Una Corte Federal: menos democracia, menos derechos
El máximo tribunal debe asegurar la especial protección de las minorías más vulnerables, no expresar la voz de los gobernadores; el peligroso antecedente de la fiscal destituida en Entre Ríos
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El 23 de mayo pasado, un grupo de 16 gobernadores firmó un documento reclamando la conformación de una “Corte Federal”, que vendría a ampliar a la actual, de un modo significativo. Ellos proponen establecer un tribunal de composición “federal”, de 25 miembros, destinado a transformar a la Corte en una institución “más moderna”, “más eficaz” y “acorde a las mejores experiencias internacionales” (sic). La iniciativa, políticamente motorizada por el kirchnerismo, retoma una sugerencia hecha (desprolija e improvisadamente, en mi opinión) por el jurista Raúl Zaffaroni. La proposición del caso fue presentada por un Senador del oficialismo como “la única forma de hacer posible” la ansiada ampliación de la Corte.
Por supuesto que el contenido sustantivo de una reforma (esta o cualquiera) pase a ser dependiente de la estrategia política más adecuada para aprobarla (“Subamos el número de jueces a 25, así todas las provincias reciben su premio”), resulta ya un problema enorme (hablamos de derechos fundamentales, y no de negocios entre poderosos). Sin embargo, en lo que sigue no voy a ocuparme de esta objeción, como tampoco voy a centrar mis críticas en cuestiones relacionadas con la consistencia política y la honestidad intelectual (aunque resulte un problema serio que quienes hoy piden subir el número de jueces, sean los mismos que hasta ayer pedían bajarlo, alegando las mismas razones de eficiencia y modernidad). Me concentraré, a continuación, en una larga serie de objeciones jurídicas que nos permiten ver a la iniciativa por una “Corte Federal”, como aberrante o ridícula.
En primer lugar, señalaría que una alternativa como la expuesta, traslada a un órgano jurídico, un problema político grave, como el que afectaba al “viejo” Senado de la Constitución de 1853 (y que obligó a reformar al Senado, en 1994). La cuestión era que el Senado “versión 1853″ parecía incapaz de proteger a las “minorías” de cada provincia. El “viejo” Senado representaba, de modo habitual, al grupo mayoritario de cada provincia, y en el peor de los casos se convertía en la pura expresión de las oligarquías provinciales. Por eso es que la reforma del ‘94 obligó a incorporar a un senador por la minoría.
Lo dicho torna visible un segundo problema, mucho más grave que el citado. La cuestión es que la Corte no es ni debe ser un órgano “representativo”, ni mucho menos un órgano destinado a expresar, de modo especial, a la voz de los gobernadores de provincias. Más bien lo contrario: la Corte debe asegurar la especial protección de las minorías más vulnerables. Su tarea no es (¡de ninguna manera!) la de convertirse en vocera de los poderes locales (poderes que, por lo demás, son los que más habitualmente amenazan los derechos de quienes se animan a impugnarlos, como el reciente y terrorífico caso de la fiscal destituida en Entre Ríos nos lo ratifica).
Un tercer problema sería el siguiente. A diferencia del Congreso (argentino o norteamericano), que tomó como “clivaje” o conflicto principal a atender al conflicto de integración de las provincias en la Nación, los tribunales superiores se dirigieron siempre a atender otro tipo de conflictos. Ellos fueron orientados a impedir la “violación de derechos,” antes que a resguardar “los intereses de los territorios”. Garantizar derechos (como los derechos humanos) exige, en primer lugar, pensar en las libertades de las personas y las obligaciones estatales: los Estados (la Nación y las provincias) son los que deben someterse a control, en lugar de pasar a decidir cuáles controles sobre sus propias decisiones son controles válidos.
Ahora bien, ¿ayuda, el actual modelo constitucional, a que nuestros jueces se ocupen de proteger los derechos de las minorías? En parte sí y en parte no. Es cierto que nuestro sistema constitucional hace algunos “esfuerzos” destinados a “motivar” a los jueces hacia la protección de los derechos de las minorías. Así, por ejemplo, cuando “desacopla” al sistema judicial de la regla de mayoría (los jueces superiores no son elegidos ni removidos directamente por la ciudadanía); o cuando exige ciertos estudios especiales para ser juez; o cuando dota a los cargos judiciales de una alta estabilidad (de modo tal de “aislarlos” de “enojos sociales” coyunturales); o cuando crea condiciones especiales para la toma de decisiones (los jueces no están normalmente obligados a decidir bajo la presión del tiempo). De todos modos, es cierto también que tales “esfuerzos” han demostrado ser limitados e imperfectos. Nuestro sistema ha servido mejor para separar a los jueces de “la mayoría”, que para incentivarlos a proteger a “las minorías” más postergadas. Por eso también hablamos de un problema “democrático” que -en toda América- afecta al funcionamiento de la justicia. Sin embargo, y en relación con el tema que aquí nos ocupa, importa señalar que una propuesta como la de la “Corte Federal” no solo mantendrá irresuelto el problema “democrático” (porque seguirá siendo una elite de cinco, 15, o 25 miembros la que, desde el “altar” de la Corte, decida nuestros desacuerdos constitucionales más importantes), sino que a la vez ofenderá aún más, y del modo más irresponsable, al compromiso constitucional de resguardar los derechos de todas las minorías, y en particular los derechos de aquellos que se animan a cuestionar al poder de los caciques provinciales de turno.
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