Una connivencia con culpas compartidas
La unidad sindical no es siempre posible, aunque sin duda es lo que más conviene a los trabajadores que deciden realizarla en libertad. Hay que admitir, no obstante que la diversidad ideológica puede justificar expresiones de pluralidad sindical -varias centrales, por ejemplo- lo que, como lo muestra la experiencia comparada, no suele ser obstáculo para la unidad de acción cuando se trata de defender los intereses económicos y sociales de los trabajadores.
¿Por qué en la Argentina, pese a que una amplia mayoría de la dirigencia sindical converge en una identidad ideológica común y la unidad sindical viene impuesta desde la propia ley, el sindicalismo tiende a fracturarse en su máximo nivel y esa unidad de acción se muestra recurrentemente esquiva?
El cuadro que ofrece hoy el sindicalismo argentino, desmembrado en por lo menos cinco sectores, hace evidente la respuesta: si hay por lo menos dos y hasta tres CGT, esa división obedece a su respectiva relación de proximidad o distancia respecto del Gobierno; si hay dos CTA, es sólo por la misma razón.
Esa condición de pertenencia y adhesión al Gobierno -o bien de alejamiento y rechazo- es propia de una cultura construida en torno de una singular relación de los sindicatos con el Estado que se vive entre nosotros con naturalidad, pero sería un estigma difícil de sobrellevar en otras latitudes. Esa cultura no habría logrado instalarse si no hubiera sido promovida desde el propio Estado, en una histórica connivencia que habría de generar crueles paradojas como las que hoy observamos: el sector sindical que ayer gozara de los favores del Gobierno hoy padece el rigor del rechazo oficial; el sector sindical al que en sus primeros tiempos el Gobierno no dispensara sino el más inocultable desprecio hoy ocupa -casi perplejo- el espacio perdido por aquél; el Gobierno que ayer disfrutó de un cierto acrítico acompañamiento sindical, hoy es sujeto pasivo de una fervorosa gesta opositora liderada precisamente por quien ayer se ocupaba de disciplinar en su favor el reclamo social.
¿Cómo evaluar el paro de ayer, a la vista de tan paradójico entramado? Los órganos de control de la OIT reconocen la legitimidad de las huelgas de protesta que tienen por objeto "ejercer una crítica con respecto a la política económica y social del gobierno", pero no la de "las huelgas de naturaleza puramente política". Si se creyera en la sinceridad del reclamo sindical -y se desdeñara la sospecha oficial de que la huelga es el producto de la animadversión política devenida en acción opositora-, la huelga de ayer habría tenido una inobjetable motivación.
Si, por el contrario, tuviera razón el Gobierno en su descalificación de la medida, el vicio que la deslegitima no sería imputable sino a una desnaturalización de las relaciones entre los sindicatos y el Gobierno, en cuya construcción participaron ambos conjuntamente. Sería un supuesto de culpa compartida.
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