Una llamada desde Washington que fue desoída
El Departamento de Estado había anticipado al Gobierno su malestar por los dichos de Fernández mientras aún estaba de gira, pero como no hubo reacción, decidió exponerlo en público
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Los 25 minutos pautados para la conversación se habían consumido, y la comunicación terminó con los saludos de rigor y el protocolo final. Pero el funcionario del Departamento de Estado sintió que había un concepto que quizás no había quedado totalmente expresado. Entonces, ya fuera de la línea telefónica, hizo llegar un mensaje adicional: “Hay amigos de la Argentina en el gobierno de Estados Unidos que trabajan muy duro para persuadir a los que son escépticos sobre el compromiso con la Argentina. La aparente falta de apreciación sobre lo que representa la crisis en Ucrania y los comentarios realizados (por el presidente Alberto Fernández) hacen que este trabajo sea más duro. Hay una responsabilidad del gobierno argentino en reparar el daño”.
Quedaba claro que la administración de Joe Biden estaba interesado en pasar tres mensajes al mismo tiempo: que el tono de la gira presidencial por Rusia, China y Barbados había generado malestar y preocupación; que Estados Unidos está dispuesto a seguir acompañando a la Argentina en sus tratativas con el FMI; y que para ello el Gobierno tiene que dar señales de recomposición de un vínculo que quedó lesionado.
La decisión del Departamento de Estado de habilitar a uno de sus funcionarios de alto rango a difundir estas señales tenía una explicación diplomática muy concreta. Washington había hecho llegar el mismo mensaje en forma reservada a la Casa Rosada en los días previos y percibió que no había sido receptado debidamente. Fuentes diplomáticas de Estados Unidos le dijeron a LA NACION que “hubo conversaciones entre representantes de ambos gobiernos sobre este asunto en los últimos días”.
Al menos contabilizaron tres contactos “de alto nivel” con funcionarios argentinos. La primera expresión de malestar llegó inmediatamente después de que el Presidente dijera en Moscú, frente a Vladimir Putin, que estaba “empecinado en que Argentina deje esa dependencia tan grande que tiene con el Fondo y con Estados Unidos”. Al día siguiente, el viernes 4, absolutamente fuera de la agenda oficial prevista, el jefe de Gabinete, Juan Manzur, visitó al nuevo embajador de Estados Unidos, Marc Stanley, en su residencia. Allí recibió un sutil mensaje sobre el desagrado que había causado la frase de Fernández. El embajador Jorge Argüello fue destinatario de un aviso similar. En la cancillería argentina aseguran que no recibieron ningún recado oficial. “No, con nosotros no se comunicó nadie, ni en forma escrita ni verbal”, sostienen en el Palacio San Martín. Pero en el Gobierno admiten que hubo contactos. El problema es que por alguna razón ese mensaje no llegó con nitidez a los oídos de Alberto Fernández. O llegó y él no lo supo interpretar. Se produjo una riesgosa interferencia en la comunicación diplomática que dejó al Presidente expuesto durante el resto de la gira. Se había transformado en un satélite destructor fuera de órbita.
Por eso el tono del recorrido de Fernández no se alteró. En Pekín firmó el ingreso de la Argentina a la Ruta de la Seda, que incluye algunos capítulos que inquietan a Washington, como la cooperación en materia de energía nuclear civil. También convenios en materia de telecomunicaciones, un terreno que después alentó aún más al visitar la planta de Huawei, responsable de proveer tecnología 5G, un debate crítico que el país se dispone a encarar próximamente. Y en Barbados lanzó otra frase que fue interpretada como “inoportuna” por el Departamento de Estado. Fue allí donde pareció desconocer las gestiones norteamericanas para llegar a un entendimiento con el Fondo.
Cuando Fernández regresó el miércoles al país, ya era tarde. El Departamento de Estado había percibido una desatención a su mensaje y había decidido hacer pública la controversia, tras una cuidadosa evaluación respecto de cómo y a través de qué representante enviar el mensaje. Curtido en los laberintos del lenguaje diplomático, el funcionario que habló en off con LA NACION buscó ser indulgente: “Creo que cuando la gente señala que los hechos son distintos no están prestando atención o están enfocando la atención en otra dirección”. En criollo auténtico quizás lo hubiese expresado de otro modo.
