Una política entre el ridículo y el castigo
La salida de Roberto Feletti resalta que lo importante es la lucha contra la inflación, el máximo desafío del Presidente; sigue la manipulación de la Justicia
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Al final del camino, Roberto Feletti, un economista que pone el voluntarismo vano por encima de la ciencia y la experiencia, merece un par de agradecimientos. El primero es porque su renuncia evitó que la política siguiera hablando de lo que es insignificante y, por el contrario, se abriera al debate de lo que es importante. La inflación es lo importante. Aunque no se lo haya propuesto, su renuncia forzó a la dirigencia gobernante (y también a la opositora) a que dejara, por un momento al menos, de estar pendientes de las zancadillas de Cristina Kirchner al Presidente; de interpretar las cosas que se dicen o se insinúan; de hurgar en las ambiciones de los opositores, y de analizar el vaivén constante y el zigzag permanente en el discurso de Alberto Fernández. Esas son cuestiones propias de un Gobierno endogámico. La sociedad necesita vislumbrar una economía un poco más estable y la certeza de que sus gobernantes están discutiendo los métodos para que se frene la escalada satelital de los precios. No es mucho, pero es indispensable.
El segundo agradecimiento a Feletti se lo debe el propio Presidente, porque el exsecretario de Comercio lo salvó del ridículo. Feletti renunció justo el día en que Alberto Fernández anunciaba un nuevo diseño de los pesos argentinos; los animalitos impresos durante la gestión de Mauricio Macri serán reemplazados por próceres durante la gestión de Alberto Fernández. Ni en eso se ponen de acuerdo. Sea como fuere, la inflación no necesita de nuevos diseños de una moneda que solo sirve para que los argentinos se la saquen de encima, ya sea por la fuerza (los que se quedan sin dinero antes de que finalice el mes) o sea porque nadie quiere ahorrar con pesos argentinos. ¿Importa si esa moneda lleva animalitos o próceres? Vale la pena hacer un paréntesis: Eva Perón no puede estar entre San Martín, Belgrano, Martín de Güemes o Juana Azurduy de Padilla. Cuando tuvo poder, la segunda esposa de Perón eligió un discurso dominado por la confrontación y el resentimiento. Tal vez, ella inauguró una era de fanatismos en la política que aún no terminó. La política bien entendida y el fanatismo son antitéticos. Eva Perón no es un prócer; es un mito.
Lo cierto es que la renuncia de Feletti abrió también otra discusión: ¿significa el empoderamiento, como reitera el albertismo, del ministro de Economía, Martín Guzmán? Puede ser, porque ahora controlará un área de su ministerio que antes le era ajena: la Secretaría de Comercio Interior. Feletti venía de la cantera de cerebros improductivos que Cristina Kirchner suele ofrecerle al país. Pero esas deducciones de la política sobre un presunto fortalecimiento de Guzmán suelen tener un efecto efímero. Guzmán, ahora con un amigo suyo en esa Secretaría, ya no lo tendrá en adelante a Feletti para excusarse de los insoportables niveles de la inflación argentina. En rigor, ni Felettti ni ningún otro secretario de Comercio tienen la culpa de la inflación ni son ellos lo que pueden resolverla. Hasta el boxístico Guillermo Moreno fue tan impotente para resolver la inflación que decidió romper el termómetro; directamente intervino el Indec para que este dijera lo que él quería que dijera. Lo único que los Kirchner y Alberto Fernández no entendieron nunca es que la inflación está espoleada siempre por el déficit del Estado y por la emisión monetaria. No son las góndolas las culpables de la inflación. En la Argentina hay cadenas internacionales de supermercados. ¿Por qué aumentan los precios en la Argentina y en otros países no los aumentan o los aumentan muy poco, según los niveles de la inflación internacional? ¿Suponen, acaso, que hay una conspiración mundial para estropear el proyecto kirchnerista? Ridículo.
Veamos los gastos del Estado en abril antes de analizar a los Feletti de este mundo. Se trata de datos oficiales que corresponden a abril de este año contra abril del año pasado. Según esa información, la recaudación de impuestos por parte de la AFIP aumentó más del 70 por ciento. ¿La economía argentina crece, acaso, con velocidad de la luz? No. Ese crecimiento se debe más a la inflación que a cualquier otra cosa. De hecho, los subsidios sociales aumentaron más del 100 por ciento y los subsidios a las tarifas de servicios públicos subieron el 150 por ciento. Es decir, el Estado gastó el doble de los aumentos que recaudó. Las subas en los subsidios a las tarifas se explican sobre todo en las de la energía, encarecida desde que Putin decidió la criminal invasión a Ucrania. La Argentina le está pagando ahora a Bolivia el doble del precio que le pagaba el año último por el gas que le compra. Y Qatar le cobra al país de Alberto Fernández tres veces más caro el gas licuado que le vende. Las tarifas locales, mientras tanto, están quietas, sometidas al albur del conflicto sin solución entre el Presidente y su díscola vicepresidenta.
