Una voz dogmática para los propios
Me comprometí a escribir, no imaginé lo duro que se me hizo escucharla. No hablaba para nosotros, los neófitos. Era una palabra dogmática y reiterada sólo para seguidores. Tampoco hablaba ni tuvo consideración con los pobres que aguantaban en la plaza.
Este discurso siempre se arma con aportes de los ministros y secretarios; luego alguien juega de filtro y realiza una síntesis. Aquí nos faltó el experto en sintetizar y tuvimos que aguantar la perorata infinita sobre los éxitos de cada quien, obedientes siempre y orgullosos de sus logros cuando se los solicitan. Nada más decadente que esos momentos donde cada uno se ocupa de sobrevalorar sus virtudes. Concursos de egos frente a la ausencia del otro, del disidente, del crítico, del testigo del error.
Nos habló desde arriba, muy lejos del nosotros y ellos aplaudían. Muchas pausas para el aplauso, muchas caras de esas que sólo saben aplaudir. Hasta algunos rostros ya gastados de aplaudir a otros gobiernos y a otras miradas.
Datos en cantidades excesivas, de esos donde uno intenta con la mente quitarles la inflación; en algunos casos me parece que el crecimiento quedaba reducido a la nada. Pero lo más notorio era su postura y su actitud, como dueña de una verdad indiscutible a incultos que necesitamos recibir la palabra de la verdad. Nos evangelizó, nos dio una cátedra plagada de dogmas, extensa, interminable, como si todas las virtudes hubieran terminado en sus manos.
Siempre tengo la curiosidad de conocer los límites del aplaudidor, o preguntarme si ese tipo de personaje conoce de límites. Aplaudir todo lo que expresa otro es una manera de entregar la dignidad, de dejar de pensar, de ceder o conceder la libertad. Ya me encontré con tres importantes aplaudidores que me aclararon que lo hacían por obligación. Ya pasan de la fe ciega a la duda metódica. Hoy es sendero lo que será mañana el ancho camino hacia el olvido. Alguno debería haber registrado el número de los aplausos y los micros. Sumados a las fotos nos dejan al borde del culto a la personalidad.
Imagina que son tantos sus logros que ya no nos queda nada por mejorar. Expresó que pensar distinto es tener limitaciones mentales, dio explicaciones que dan bronca junto a otras que dan pena. Volvió con la muletilla de que somos limitados porque nos someten los medios de comunicación, por escuchar y leer los que no son de ella.
Fue una despedida sin sorpresas, nos dejó con algunos miedos menos, no desplegó otro autoritarismo que el de su propia soberbia. Pero fue una despedida dolorosa, de esas que dejan los años cuando no nos mejoran, cuando no nos enseñan nada, cuando parece que nos pasaron en vano. Y ése fue el sabor que me dejó el tan largo discurso presidencial. Dolor, tedio y, a veces, vergüenza. Y una sola alegría: ésta es su última vez.
El autor fue secretario de Cultura
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