Viajé 5.793 kilómetros en el Tren Transiberiano
Una crónica íntima en el legendario tren que une Rusia, Mongolia y China: un ferrocarril que lleva más de un siglo en las vías y que se ha convertido en un destino en sí mismo.
Los abedules, árboles de troncos pálidos y flacos, brillan en la noche. La luna apenas los ilumina, pero sus ramas parecen fosforescentes.
– En ruso, se llaman “berioza” –me dice Zina.
Es mi compañera de viaje entre Ekaterimburgo y Omsk. Son 947 kilómetros en los que dejamos atrás la última ciudad europea y nos internamos en Siberia. Viajamos, a lo largo de una noche, en el Tren Transiberiano, el coloso de hierro que atraviesa Rusia y que llega hasta Mongolia y aún más allá, hasta China. El tren que atraviesa siete husos horarios y que hace el recorrido más largo del mundo.
Zina es una chica tímida, de expresión serena. Estudia Geografía. Vive en Omsk, en la zona central de Rusia, cerca de la frontera con Kazajistán; de hecho se crio en Kazajistán, en una ciudad llamada Petropavl. Se le ilumina la cara cuando le pregunto cómo es Petropavl. Dice que es tranquilo: un lugar con árboles y cielo. Dice algunas palabras en kazako. Se olvida otras. Se avergüenza. Se ofrece entonces a hacer té y se va al fondo del vagón, adonde hay un samovar con agua caliente, como en cada uno de los vagones del Tren Transiberiano.
Cuando después de unos minutos vuelve con dos tazas humeantes, Zina me cuenta que su abuela fue profesora de Geografía, como ella quisiera ser en poco tiempo; que su padre dio clases de Geografía e Historia, y que su madre enseñó Lengua Rusa. Su novio estudia Inglés y Alemán.
Sé esto de Zina y no mucho más. Sé, de ella, lo que se puede saber de alguien en 947 kilómetros.
Este es el tren 092. Viajo en el vagón 10. La litera 27. El Tren Transiberiano, conocido como el Transib, no es un solo tren ni hay un solo ticket: al contrario, se trata de una vía central que va hacia el Este y de la que se desprenden unos cuantos ramales. El camino principal avanza 9.288 kilómetros –y atraviesa algunos de los sitios más inhóspitos del planeta– hasta Vladivostok, el gran puerto ruso en el océano Pacífico. Ahí la aventura continúa con una vía secundaria hacia Pyongyang, en Corea del Norte. Otro ramal, conocido como Transmanchuriano, se desprende e ingresa a China para terminar en Pekín. El último, el Transmongoliano, que también llega hasta Pekín, cruza Mongolia.
La ruta es una colección de imágenes inolvidables y el interior del país ruso puede leerse como una lenta consecuencia de culturas: la eslava, la tártara, la siberiana y la buratiana se aprecian diferentes a simple vista, a simple gusto. Moscú, Kazan, Ekaterimburgo, Omsk, Krasnoyarsk, Irkutsk (con su imponente Lago Baikal) y Ulan-Ude son algunas de las paradas más admirables del Tren. Ulaanbaatar y Pekín aparecen más allá, como dos intensos epílogos.
Voy en un coche platskartny: la tercera clase. Muy diferente a esa primera al estilo del Orient Express de Agatha Christie. La única clase donde los rusos son amistosos desde el primer minuto. En un vagón con 54 literas ordenadas sin puertas ni divisiones, con un solo enchufe y sin wi-fi, viajan familias, trabajadores y soldados. Casi no hay extranjeros y cuando yo, que llevo un libro de conversación ruso-español, digo “Ya iz argentiny”, comienzan charlas accidentadas pero sorprendentemente largas.
Ante la melodía simple y nostálgica del tren, hablamos, por igual, de tonterías y de cosas trascendentes, y jugamos al ajedrez y compartimos sándwiches. Aunque uno de los consejos más repetidos que escuché fue: “No aceptes vodka de extraños en el tren”, tomo, obligo y brindo. Luego, en el último de los viajes que hago en el Transiberiano, soy yo mismo quien lleva un vodka casero –obsequio de un muzhik de Irkutsk– y lo ofrezco a los extraños.
