Una oposición en la trampa del oficialismo
Las diferencias dentro de Juntos por el Cambio por la conveniencia y los posibles perjuicios que puede traerle sentarse a conversar con el Gobierno, deja en evidencia las diversas opiniones de sus figuras de cómo sacar al país adelante; lucha por el poder y nuevos actores
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Hasta ahora los malabares retóricos de Alberto Fernández y Martín Guzmán respecto a las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional solo han conseguido un resultado tangible: que la oposición quede atrapada en la trampa oficialista. El Presidente y el ministro pretenden que se discuta el problema de la deuda con ese organismo. Cuando el verdadero problema de la sociedad argentina es que su gobierno se resiste a ofrecerle un plan económico. No hay que estudiar mucho para advertir esa tergiversación. Si mañana Kristalina Georgieva diera rienda suelta a sus impulsos samaritanos y condonara el pasivo de la Argentina, las mortificaciones de la vida material seguirían siendo las mismas. No cedería la inflación, no se frenaría la caída de reservas monetarias, no retrocedería la pobreza.
En vez de debatir este inventario de dificultades, Juntos por el Cambio se ha enredado en una serie de dilemas sobre la conveniencia y los perjuicios de sentarse a una mesa con el oficialismo para tratar las negociaciones con el Fondo. A Fernández y Guzmán les gustaría conseguir el aval de sus rivales para explicar en Washington que ellos no se niegan a aceptar determinados ajustes, pero que están obligados a resistirlos por obediencia a un consenso nacional. Ese objetivo es imposible de alcanzar por una razón muy sencilla: ellos no consiguieron todavía la aprobación de Cristina Kirchner. Hace tres semanas, cuando le preguntaron en una entrevista por el acuerdo con el Fondo, Máximo Kirchner ofreció una definición relevante: “Veremos qué hacemos cuando vengan los papeles”. Es posible que, para ese momento, no quiera suscribir un programa lleno de restricciones insoportables. Ante este gravísimo problema, Fernández y Guzmán se conforman con que quede al desnudo la dispersión de criterios que debilita al otro bando. Alfredo Cornejo que, desde el Senado, detecta esa táctica, ironiza: “Como oposición, si estamos unidos, podemos influir muy poco. Sobre todo, porque no tenemos mayoría en las Cámaras. Ahora bien, divididos, influimos muchísimo, porque permitimos que el Gobierno haga lo que quiera”.
La cita de los funcionarios con Juntos por el Cambio fue fijada para el próximo martes. Es el día en que Santiago Cafiero estará reclamando el apoyo de los Estados Unidos ante el secretario de Estado Antony Blinken.
La invitación del Gobierno expone en la principal oposición algo más que una discusión sobre las ventajas y costos de jugar a las visitas. Al ofrecer un diálogo, Fernández y Guzmán dejan al descubierto que en la alianza del Pro, la UCR, la Coalición Cívica y Republicanos Unidos, el partido de Ricardo López Murphy, hay distintas estrategias para atravesar los próximos dos años. En esa discordia operan cuestiones de conveniencia en la lucha por el poder. Pero hay un factor más profundo: visiones muy diversas de cómo se saca al país de su largo estancamiento.
Con distintas modulaciones, Mauricio Macri, Patricia Bullrich y Ricardo López Murphy creen que el diálogo con el Gobierno es inconducente. Macri defendió esa tesis en la reunión que realizó la cúpula de la coalición el jueves de la semana pasada: “No tiene sentido que hablemos con gente que no quiere producir un cambio, sino dejarnos involucrados en su desastre”. López Murphy acaba de sostener que Juntos por el Cambio debe concentrarse en desarrollar un programa legislativo que resuelva los problemas de la economía; no en discutir con el Poder Ejecutivo la relación con el Fondo.
Gerardo Morales, Gustavo Valdés y Rodolfo Suárez, los gobernadores de la UCR, igual que Horacio Rodríguez Larreta, se sienten obligados a no desairar a Fernández. Piensan en la gobernabilidad de sus distritos que, de un modo u otro, depende de la administración central. Valdés, Suárez y, sobre todo, Larreta, tienen la suerte de que Morales es un abanderado del acuerdo. Así como los diputados jujeños votaron a favor del impuesto a la riqueza y de recortar fondos a la Ciudad de Buenos Aires, que es gobernada por su propia coalición, él asumió como propio el principal argumento del oficialismo: “Lo menos que podemos hacer es dialogar, porque la deuda la contrajimos nosotros”. El colaboracionismo de Morales deja a los otros tres mandatarios en una confortable posición intermedia.
