Una mujer infranqueable, defensora abnegada de los derechos humanos
Sus amigos la llamaban Carmencita. Los demás le daban el trato que se le da a un juez. Ella no discriminaba. Su rostro siempre les devolvía, a todos y sin excepción, una sonrisa muy amable y, con frecuencia, su voz áspera, curtida por una vida de fumadora inclaudicable, se embarcaba en agradables conversaciones.
Sin embargo, todos sus interlocutores aprendieron que esta jueza tenía un límite infranqueable, casi desconocido en un país donde el alegato de notorios abogados en la oreja del juez es casi un deporte. Carmen Argibay no permitía siquiera que se le hablase de ningún expediente en particular. Y los abogados que no respetaron esa barrera tuvieron que escarmentar por su error.
Argibay fue defensora de una idea innegociable de independencia judicial . Como lo dijo en una entrevista, había que encerrarse en la Justicia y no tener siquiera trato con el Presidente. Así se lo hizo saber a Néstor Kirchner , que la propuso para integrar la Corte en diciembre de 2003, aunque ella asumió el cargo mucho después, en febrero de 2005.
Pero Argibay abrigaba consigo otra sorpresa: muchos esperaban que ella -que se definió a sí misma como atea militante y que fue una convencida defensora de los derechos humanos, de las cuestiones de género y favorable a despenalizar el aborto- fuera una jueza progresista, al estilo de Raúl Zaffaroni.
Argibay fue todo lo contrario: impermeable al populismo, fue muy garantista, pero adscribió a una férrea ortodoxa constitucional, en un país donde la Constitución Nacional se forjó en el liberalismo político.
Y si bien, en 2005, en el caso Simón, integró la mayoría de la Corte que declaró inconstitucionales las leyes de punto final y obediencia debida, en 2007, en Mazzeo, saltó a la disidencia con su colega Carlos Fayt: dijo que, aun contra sus propios principios y convicciones, debía votar que el indulto era constitucional. Para ella, las reglas siempre estaban por encima de sus valores o ideas personales.
Para el momento en que llegó a la Corte -nacida en 1939, iba a cumplir 75 años el 15 de junio y evaluaba retirarse del tribunal-, Argibay ya estaba jubilada como jueza, desde 2002, y había saltado a los tribunales internacionales.
Hija de Manuel Agustín Argibay Molina, ex ministro de Salud del gobierno de Pedro Eugenio Aramburu, y de Ana Huergo, había comenzado su larga vida judicial a los 20 años. Estudiaba Derecho cuando ingresó, como empleada bien rasa a la Justicia y pasó por varios juzgados penales correccionales y de menores.
En 1964 se graduó de abogada en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y, al año siguiente, ascendió a secretaria letrada interina del Juzgado Criminal N° 2 de la Capital. Pasó luego por otros tribunales de menores y, en 1975, fue nombrada secretaria de la Cámara del Crimen.
El 24 de marzo de 1976, el golpe militar que sacudió al país también volteaba literalmente la puerta de su piso de Recoleta. Tal vez algún oficial pensó que integraba un grupo judicial favorable a los Montoneros, que la dictadura quería perseguir. Lo cierto es que fue secuestrada y puesta a disposición del Poder Ejecutivo, hasta diciembre de ese año, cuando sufrió un preinfarto. Entonces fue liberada. Y nunca más quiso hablar de ese tema.
En un primer momento, viajó a Europa con su madre, de quien tomó el amor por la música clásica y con quien vivió hasta la muerte de la mujer, hace un par de años -algo que la afectó muy profundamente-. Y luego se dedicó por varios años a ejercer la profesión de abogada.
Restablecida la democracia, el ex presidente Raúl Alfonsín la nombró, en 1984, a cargo del Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Criminal. Y en 1988 fue ascendida a la Cámara del Crimen, donde fue compañera de sala de Zaffaroni. En 1993, por pedido suyo, pasó a desempeñarse, con igual jerarquía, como jueza del Tribunal Oral Criminal N° 3, hasta que se retiró en 2002.
También le interesó la vida académica. En 1959 ingresó como ayudante de cátedra; en 1968, fue adjunta interina de Derecho Penal parte general en la UBA, en la cátedra de Enrique Ramos Mejía y, en 1988, ganó el concurso de adjunta, cargo que desempeñó hasta su retiro, en 1999. También fue profesora de las universidades de Belgrano y del Salvador.
Pero donde tal vez más se destacó fue en otros dos terrenos. El primero, la fuerte defensa de los derechos de las mujeres, en general, y también de la labor de las mujeres en la Justicia. Además de integrar la Asociación Internacional de Derecho Penal, fundó la Asociación Internacional de Mujeres Juezas (IAWJ), que presidió entre 1998 y 2000. Y también creó y presidió la Asociación de Mujeres Juezas de la Argentina.
El otro campo donde descolló fue el internacional. En 2001, como jueza del Tribunal de Tokio, juzgó a los militares japoneses por violaciones y esclavitud sexual de mujeres durante la Segunda Guerra Mundial. Y luego pasó a integrar el Tribunal Penal Internacional de las Naciones Unidas para los Crímenes de la ex Yugoslavia.
Allí se encontraba cuando Kirchner la postuló para la Corte. Una mujer había sido, antes que ella, jueza del alto tribunal, Margarita Arguas, entre 1970 y 1973, pero designada por un presidente de facto. Argibay sería la primera propuesta en democracia y la segunda en ingresar, porque Elena Highton lo hizo antes que ella.
Su nominación levantó polvareda, porque su ateísmo y su posición proaborto irritaban a los sectores conservadores. El Senado, sin embargo, aprobó su pliego en 2004 y, en febrero de 2005, asumió en el alto tribunal. En 2008, recibió el Premio Konex a uno de los cinco mejores jueces de la década. Ayer su crónica dolencia cardíaca la llevó a la muerte. Pero Carmen Argibay estará siempre entre los jueces más respetables del país.
Debido a la sensibilidad del tema, la nota está cerrada a comentarios.
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