilidad del Gobierno y la irresponsabilidad de los que lo combaten desde adentro. Pero el Congreso finalmente va a aprobar el acuerdo y eso nos va a dar el plafón necesario para tomar las medidas que hagan falta, aunque puedan tener algún costo político”, argumenta un funcionario decididamente enrolado con el Presidente que debió tragarse la ira contra el líder de La Cámpora para cultivar la paciencia y el diálogo con algunos de los camporistas más conspicuos. Debilidades que sueñan con convertir en fortalezas para abrir paso al gran interrogante: ¿y si Fernández empieza, al fin, a gobernar? Ser o no ser.
En esa pregunta se concentran todas las incógnitas. Al regreso, al Presidente lo aguardan las obligaciones que emanan del acuerdo con el FMI y los desajustes en las relaciones internacionales que dejó su gira oriental. También los desafíos, los desequilibrios y la crítica situación macro y microeconómica, como la inflación, o los conflictos con la Justicia y el flagelo de la inseguridad y la violencia.
Rosario siempre estuvo cerca
Y ni hablar de la urgencia por afrontar la tragedia del narcotráfico y su correlato, las adicciones, que la semana pasada expuso sin disimulo posible la hondura del problema y el grado de deterioro social e institucional del país. Las peores y las elocuentes caras de un país que hace 40 años que retrocede. “Rosario siempre estuvo cerca”, cantaba Fito Páez. Y nadie se dio por aludido. O, peor, muchos que debían preservar la salud y la vida de la población habilitaron miles de ruletas rusas y proveyeron las pistolas y las balas. O no intentaron siquiera impedirlo.
A la luz de los hechos y del drama, resulta más que deseable que la convivencia en estos días de viaje entre Fernández y el ahora aparentemente racional Axel Kicillof sirviera no solo para acomodar el agrietado frente interno, acercar posiciones y horadar el bando de los críticos al arreglo con el FMI y otras decisiones presidenciales. La sociedad siempre demanda que sus mandatarios resuelvan los problemas que los desvelan en la vida cotidiana. Más que nunca.
El intercambio de chicanas, descalificaciones y culpas entre los ministros de Seguridad de la Nación y de la provincia de Buenos Aires en medio de la matanza con la droga envenenada es un show del horror, que solo muestra insensibilidad, lejanía e ineptitud. Lo mínimo que espera la ciudadanía es que Fernández y Kicillof bajen a tierra ellos y que pongan en su sitio a Aníbal Fernández y Sergio Berni.
Resulta demasiado difícil imaginar que el Presidente y el gobernador puedan, quieran o sepan hacer algo con un azote mundial como son las adicciones y el narcotráfico si no logran ordenar (o callar) siquiera a los funcionarios responsables de llevar seguridad y tranquilidad a una ciudadanía golpeada y angustiada. Podría haber novedades. La reorganización a la que está obligado el oficialismo, tras la última ola de desastres, es vista como una oportunidad para revisar funciones, funcionamientos y funcionarios.
Los antecedentes de conflictos entre Fernández y el cristicamporismo hasta acá han mostrado que a cada avance le sigue un retroceso para obturar la sangría y siempre volver a empezar. ¿Esta vez será distinto, como dicen los albertistas?
La pregunta atraviesa a sindicalistas, gobernadores e intendentes oficialistas, que ven de cerca pero no de adentro los combates que se libran en la cima del Frente de Todos y están obligados a discutir problemas y buscar soluciones con delegados de las dos fracciones en pugna.
El jefe de Gabinete, Juan Manzur, y el ministro del Interior, Eduardo (ex Wadito) De Pedro, son sus habituales interlocutores, para su desconcierto. Aunque en el albertismo dicen que Manzur gana terreno en ese plano y que De Pedro, golpeado por la renuncia inconclusa de septiembre y el portazo de su jefe máximo, está alineado por necesidad y racionalidad. Conclusiones de las últimas conversaciones.
Los mandatarios provinciales prefieren mirar de lejos y, también, hacer silencio. No, precisamente, porque concuerden con la hermética vicepresidenta.
Esperan que el Presidente deje de practicar el kung fu, que los desconcierta con sus tácticas defensivas y la pretensión de usar en su favor el ímpetu adversario. Ellos también dudan y se preguntan: “¿Finalmente Alberto va a empezar a gobernar?”. Ver para creer.
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