Tras la difusión de la entrevista con el Departamento de Estado bajo el formato de una conversación en off de carácter oficial, el Gobierno reaccionó de dos modos. En público buscó desacreditar la información y relativizar su alcance. Quedó envuelto en una innecesaria polémica sobre técnicas periodísticas y exhibió una virulencia inusual en la gestión Fernández, que por momentos pareció un déjà vu de la peor etapa del último cristinismo. Puertas adentro, en cambio, el mensaje fue analizado en profundidad. Hubo dos reuniones seguidas de tres horas entre el Presidente y Argüello (que anoche regresaba a EE.UU.), en el primer caso también con Cafiero. Y Sergio Massa, otro protagonista en la relación bilateral, hizo llegar un comentario claro hacia adentro del Gobierno: “Ojalá que Rusia y China ayuden como ayudó el gobierno de Biden para el acuerdo con el FMI, porque necesitamos a todos”.
En esos encuentros se evaluó toda la relación bilateral con Estados Unidos pero especialmente se atendió la necesidad de dar señales para recomponer el vínculo, parte del reclamo que transmitieron desde el Departamento de Estado. “Hay que recomponer y ordenar la relación. No es grave, pero hay que trabajar”, dijo uno de los protagonistas Se trata de pragmatismo puro: en el Gobierno existe la presunción de que, si bien Washington no va a obstaculizar el acuerdo final con el FMI, “ahora van a mirar de reojo a la Argentina por varios meses”, como reconoció un interlocutor habitual con la burocracia norteamericana. La primera expresión de esos diálogos se produjo ayer, cuando el propio Presidente cambió su discurso para reconocer que Washington “acompañó con su voto a la Argentina”. La próxima semana habrá más señales en el mismo sentido.
La compleja geopolítica
La secuencia cronológica de la negociación con el FMI permite rastrear que a pocas semanas del vencimiento del viernes 28 de enero, las conversaciones estaban peligrosamente estancadas. Hasta entonces, el Gobierno tenía enormes dudas sobre cuál sería la directiva definitiva que daría Joe Biden y esa incertidumbre hacía mella en los ánimos oficiales. Argüello hizo saber a la Cancillería que era imprescindible una gestión de alto nivel en el plano político, para intentar que el Departamento de Estado influyera sobre la inflexible mirada técnica de la Secretaría del Tesoro y sobre el FMI. Fue un gesto desesperado para reencarrilar la conversación. Así se organizó el viaje de Santiago Cafiero a Washington y su reunión con Antony Blinken. En los diez días posteriores se produjo una evidente aceleración de las tratativas y el anuncio tan esperado un rato antes de que la Argentina desembolsara US$731 millones. El intercambio de esas jornadas marcó el punto más alto de la relación bilateral y todos los interlocutores reconocen el papel de Estados Unidos. Una fuente oficial que siguió de cerca estas conversaciones asegura incluso que en esos días “la Casa Blanca le dijo abiertamente a Georgieva que la Argentina no puede caer en default”.
Un diplomático al tanto de todas las tratativas transmitió incluso la certeza de que el viaje de Alberto Fernández a Rusia y China no era objetado en la Casa Blanca porque permitía la búsqueda de financiación alternativa, un planteo que apareció en el comunicado del FMI. Sin embargo, Estados Unidos también había desplegado en las semanas previas una estrategia ante presidentes de la región que tenían previsto viajar a Rusia o China, como Jair Bolsonaro, de Brasil, y Guillermo Lasso, de Ecuador, para que tuvieran en cuenta la sensibilidad del conflicto de Ucrania (pedían una reivindicación de su integridad territorial) y para encapsular su participación en la apertura de los Juegos Olímpicos de China -boicoteados diplomáticamente por Washington- con el fin de evitar compromisos por fuera de lo comercial. La Casa Rosada también recibió la misma sugerencia.
