Una noche de acampe sobre la 9 de Julio: cómo se vivió la vigilia de las organizaciones sociales
Un chico de un año sale de una carpa azul y se aleja unos metros. Desde adentro, su mamá le grita: "Gadiel, vení acá, amor". Él vuelve, se sienta a sus pies y ella agarra un tupper blanco con tapa azul y le da de comer el ají de gallina que preparó para pasar la noche a la intemperie en una noche de invierno con ocho grados de temperatura. La mujer es Celina Flores y es parte del grupo de personas que pertenecen a organizaciones sociales y que decidieron acampar y hacer vigilia en la 9 de Julio para pedirle al Estado más ayuda social.
El Polo Obrero, Barrios de Pie y otras organizaciones sociales marcharon ayer por la mañana hacia el Ministerio de Salud y Desarrollo Social e instalaron carpas y gazebos sobre la 9 de Julio, desde Belgrano hasta Corrientes. Entre ollas populares, fogones, fútbol y frazadas, cientos de manifestantes pasaron la noche sobre la ancha avenida a la espera una asamblea -que tendrá lugar a las 10- para determinar los pasos a seguir.
Entre ollas populares, fogones, fútbol y frazadas, pedían que se generen puestos de trabajo genuinos y que se amplíe la base de personas que cobran planes sociales. LA NACION se adentró en el acampe para conocer las historias de aquellas personas que decidieron dormir sobre la avenida para visibilizar su reclamo.
Celina Flores nació en Bolivia y llegó a la Argentina junto a sus padres cuando tenía 15 años. En ese momento, ya había dejado el colegio y cuidaba a sus hermanos. Hoy, a los 35, está separada y tiene siete hijos. Su expareja perdió el trabajo y ahora depende de ella -y de lo que logra vender en la calle- mantener a su familia. Por eso, se sumó al Polo Obrero: para recibir paquetes de comida que administra para sus hijos. Es la misma motivación que comparte con muchas de las personas que decidieron pasar la noche alrededor del Ministerio de Salud y Desarrollo Social.
"Nunca pensé en meterme en un comedor popular porque antes no nos hacía falta nada. Voy por necesidad, no es que quiera. Si me quitan la asignación, me quedo en la calle", dice a LA NACION durante la madrugada. La acompaña Gadiel, como siempre. Es el menor de sus hijos y ella aún le da de amamantar, por eso lo llevó a la 9 de Julio. En la casa que alquila en Bajo Flores, quedaron descansando sus otros seis hijos, bajo el cuidado de ellos mismos.
Quiero un techo seguro para mis hijos, sacarlos adelante y apoyarlos para que sean algo en la vida
"Cuando tenía 7 años la ayudaba a mi mamá a lavar los pañales de tela. Fui como una segunda mamá. Soy una mujer de lucha. Siempre luché. Primero por mis hermanos y ahora por mis hijos. Nunca me di por vencida y siempre dependí de mi misma", señala. Dice que cuando Gadiel sea más grande, quiere buscar un trabajo fijo y no muestra reparos: "Cuando sos trabajadora, trabajás de lo que sea".
Al hablar de su familia, Celina se emociona. Seca su lágrimas con un repasador verde y continúa: "Quiero un techo seguro para mis hijos, sacarlos adelante y apoyarlos para que sean algo en la vida".
A cien metros de la carpa azul donde se refugia Celina, Samanta Seutín acaricia la cabeza de su hijo Santino, que tiene 7 años y duerme envuelto en una frazada, apoyado en las piernas de su madre. Ella tiene 24 años y es madre soltera. Hace cinco años, Elías, el papá de sus hijos, murió electrocutado. "Como no teníamos gas en mi casa, estábamos cocinando con una olla y le agarró la corriente. Yo estaba embarazada de dos meses, no tenía nada y no podía trabajar por la panza y por mis otros dos hijos. No me quedó otra que salir a la calle", cuenta.
Samanta enciende un cigarrillo y explica que dejó la primaria a los 13 años cuando su mamá murió, víctima de violencia de género. "La mató la pareja que estaba con ella. Todos mis compañeros me preguntaban por qué había muerto y yo ya no sabía qué responderles", recuerda. Más adelante, quiso retomar sus estudios pero dejó otra vez porque no podía pagar el costo del viaje. De todos modos, dice que una de las cosas que más disfruta hacer con sus hijos es ayudarlos a hacer la tarea porque les enseña y, al mismo tiempo, aprende.
Mientras ella habla, una decena de hombres juegan un partido de fútbol sobre la calle. En uno de los límites de la cancha que improvisaron, un grupo de personas conversa alrededor de un fuego que armaron para enfrentar los ocho grados que dominan la noche. Enfático, José Burgos, un hombre de 57 años, afirma que ellos no son punteros y que los planes sociales y los paquetes de comida que reciben deben ser "paliativos". "Si tuviéramos un trabajo genuino y educación seríamos un país diferente, porque eso dignifica. Hoy la gente hace changas pero todo es precario. Se dice que éramos el granero del mundo, ¿cómo puede ser que los argentinos tengan hambre?".
Burgos es chef pero hace 20 años se quedó sin empleo y, desde entonces, depende de las organizaciones sociales. "Perder el trabajo te quita hasta la familia porque no llevar el pan a la casa genera tensión. Hoy estoy sin plan, sin alimento, sin pensión, sin medicamento, sin vivienda pero con ganas de seguir luchando", señala. Desde hace 8 años, vive "de prestado" en la casa de un pariente suyo en Almirante Brown. "Los políticos prometen pero nadie se quiere hacer cargo. Ellos duermen mientras nosotros acampamos con nuestras criaturas porque ya no sabemos qué hacer. No podemos volvernos con las manos vacías", afirma, mientras aguarda que amanezca frente al ministerio que conduce Carolina Stanley.
A su lado está Silvia Bustos, de 73 años, quien se hace lugar para sumar su voz: "Todos los compañeros que están acá tienen hambre hoy, no mañana ni pasado. ¿A quién le gusta traer a sus hijos y arrastrarlos a una noche a la intemperie donde están pasando tanto frío?".
Ella vive con su marido y una de sus hijas, de 28 años, que "como no consigue trabajo, cartonea". Con los ojos empañados, Bustos cuenta que comenzó a formar parte de las organizaciones sociales cuando su otro hijo se fue del país porque estaba desempleado. "Hoy estoy en la calle porque no quiero que ninguna mamá tenga que ver a su hijo partir y no volver a verlo durante 22 años", dice y, con la voz entrecortada, añade: "Está viviendo en Miami, es ilegal y, por lo tanto, nunca pudo volver. Se llevó a mi nieta de dos años y allí nacieron dos nietos más".
El acampe, en fotos
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