Moyano vs. Gobierno: una puesta en escena que convierte al ciudadano en consumidor
Podría quizás escribirse una historia de la modernidad como la de los esfuerzos realizados para separar espacios: el espacio público y el privado, el espacio religioso y el secular, el del trabajo y el del ocio. Sustituir la disposición premoderna de las cosas, de las personas y de las funciones por una nueva asignación de lugares fue el correlato de la construcción de un nuevo orden, con sus jerarquías, funciones y exigencias, pero también con la posibilidad de producir nuevas formas de autonomía de los sujetos individuales y colectivos, y con ellas ampliar las condiciones de ejercicio de la libertad y de la autodeterminación.
Si en la sociedad premoderna, estratificada, las posiciones, privilegios, estatus y reconocimiento de cada uno estaban fijados por anticipado, en la sociedad moderna, por el contrario, la posición de cada uno en el mundo no está establecida de antemano, y no lo está de modo definitivo. "El mapa de asignaciones y reconocimientos se reajusta de acuerdo con la posición que un individuo adquiere", escribe el filósofo alemán Hartmut Rosa.
La misa realizada en Luján el sábado pasado es, vista con esta perspectiva, como una muestra más de las dificultades de la sociedad argentina ya no para cumplir el proyecto de la modernidad (en épocas en que ese proyecto mismo ya se encuentra sobrepasado), sino para evitar ahondar el proceso de desmodernización en el que se encuentra empeñada desde, posiblemente, fines de la década de 1960.
Confiriendo al espacio sagrado un papel político, llevando a los actores de la política al espacio de lo religioso, colocando en el lugar jerárquico a un sacerdote, el acto de Luján puso en evidencia una vez más cómo buena parte de la dirigencia se encuentra más cómoda en un juego corporativo antes que político, empeñada principalmente en conservar posiciones, privilegios y estatus.
Sería no obstante ingenuo suponer que son solamente esos grupos, los más claramente connotados con prácticas arcaicas, los únicos que se niegan a dar a las dinámicas política y social argentinas el impulso con que la modernidad agitó a otras sociedades.
La política no solo pasa del espacio público democrático al espacio religioso, de la plaza al púlpito, digamos, degradándose en ese trayecto.
Porque es posible leer también de otro modo el acto del sábado: como una puesta en escena. Y, como tal, como parte de esa forma de intervenir sobre lo que es común soslayando el recurso que debería privilegiarse para hacerlo: la exposición razonada de argumentos. La misa, así, fue parte de la producción de espectáculos a la que tanto recurren los actores centrales de la política argentina, ansiosa por poner al ciudadano en el lugar de espectador o, más justamente, de consumidor.
El autor es ensayista y editor
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