De fondo subyace la mirada geoestratégica de la administración Biden de que detrás de la escalada de Putin en Europa del este en realidad está Xi, y que Moscú actúa como un instrumento de Pekín para desgastar a Washington, algo que podría producirse por la vía militar, pero también por la vía económica, por los efectos que tendría en el precio de las commodities, sobre todo en el petróleo o el gas. La foto de Putin y Xi de los días posteriores, pareció una gestualidad de reafirmación. Una revisión siglo XXI de la doctrina Kissinger.
En este contexto de extrema tensión se sumergió con cierta candidez Fernández con su viaje. En su valija llevaba la satisfacción por el preacuerdo con el FMI, porque el objetivo de gestionar DEG en Moscú y una ampliación del swap en Pekín era inviable sin ese paso. Pero también cargó su equipaje con una cuota de rencor. Le había molestado que Estados Unidos no acompañara con mayor decisión, a diferencia de otros países, el estudio de revisión ex post del crédito otorgado a Mauricio Macri. Influido por el kirchnerismo duro, interpretó que Washington no se hacía cargo cabalmente de su responsabilidad en la magnitud y la laxitud de aquel préstamo. También le disgustó que la administración Biden se hubiera comprometido recién al final de la negociación, mucho después que los europeos y los asiáticos. Según un importante referente del Frente de Todos, percibió algún destrato en todo ese tiempo de silencio, y por eso se sintió reconocido con los recibimientos de Putin y de Xi. “¿Están seguros de que Estados Unidos hizo un gran esfuerzo? Yo no vi que lográramos demasiadas concesiones en la negociación final”, avala uno de los ministros más cercanos. La decisión de ayer de Biden de no aceptar moderar las sobretasas alimenta esta percepción. Sigue siendo una espina clavada en el capital simbólico de un sector de la coalición gobernante la sensación de que no se lograron los beneficios esperados en el acuerdo, y de que se llegó al cierre en las peores condiciones, después de un año y medio de dilaciones y sin reservas en el Banco Central. Muchos recuerdan ahora haber recomendado acordar a principios del año pasado, cuando el mundo era incertidumbre, el Fondo estaba sensibilizado por los efectos de la pandemia y Georgieva era una amiga de la Argentina, fortalecida dentro del directorio.
A pesar de todo ello, nadie en el Gobierno termina de explicar con argumentos convincentes por qué Alberto Fernández optó por darle a su gira un evitable tono crítico hacia Estados Unidos. Algunos aducen simple imprudencia verbal. Otros, un principio de compensación en su siempre delicada tarea de mantener los equilibrios internos en el FDT: después de varias semanas demasiado cerca del FMI y de EE.UU., correspondía un baño de multilateralismo.
Hay una voluntad en la Casa Rosada por no escalar más el tema porque quedan dos desafíos decisivos por delante. Uno es la firma del acuerdo definitivo, que implica un aval del directorio del FMI. Habrá que ver si los gestos de distensión con Estados Unidos surten efecto. El otro es la ratificación en el Congreso argentino, donde el oficialismo está desplegando una trabajosa tarea de recomposición interna, y de diálogo con la oposición, para tener una votación digna del acuerdo. La dirigencia política está ante una tremenda prueba de madurez para verificar si los fláccidos compromisos cosechados esta semana logran transformarse en votos. Una idea del diputado radical Mario Negri es bien vista por el oficialismo: que la discusión se dé una sola vez en la Comisión Bicameral Permanente de la Deuda Externa, para que el debate no se duplique y no se extiendan los plazos. Todavía no se definió por qué cámara ingresará, pero en el FDT afirman que si hay una carta de intención ya firmada con el FMI, el plazo del 22 de marzo, día del próximo vencimiento por US$2800 millones, no se transformaría en un deadline absoluto y habría margen para una prórroga.
La Argentina se ha acostumbrado a vivir entre situaciones límites y fechas terminales. Un país que hizo del sobresalto una condición constante. Su fragilidad estructural le impide vivir lo que muchos llaman “normalidad”.
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