Por debajo de las opciones tácticas actúa una diferencia de largo alcance. La encarnan, sin expresarlo del todo, Macri y Larreta. Macri no lo reconocerá jamás en público, pero está convencido de que el país saldrá de su insoportable status quo con una crisis terminal. Sin esa tormenta ninguna administración podrá “hacer lo que hay que hacer”. Esta visión hace juego con la concepción que Macri tiene de la vida pública. Es evidente que para él existe una receta que no debe degradarse por las imposiciones de la política. En última instancia, la política, que supone negociación, acuerdo y, por lo tanto, desfiguración de los conceptos, esteriliza la acción de gobierno. Es un obstáculo, no un vehículo. Si no existe una crisis importante, resulta muy difícil obtener el monto de poder que permita llevar adelante un programa, porque todo se empantana en las arenas movedizas de los intereses partidarios y corporativos. Así piensa Macri. Más allá de la calidad de esas ideas, esa visión otorga a su figura contornos definidos, una identidad inconfundible, que termina siendo su gran activo frente a una parte del electorado.
Larreta tiene otra visión. Para él es imposible sacar al país del pantano sin una fuerza política que reúna a todo lo que va desde Cristina Kirchner hacia la derecha. Ese instrumento no es, para él, más importante que la receta. Pero sin ese instrumento no hay receta que se pueda implementar. Es bastante obvio que la integración de esa masa crítica pone en tela de juicio la pureza del concepto. Es el sacrificio que hay que realizar en el altar de la viabilidad de una propuesta.
En política siempre sucede que los pronósticos se confunden con programas. Es decir, observan un alineamiento, que puede no ser del todo consciente, con los intereses del que los formula. No requiere demasiada explicación que un fracaso estrepitoso de la actual experiencia kirchnerista podría revertir en una reivindicación de Macri. El Gobierno se empeña en esa dinámica ubicándolo como blanco de todos sus ataques. Igual que Cambiemos hacía con la señora Kirchner en la gestión anterior.
Larreta, en cambio, no encuentra ventajas personales en un vendaval. Él apuesta a que la perezosa mediocridad de la gestión de Fernández lo conduzca hasta la orilla de la presidencia. Un tornado, una convulsión caótica, puede alterar el cuadro de honor actual hasta proyectar a actores inesperados e, inclusive, desconocidos. Así piensa Larreta.
La discusión sobre el acercamiento al que invita el Gobierno se despliega sobre esta contradicción de fondo. Los gobernadores prefieren dialogar. Macri, Bullrich y López Murphy se inclinan por que cualquier discusión se realice en el parlamento. Elisa Carrió y el diputado Juan Manuel López, que preside la bancada de la Coalición Cívica, fijaron una posición concreta: si va a haber una reunión con Guzmán en el Congreso, que la protagonice toda la oposición. Si el encuentro involucra solo a Juntos por el Cambio, la Coalición no asistirá.
Guzmán podría resolverles el problema: ahora quiere que la entrevista se realice en su ministerio. En tal caso, de la oposición irían solo los gobernadores. Guzmán no quiere ser de nuevo víctima del protagonismo de Sergio Massa y su ensoñación de una especie de cogobierno parlamentario cuyo obvio titular sería Sergio Massa. Esa fantasía es tan intensa que, cuando se discutió el presupuesto, propuso a la oposición agregar un artículo según el cual, si a los seis meses de ejecución las variables no eran las prometidas por Guzmán, cualquier reformulación quedaría a cargo del Legislativo. Una amputación de las facultades del ministro de Economía y del jefe de Gabinete, Juan Manzur. Ni siquiera con esa propuesta Massa consiguió rescatar el proyecto. Pero él insiste en presentarse como el redentor de un gobierno sin rumbo. Entiende que esa sería la plataforma de lanzamiento para una candidatura presidencial, atada a otra de Máximo Kirchner para la gobernación bonaerense
Al ministro de Economía, que también arma mesas empresariales con la fantasía de lanzarse a la Presidencia, no le preocupa sólo limitar a Massa. Más le interesa que, mientras Cafiero se reúne con Blinken para conseguir respaldo a la política económica, esa política, o la falta de ella, sea vilipendiada en el Congreso por los diputados de la oposición.
Esa inquietud combina con el veto de Carrió a que se fije un eje Frente de Todos – Juntos por el Cambio. Carrió no está mirando solo al oficialismo. Está mirando lo que sucede en el campo opositor. La presencia de una oferta desde la derecha del Pro modifica todo el juego. No solo por razones conceptuales. Lo que importa es que apareció una novedad que se centra en un discurso antipolítico. La foto del Gobierno y la principal oposición está armada para satisfacer las impugnaciones de José Luis Espert y, sobre todo, de Javier Milei, a la “casta política”.
