Una sucesión signada por la prudencia y la providencia papal
Asistimos a un nuevo ciclo presidencial con la novedad de una sucesión signada por la prudencia, aupados todos por la Iglesia y la divina providencia papal. Un presidente llegó manejando su auto y una vicepresidenta ingresó al Congreso nacional toda de blanco, abrazada por multitudes.
Alberto Fernández conoce bien el poder de los símbolos y los manejó con inteligencia. Construyó su autoridad como dirigente moderado y moderador que propone la unidad a partir del abandono del rencor, el respecto a los disensos y el diálogo.
Pidió la moderación de los dirigentes y la moderación de las expectativas de los ciudadanos, a los que les recordó que éstos son tiempos difíciles en el mundo y que la herencia recibida recorta su margen de acción para reparar las heridas infligidas por el gobierno que se va. Quiere frenar la catástrofe social heredada y comenzar con los últimos, para llegar a los otros.
Raúl Alfonsín es su vara. Como él, se propone mostrar que con la democracia se come, se educa y se cura. El Presidente reafirmó su firme decisión de defender la democracia y el bienestar social al unísono, y de hacerlo a partir de un nuevo contrato con la ciudadanía, que asegure la transparencia en la asignación de la obra pública, la independencia de la Justicia y una integración inteligente al mundo.
El contrato fraterno y solidario que propuso no deja claro cómo se habrá de instrumentar: ¿cuál será la estrategia de la deuda y el programa fiscal que la sustentará?; ¿cómo las medidas para paliar a los desprotegidos sostendrán una reactivación virtuosa?
Las incógnitas mayores quedan sin respuesta, solo se afirma la voluntad de ser mejores de lo que fueron, de abrir una nueva etapa histórica –como lo hizo Alfonsín en 1983– que de respuesta a los desafíos irresueltos y privilegie a los marginados.
El nuevo gobierno deberá negociar la deuda, recrear la moneda, atraer la inversión para apuntalar un crecimiento sostenido, atender la pobreza extrema, mejorar la calidad de los servicios básicos, combatir la corrupción, organizar un Estado limpio y eficaz sin los "sótanos" ocultos del espionaje, restaurar la credibilidad del Poder Judicial y garantizar la libertad de expresión.
Todo esto con la urgencia de tiempos en los que el fantasma de la protesta social ronda el mundo y asola a países vecinos. Sus metas nos dicen que vuelven para ser mejores de lo que fueron, pero no despejan las incógnitas de cómo lograrán serlo: acaso es dependiente una Justicia que juzga a los funcionarios que regresaron al poder y no lo será la que juzgue a los funcionarios que lo dejan. ¿Cómo gobernará el presidente con un Congreso nacional en el que la vicepresidenta despliega un poder inédito? Acaso son lo mismo Alberto y Cristina. ¿Qué nos depara este gobierno bicéfalo plagado de buenas intenciones? ¿Podrá el Presidente enhebrar los consensos para llevar adelante las políticas que nos saquen de esta profunda crisis económica y consoliden el clima de convivencia en paz, decencia y democracia.
Nunca hubo un poder de control ciudadano como el que ahora se ejerce a través de las redes. Nunca un presidente fue consagrado por un margen tan estrecho con su competidor principal. Nunca, "el nunca más" a la corrupción, la dependencia política de jueces y la pobreza escandalosa, fue clamor de tantos argentinos. Ésta es la esperanza que se sostiene en el compromiso de todos los ciudadanos y en la inteligencia de un presidente que sepa interpretar los desafíos internos y externos que el país enfrenta y enhebrar acuerdos con una oposición responsable.
Doctora en Sociología e investigadora superior del Conicet
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