Una multitud verticalista y conscientede su poderío
Miles de recolectores de Tres de Febrero se abrían paso entre la gente como una hinchada de fútbol: una bandera de 100 metros enrollada sobre los hombros, bombos y redoblantes encima de la cabeza y un sinfín de cantitos de cancha. Enrique Cardozo lideraba parte del grupo y justificaba tanto esfuerzo con la voz aguardentosa, desde el fondo de unos lentes oscuros: "Antes era un negrito; ahora más vale que me llamen señor recolector".
Un jovencito teñido de rubio y con aros escuchaba sin querer, a unos metros, enfundado en una campera que decía "Moyano conducción". A los 24 años ya es delegado camionero en La Matanza, en la empresa Martin y Martin. Se hizo famoso hace cuatro años por haber prendido fuego un camión. Ahora es una moyanista endurecido, al que todos llaman "El Ema". Ayer levantaba la cabeza mientras lo aplaudían: "Nosotros somos los únicos que vamos a estar cada vez que los quieran cagar".
Era el filo del mediodía y la avenida 9 de Julio ya estaba llena. Miles y miles de camioneros se amontonaban cerca del escenario y escenificaban los deseos de Hugo Moyano: engrosar una multitud vestida de verde, dura, verticalista y excitada, plenamente consciente de su poder y el de su jefe.
Un hombre dejó de tocar el bombo y se asomó sobre el hombro de "El Ema". Señaló con la manguera a la gente que parecía interminable. "¿Sabés para qué es todo esto?", preguntó. No esperó respuesta: "Esto es para demostrar que los camioneros podemos movilizar el país".
La charla no duró demasiado. "¿Qué es lo que estás buscando? ¿Qué querés? ¿Qué preguntás?", inquirió a un costado un morrudo militante, de casi dos metros, con una remera estirada, que deformaba la cara de Moyano. Puso tono exigente: "Si necesitás algo, hablá con un delegado". Otro camionero se acercó para tranquilizarlo: "Che, no seas malo", dijo. "¿No tenés 10 pesos para el fernet?"
Ni vino ni cerveza: fernet con coca. El aperitivo ayer fue lo más tomado del acto. Los camioneros porteños cuidaban los contenedores de basura de sus empresas, atiborrados de botellas. Cada tanto levantaban la tapa y los militantes gremiales se arremolinaban para que les sirvieran. Iban y venían entre bombos y más cantitos. Jugaban divertidos a pegarse en la cara. Otros fumaban marihuana o intercambiaban gorras y camisetas, al estilo de los jugadores de fútbol. Una de la Juventud Sindical por otra de Quilmes. Otra amarilla de los taxistas por una violeta de Covelia.
La fiesta
Pablo Diácono terminaba de regalar una remera de una cervecera cuando gritó al cielo que todo lo que pasaba era "una fiesta". Es repartidor de aguas y gaseosas en Pompeya. Con Moyano, ahora, él también se siente poderoso. "Un profesional", decía ayer. Se convencía repitiéndolo. Después preguntó: "¿Por qué a los médicos les dicen doctores? Yo también soy un profesional. Y más importante que un médico. ¡Mucho más!", gritó. "Si yo choco puedo matar a muchas personas. Si el médico se equivoca, mata a una sola".
Todo se acabó cuando iba a contar cuánto cobraba. Alguien que escuchaba se enojó. Otra vez la mirada escrutadora, la exigencia de verticalismo. "¡¿Qué te importa eso?! Deberías saberlo. ¿Quién sos? ¿De dónde venís? ¡Qué querés?" El hombre acumuló todas las preguntas de golpe y exigió silencio. Más allá, alguien se ofreció a dar una respuesta: "Yo te voy a decir cuánto cobro: 8000 pesos. ¿Eso no es dignidad?" A esas alturas, Moyano ya daba su discurso. La multitud, sin embargo, estaba concentrada en su fiesta. Aplaudían sin prestar demasiada atención, cantando lo más fuerte que podían, que iban a ser camioneros, siempre, no importa cuánto tiempo, "hasta la muerte".
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