La historia aflora a cada paso y todo es tan parecido y tan diferente al mismo tiempo que suponen un desafío para un periodista argentino en busca de retratar lo que pasa hoy en las islas
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PUERTO ARGENTINO.- No es, ni por lo lejos, la cobertura especial más complicada que afronté en todos estos años en el oficio. Ni tampoco la más difícil. Pero sí la más ardua desde un flanco que jamás imaginé: el emocional. Estar acá es como recorrer una montaña rusa de emociones complejas y contradictorias.
Los preparativos son los habituales para cualquier cobertura de este tipo. Laptop, dos teléfonos celulares, pendrives, baterías extras, más todos los chirimbolos necesarios para transmitir online, además de lapiceras, libros y apuntes en la mochila, y una decena de entrevistas ya acordadas a la distancia.
Eso es lo obvio, al igual que dinero en efectivo, tarjetas de débito y crédito, y sugerencias de colegas y amigos que ya viajaron a ese destino. Y si ninguno pasó por allí, amigos de amigos pueden servir para llegar al lugar con algún punto de referencia.
A partir de ahí, no obstante, la cobertura en las islas fue un sacudón. La luz, la temperatura, el viento y el paisaje son idénticos a los de Río Gallegos. La estepa patagónica, distante apenas 700 kilómetros, está acá. Y eso ya impresiona.
Pero después viene la ciudad, y sacude más todavía. Para empezar porque el cartel en la ruta da la bienvenida a Stanley, en inglés, junto a su escudo coronado por una oveja. Nada de “Puerto Argentino”, nada de español.
Todo, a partir de ahí, es distinto. Las construcciones, las comidas, los horarios, las costumbres, todo es isleño, cuando no británico. Desde que la iglesia principal es anglicana, no católica, hasta que el volante en los autos está “del otro lado”.
Con el paso de las horas y de los días, resulta evidente también que acá promueven la “falklanización”. En español: la promoción de las islas como entidad propia. No son argentinas, ni británicas. Se ponen bajo la protección de Londres porque les conviene, por ejemplo, ante lo que definen como la “amenaza” argentina.
Si no fuera por eso, dejan la sensación que declararían su independencia. ¡Si hasta se definen a sí mismos como un “país” o una “nación”! Tienen su propia moneda, la Falkland Islands Pound -que cotiza 1 a 1 con la libra esterlina-, su bandera y hasta su propio seleccionado nacional de fútbol.
Todo eso puede resultar pintoresco, si no fuera porque contradice las ideas y premisas que los argentinos tenemos sobre las islas que aquí consideran una afrenta llamar “Malvinas”. Para ellos, la discusión se terminó el 14 de junio de 1982, “Liberation Day”.
El desafío profesional alcanza, pues, otro nivel. Las nociones de la objetividad, la ecuanimidad, el equilibrio periodístico o como quieran decirle dejan de ser una alusión teórica para resultar un dilema constante. Un desafío que se exacerba cuando llega el momento de recorrer el Cementerio de Darwin o zonas de batalla, como Monte Longdon.
Sí, hay una historia familiar de por medio –y eso es todo lo que diré al respecto-, pero aún sin esa trama íntima pisar terrenos sagrados conmueve, saca de eje. Tiemblan las manos y la voz cuando llega el momento de escribir, salir al aire o mandar un video. No es cliché.
Los isleños respetan eso. Defienden con asertividad su posición. Invocan datos y tiran chicanas al discutir, pero tienen un límite. No se meten con los “muchachos”, como llaman a los combatientes que murieron en estas islas. No se meten con el dolor ajeno. Como mínimo, mantienen un silencio respetuoso. Y más de una mano acercó un café caliente. Es mucho cuando las emociones erizan la piel.
Tocar las piedras donde combatió un afecto. Recorrer las barracas donde otro buscó refugio cuando caían las bombas. Ver con tus propios ojos lo que durante años fueron relatos orales. Cotejar un mapa trazado a mano con lo que queda allí donde mataron y murieron por decenas, y comprobar que todo sigue en el mismo lugar, es un gozo y una angustia. Es comprender más y mejor al otro. Asumir su dolor. Su orgullo. Su honor.
Después llega el momento del periodista, otra vez, con un desafío cada vez mayor. ¿Cómo poner en palabras lo vivido? ¿Hasta dónde? ¿Le aporta al lector? ¿Dónde trazar la línea entre lo que el lector merece saber y lo superfluo, lo personal o lo íntimo? ¿Cuándo corresponde escribir en primera persona, como este texto, y cuándo es narcisismo o vanagloria?
Cuando LA NACION me propuso esta cobertura, lo tomé como un desafío. Ahora la veo como una oportunidad. Hay una parte de mi propia historia que cobra más sentido. Sólo espero haber honrado, como periodista, la confianza de los editores. Y haberles aportado algo a los lectores. Algo valioso, enriquecedor.
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