En síntesis, ni Feletti era el culpable de la inflación cuando estaba en la Secretaría de Comercio ni Guillermo Hang, el nuevo secretario, será quien deberá dar explicaciones por los aumentos de los precios. Será Guzmán quien cargará con la culpa y las explicaciones, si no logra convencer a su presidente (y a su vicepresidenta) de que dejen de gastar lo que no tienen. Ese es el núcleo del conflicto; todo lo demás es un vistoso minué de insufribles luchas internas entre facciones de la coalición gobernante.
Obscenidad judicial
Hay cierta obscenidad cuando en medio de semejante conflicto económico y social el poder se ocupa, ahora sí con la velocidad del sonido, de destituir a una fiscal que investigó al poder hasta condenarlo a la cárcel. La fiscal Cecilia Goyeneche logró en Entre Ríos una de las mayores conquistas de la democracia argentina: que un exgobernador y embajador en Israel, Sergio Urribarri, fuera condenado por un tribunal oral a ocho años de prisión por hechos de corrupción cometidos cuando era mandatario provincial. Hubo en el país prisiones preventivas importantes por actos de corrupción, pero son poquísimos los exponentes de la nomenklatura política que resultaron condenados a prisión por deshonestidad en el manejo de los recursos públicos. La fiscal Goyeneche lo consiguió en Entre Ríos con un hombre muy influyente en su provincia y en el kirchnerismo nacional, como lo es Urribarri. La juzgaron no por la investigación al exgobernador, sino por su participación en otra causa, en la que, según sus objetores, debió excusarse. Quizás debió hacerlo, pero eso no justifica una destitución fulminante pocas semanas después de la condena a Urribarri.
Goyeneche cuestionó siempre la integración del tribunal que la destituyó. “Está mal constituido, no es legítimo”, repitió hasta delante de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Es cierto: un representante de los abogados hizo de fiscal cuando es un fiscal el que debe juzgar a otro fiscal. La Corte Suprema de Entre Ríos fue sorda a los reclamos de Goyeneche hasta que actuó la Corte Suprema de la Nación.
El máximo tribunal del país instruyó al tribunal provincial para que decida sobre el planteo de Goyeneche. Entonces, sí: la Corte provincial actuó como un rayo, pero no cambió nada. Confirmó al tribunal que juzgaba a Goyeneche y ordenó que continuara el juicio. La influencia del actual gobernador de Entre Ríos, Gustavo Bordet, en defensa de su antecesor Urribarri está más que probada. La política se niega a que la Justicia la investigue. Esta es la verdad última sobre el triste caso de la fiscal de Entre Ríos. Goyeneche pudo haber cometido un error, pero la brutalidad y el ensañamiento con que la castigaron no tienen justificación ni perdón.
El escarmiento a Goyeneche lleva implícito un mensaje a los demás fiscales del país que están investigando al poder. Ya el kirchnerismo compara el caso de Goyeneche con los fiscales Carlos Rívolo, Carlos Stornelli o Diego Luciani, quien en los próximos meses deberá hacer el alegato final en el juicio oral sobre la supuesta corrupción en la obra pública durante el gobierno de los Kirchner. En ese juicio está directamente imputada Cristina Kirchner. Ni Rívolo ni Stornelli ni Luciani son personas fáciles de amedrentar; han sido perseguidos y difamados por sus investigaciones del poder. Ninguno cedió nunca.
El propio caso de Goyeneche terminará en la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que, como se consignó, ya analizó el caso. La Corte es la instancia última de la Justicia y, por eso, despierta tantos odios y resquemores en el mundo kirchnerista.
El Presidente llegó a decir hace pocos días que “la Corte avergüenza”. Aclaremos: con el excepción de Carlos Rosenkrantz, Alberto Fernández fue amigo o conocido de los otros tres jueces supremos (Horacio Rosatti, Juan Carlos Maqueda y Ricardo Lorenzetti). Ni siquiera la historia común evitó el insulto del jefe de un poder del Estado a la cabeza de otro poder del Estado. Por eso, resulta llamativo el pedido de 16 gobernadores peronistas para que se modifique la composición de la Corte Suprema. Pidieron que se la amplie y se la haga más federal. ¿Quieren un representante por cada provincia? ¿Una Corte de 25 miembros, como propuso Zaffaroni? Eso significaría el extinción de la Corte, el funeral al tribunal de justicia más importante del país. La sentencia a Urribarri despertó el sentido de autopreservación de todos los gobernadores peronistas. Como no pueden disparar sobre todos los fiscales y jueces del país, colocaron en el paredón a la instancia definitiva de la Justicia. Nunca tendrán los votos necesarios en el Congreso como para darle semejante empellón a la Corte. Como escribió Cristina Kirchner en 2006, con una Corte Suprema de cinco miembros es suficiente para administrar justicia en el país. Ella y sus seguidores cambiaron de parecer cuando se aproximan las sentencias o cuando las sentencias pueden eventualmente caer sobre ellos. Cambiaron cuando comprobaron el peligro de una Justicia fuera del control de la política. Justo el control que destruye al Estado de Derecho.
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