El Tren Transiberiano fue imaginado a fines del siglo XIX, bajo el gobierno del Zar Alejandro III, para unir San Petersburgo y Moscú con Siberia –una región gigantesca, rica en recursos– y la costa del Pacífico. En 1891, unos 90.000 obreros, soldados y presos comenzaron con el trabajo de echar vías, talar árboles, cavar túneles y construir puentes, que concluirían 25 años más tarde.
La cimentación de la vía hacia Vladivostok costó unos 330 millones de rublos, equivalentes a unos 7.000 millones de dólares actuales. Era demasiado para un imperio que estaba a punto de desaparecer, pero China se expandía en el sur y, aunque la mitad del territorio ruso estaba casi vacío, el Zar no podía quedarse de brazos cruzados. El tren se inauguró en 1916 y para entonces una guerra con Japón, en 1904 y 1905, había servido como un temprano ensayo para la utilidad ferroviaria.
Con el paso del tiempo, unas cuatro millones de personas llegaron a Siberia desde el occidente para trabajar en las nuevas estaciones y en la naciente infraestructura de una nueva estepa. Rusia había construido al Tren Transiberiano, y luego el Tren Transiberiano construía a Rusia.
Ahora Anton, uno de mis vecinos de litera, no puede creer que yo sea argentino y que esté viajando en el Tren Transiberiano. Zina, que hace de intérprete, nos ayuda a entendernos. Ya son más de las diez de la noche y las luces del tren se han apagado. Nos iluminamos con nuestros teléfonos celulares: esta repentina intimidad se parece a la de un fogón. Anton trabaja en un puerto fluvial procesando pescado. Me cuenta acerca de su pueblo, Ust-Ilimsk, adonde funciona una represa hidroeléctrica. La ciudad grande más cercana, Irkutsk, está a 650 kilómetros.
– Sólo algunas horas de viaje –dice, acostumbrado a las descomunales dimensiones rusas.
Anton no deja de sorprenderse conmigo. Tiene 31 años, pero parece un niño entusiasta que pregunta y pregunta. Nunca ha visto a un argentino ni tampoco a un americano. Me regala una bolsa de cerezas. Hablamos de muchas cosas, pero antes que nada hablamos de Rusia. ¿Me gusta el país? ¿Me gusta la comida? ¿Cuántos rusos famosos puedo mencionar? ¿He hablado con la gente? ¿Viajo cómodo en el tren? ¿Me gusta Putin?
– Es un gran hombre –responde sin esperar mi palabra, con la mirada perdida en la noche a través de la ventanilla.– Putin es un gran hombre…
Luego vuelve y, divertido con esto de que yo sea periodista, me pide que lo entreviste. Aunque ya algunos roncan, Anton no quiere irse a dormir.
"Un tren no es un vehículo. Un tren es parte del país. Es un lugar", anotó Paul Theroux, uno de los grandes escritores viajeros. En 1973, David Bowie decidió, luego de terminar los shows en Japón del Ziggy Stardust Tour, regresar a Moscú en el Tren Transiberiano desde Vladivostok. La misma ruta ferroviaria eligió Aleksandr Solzhenitsyn, el Premio Nobel de Literatura y autor de Archipiélago Gulag, para volver épicamente a la capital rusa en 1994 luego de un prolongado exilio. La historia del bailarín Rudolf Nureyev es más primaria: el futuro desertor soviético nació en un vagón del Transiberiano, en pleno viaje y cerca de Irkutsk. Era 1938 y su madre se dirigía a Vladivostok para visitar al padre, un oficial del Ejército Rojo. Vladimir Ilich Lenin (que había usado un primitivo Transiberiano para marchar al exilio) lo definió como un ferrocarril “grande, no sólo por su longitud, sino también por el saqueo irrestricto del tesoro [natural] por parte de los contratistas y la explotación ilimitada de los trabajadores que lo construyeron”. Todos ellos viajaron rodeados de anónimos, y nunca sabremos cómo se llamaban estos.