Milei está revelando una sagacidad que podrían envidiar otros dirigentes, más “castizos”. Más allá del valor simbólico que tenga la renuncia a disfrutar de su dieta, la modalidad del sorteo ofrece para él ventajas para nada desdeñables. La primera, aumenta su fama a escala nacional. En el primer mes consiguió 1 millón de inscriptos. Y todos los meses habrá tómbola. El segundo beneficio es que para participar de ella hay que registrarse. Es decir: Milei consigue con su desprendimiento ir armando una base de datos envidiable. Quienes conocen ese mercado afirman que conseguir esa información podría costar alrededor de 7 millones de pesos. Milei la obtiene por 200.000. Ahorra todos los meses 6.800.000 pesos. Cuánto que aprender.
Los archivos con informaciones personales de los electores son un insumo valiosísimo en todos los mercados. También en el electoral. Empresarios como Guillermo Seita y Gastón Douek viven de suministrar ese material a candidatos que abrevan en la misma fuente a pesar de estar enfrentados en las urnas. Habría ocurrido eso en las primarias bonaerenses: Seita suministró a Santilli los mismos archivos que Douek alquiló a Manes. En este contexto llama la atención que no haya una reflexión pública sobre la necesidad de preservar los datos privados que se acumulan en el Estado, sobre todo después de las campañas de testeo y vacunación. ¿Es verdad que un candidato de un colegio profesional, y otro de un importante club de fútbol, han intentado alquilar esas bases para utilizarlas en sus campañas internas? Habladurías.
Milei, igual que Espert, expresa un giro de la opinión pública hacia la derecha que modifica la totalidad del ecosistema. Entre otras cosas, obliga a modular la oferta electoral de Juntos por el Cambio y condiciona las relaciones entre sus dirigentes. No debería extrañar un reacercamiento, siquiera leve, de Larreta hacia Macri. Tampoco ver a gente de la segunda línea de la gestión de Macri incorporarse al equipo de Larreta. En el área de Transportes, por ejemplo. El jefe de Gobierno está ante una encrucijada. Enfrentar a Macri le permitiría, tal vez, quedarse con el cetro del Pro. Pero corriendo el riesgo de enemistarse con una franja social más ortodoxa, que parece expandirse. Es una novedad de las últimas semanas. Larreta habla más con Macri. Inclusive le envía funcionarios para ponerlo al tanto de su trabajo en la Ciudad. Al mismo tiempo, Larreta se aleja de María Eugenia Vidal, quien blanqueó su candidatura a presidente a través de uno de sus principales alfiles: Cristian Ritondo.
Hace apenas dos meses, Ritondo figuraba en los planes de Larreta como una especie de jefe de campaña. Ahora ese rol podría recaer sobre Diego Santilli. El vencedor bonaerense es víctima del exceso de trabajo: debe encargarse del plan político de Larreta, imaginar su propia campaña a la gobernación, legislar, y monitorear los movimientos de Darío Santilli, su hermano, el entrañable “Mono”, inquieto siempre por las novedades del real estate, la recolección de residuos patológicos, el parquizado urbano y las ferias gastronómicas. Un Leonardo Da Vinci, el “Mono”.
La vida de Juntos por el Cambio se agita por algo que constituye la esencia de la historia. La novedad, que Carrió detecta en muchas dimensiones. Igual que López Murphy, que reingresó a la arena acompañado de un equipo ajeno al elenco estable. La novedad, así se simple, es un problema para la vieja guardia de Juntos por el Cambio. A la primera línea que brilló entre 2011 y 2019 le aparece ahora, asociada a un cambio en el paladar del electorado, una competencia externa. Y otra interna. Encuestadores a los que Larreta consulta todo el tiempo están descubriendo que Patricia Bullrich, Manes y Rogelio Frigerio representan fenómenos llamativos por su saldo de imagen positiva.
A la principal oposición le ha ido muy bien. Aun cuando dejó en el camino el 10% de los votos obtenido en 2019, ganó las elecciones del año que pasó. Y las ganó también en la provincia de Buenos Aires, el sancta sanctorum del kirchnerismo. El éxito tiene doble filo. Porque, contrastado con la impericia del oficialismo, vuelve muy creíble la hipótesis de que en 2023 habrá un gobierno de Juntos por el Cambio. Esa expectativa obliga a esa alianza a dos operaciones exigentes. Una, ofrecer una estrategia para la salida de la crisis que mejore su imagen respecto del Gobierno. La otra, aceptar el desafío que impone, tanto adentro como afuera, el surgimiento de actores imprevistos, formulando una agenda y un discurso que le permita capturar el nuevo clima histórico.
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