Una peligrosa ambigüedad
Una ley contra el terrorismo que debe aclarar que no será aplicada para penar el ejercicio de derechos no hace más que reconocer sus graves deficiencias y prenunciar la posibilidad de su utilización para los fines más aviesos. Así estamos con la ley promovida por el Poder Ejecutivo y sancionada con el apoyo del bloque oficialista.
Primero, distintas organizaciones de la sociedad civil advirtieron acerca de la posibilidad de que la ley sea aplicada para criminalizar el ejercicio del legítimo derecho de reclamar a las autoridades. Luego, el titular de la UIF le dio una interpretación amplia y peligrosa al delito, incluyendo el ejercicio de derechos económicos que él entiende pueden "desestabilizar" o "afectar la gobernabilidad del Estado". Ahora, Sbatella agregó que los medios también podrían ser acusados de "aterrorizar a la población" en caso de difundir noticias que puedan provocar retiro de depósitos.
El silencio oficial que no rectifica esos dichos surge como la más cruda ratificación de que la ley antiterrorista no será utilizada para el fin que le asigna el resto de los países sino para la persecución de quienes piensan distinto de este Gobierno.
Ahora sabemos que quienes "afecten la gobernabilidad" o "aterroricen a la población" podrán ser quienes reclaman por sus derechos o los ejerzan, los periodistas, los políticos y sindicalistas opositores. Bastará imputarles un delito y calificarlos de "terroristas", habilitados por un tipo penal amplio y peligroso.
Estamos ante una prueba más de lo que puede generar la ambigüedad de una norma que no define el acto terrorista. A partir de ello, en un proyecto de ley alternativo, propuse un tipo penal autónomo, que precisa claramente los bienes jurídicos que deben ser afectados, los medios comisivos y la finalidad específica que debe tener el acto para ser considerado terrorista. Es decir, contra quién es el acto, con qué medios se ataca y cuál es el objetivo de ese atentado. Sólo así se evitará una aplicación abusiva, discrecional o selectiva.
El principio de legalidad que vulnera el oficialismo, y que exige que todo delito esté precisamente definido para evitar discrecionalidades en su aplicación, se trata ni más ni menos que de un reaseguro para limitar el ejercicio abusivo del monopolio de la fuerza por parte del Estado y cobra vital relevancia cuando es justamente el Gobierno quien avanza a través del poder punitivo.
Cuando el bloque oficialista se negó, invocando tal carácter, a introducir las modificaciones propuestas desde el arco opositor, y el Congreso se convierte en un mero apéndice del PEN, el principio republicano de gobierno, el sistema de frenos y contrapesos, cae ante un autoritarismo que de ningún modo puede justificarse en un triunfo electoral.
El autor es diputado nacional por el Frente Peronista
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