Entrevista a un hombre común
[en el Tren Transiberiano]
– Anton, cuénteme: ¿Por qué está usted en este tren?
– Estoy yendo a Irkutsk. Ahí hay fábricas y tengo amigos. Quiero buscar trabajo.
– ¿No le cansan tantas horas en el tren?
– Normal…
– ¿En qué quiere trabajar?
– En el puerto. Procesando la pesca. Es un trabajo bien pago.
– ¿Y su mujer?
– Ahora estoy soltero.
– ¿Separado?
– Sí. Hace un mes. Descubrimos que éramos diferentes, pero aun así estuvimos dos años juntos. Ella se llamaba Nastia.
– ¿Dónde abordó el tren?
– En Ekaterimburgo. Estoy viviendo ahí desde hace algún un tiempo. Trabajo en el puerto, también, procesando el pescado.
– ¿Huele fuerte todo ese pescado?
– No es un problema…
– ¿Cuál fue el lugar más extraño al que alguna vez fue?
– El Lago Baikal.
– ¿Por qué?
– Lo sabrá cuando llegue. Lo verá con sus propios ojos.
– Spasiba.
Viajo en el Tren Transiberiano en siete tramos, a lo largo de 5.793 kilómetros, y alcanzo latitudes situadas mucho más allá de Rusia. Llego a estar 28 horas abordo. En el camino –o, mejor: en los vagones– conozco a tres parejas de argentinos (Natalia y Juan, que no tienen Facebook pero narran su viaje en Instagram; Pablo y Verónica, sanjuaninos de luna de miel; y Silvina y Andrés, de vacaciones); a John, un cantonés new rich que prueba delante de mí su primer plato de borsht (y no le gusta); a Slava y a Igor, dos entrenadores de boxeo que se emborrachan felizmente para pasar el tiempo en el viaje; a Maxim, un estudiante enamorado; a un hombre místico que, en un tramo de 20 horas, me hace una sola pregunta: “Mr. Tourist, do you believe in God?” (“Señor Turista, ¿usted cree en Dios?”); a otro Slava, que administra un bar en Krasnoyarsk; a una rusa que da clases de surf en Bali; a Øyvind, un ingeniero noruego que a los 52 años se pregunta si es mejor vivir el presente o planificar el futuro; y a mucha otra gente que es buena compañía.
Conozco también a una española, a quien llamaré María, que decide viajar en el tren durante miles de kilómetros sin bajarse: tres días y tres noches rodando en el Transiberiano. María es una chica rubia, simpática y aventurera, que dejó España y a los treinta y pico vive en un país exótico, y en estas vacaciones encuentra en la litera de al lado a un ruso al que llamaremos Pavel.
Cuando ella llega con sus maletas, él la mira fijo, muy fijo: fijo de un modo casi maleducado. (Según entenderá ella más tarde, así miran los rusos a una mujer cuando la quieren seducir). A pesar de esa mirada que a ella le resulta un poco incómoda, él se porta gentilmente y le explica a dónde tiene que poner el equipaje, y le enseña su litera. Le ofrece un té en los siguientes minutos y le habla en una lengua graciosa e impura en las siguientes dos horas. Más allá del mal idioma, es cordial. María se da cuenta de que ha tenido suerte.
La charla es larga, aunque se entienden de un modo extraño, y después de un buen rato, cuando ya los abedules resplandecen en la noche, María no entiende por qué, si todo es tan evidente y las palabras sobran en la vía monótona, Pavel aún no la ha besado.
Al final es ella quien lo busca. Embriagada con varias tazas de té negro hirviente y con el idioma en cirílico, abstraída con los ojos azules del galán eslavo y el contacto misterioso, ni siquiera recordará bien cómo es ese primer beso. Pero, como afirman los chinos: es.
“Y entonces, pues, nos liamos: a partir de ahí, ya nos hemos estado liando los tres días que yo estuve en el tren”, me contará.
Le preguntaré qué significa exactamente eso de “liarse”. Me dirá que recorrieron Siberia como dos adolescentes enamorados, refugiándose juntos en el baño del vagón platskartny mientras los demás pasajeros jugaban a las cartas y brindaban con vasos de aguardiente. Durmiendo juntos, en una litera angosta. Besándose en el último vagón, ante un horizonte que se les escapaba inevitablemente. Compartiendo la comida. Tomándose selfies en paradas de 15 minutos en estaciones de nombres impronunciables. Son tres días en tren y de repente María no quiere que se acaben nunca.
Pero en el último trecho aparece, surgido de la estepa y con una guía Lonely Planet en una mano y un billete en la otra (que indica que su litera está justo arriba de la de María), Stefano, un italiano sonriente y con dreadlocks: pura energía mediterránea que desemboca, naturalmente, en la chica española. Pavel no lo tolera. Quizás piensa que Rusia no ha construido el Tren Transiberiano para que un italiano con dreadlocks se pase de listo. Durante las horas siguientes, Pavel se convierte en un tipo mudo, celoso e irritable.
Cuando el viaje de María se acaba, él –que continuará algunos kilómetros más– la acompaña a bajar sus valijas y se las carga hasta la salida de la estación. “¿Lo habrá hecho para que no me vaya con Stefano?”, me preguntará María, a la vez que se lamentará de que “una rusa súper guapa” tomara su lugar en el vagón, y de que, cuando se la cruzara, Pavel la mirara (y María todavía no decidirá si él lo ha hecho con la misma seriedad seductora con la que antes la había observado a ella, o si fue, en cambio, con algo de fastidio). Él le lleva las valijas, se asegura de que el italiano se haya ido y vuelve corriendo para no perder el viaje.
Luego del tren, la española y el ruso siguen en contacto: líneas chat y algunas llamadas telefónicas. Arrebato, seducción y desorden idiomático. Ella se hospeda por unos días en un hotel sencillo y hace excursiones en paisajes de postal rusa. Él regresa a casa, adonde lo espera su hija, una niña (nunca sabremos si aún está casado o si se divorció). Tienen pocos días si quieren volver a verse antes de que ella deje Rusia, pero sus idiosincrasias y sus lenguajes los confunden. Él usa el traductor automático de Google y un día le escribe: “Pensaba que habías cantado hasta el 10 en el hotel quizás”. A lo que ella intenta responder algo coherente: “Sí, estoy hasta el día 10 en el hotel”.
El calendario corre y hablan como pueden, con emojis y esas cosas, pero al final ella se sube a un avión, vuelve al país exótico en el que vive y ya nunca más se ven.
Con el paso del tiempo, María se da cuenta de que ese hombre extraño de Siberia le sigue gustando “mogollón”. Hace poco, y desde lejos, él le dijo: “Yo no me he olvidado de ti”.
Ella me escribió: “Son curiosos los sentimientos que puedes llegar a tener por una persona a la que conoces tres días en un tren”.
Cuando amanece y me despierto, mi tren ya está cerca de Omsk. Anton ordena las sábanas, que pronto va a devolver al guardia de abordo, y ya no vuelve a dirigirme la palabra. La entrevista de la noche anterior parece un sueño.
Zina, que está sentada en su litera, a unos metros de la mía, me saluda con una pequeña sonrisa. Una vecina le ofrece una banana y ella la acepta, gustosa. Y va a comérsela cuando, antes de quitarle la cáscara, se detiene y me la ofrece. El gesto es de pura hospitalidad siberiana. Le digo que no, amablemente. Me ofrece un té. Le digo que no, de nuevo. Interviene el vecino del compartimento de al lado, que me dice que cómo que no, que no debo comer tan poco.
La vida sigue, aun en el Tren.
Los bosques ocupan casi la mitad del suelo ruso, y aquí, en el medio de Siberia, aparecen como una imagen incesante a través de las ventanillas. Todos miramos, hipnotizados, el espectáculo de la naturaleza. Cada tanto, pasa también, fugazmente, algún pueblo de casas de madera. La imagen se funde con el repiqueteo monótono del tren en un pequeño fragmento de nuestras vidas que, con los colores rojizos de la mañana, parece de cine. He aprendido a decir: “Krasiva Siberia”.
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