Una asamblea legislativa de entrecasa
Terminó un gobierno y nace otro con Massa como eje; el pánico por la crisis sacó al peronismo del letargo; Cristina administra su última ficha
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Alberto Fernández languidece como presidente después de que el peronismo unido le comunicó la cruel disyuntiva que tenía por delante: ceder el poder o perder el cargo. La irrupción de Sergio Massa como interventor del Poder Ejecutivo fue el desenlace de una asamblea legislativa de entrecasa que puso fin a un gobierno sin pasar por el engorro de los trámites institucionales.
La era Massa nace marcada por una incógnita. ¿Es posible reparar el dispositivo dañado del Frente de Todos y convertirlo en una maquinaria de gestión eficiente? Su éxito como ministro de Economía depende, más que del acierto técnico, de la capacidad de encolumnar al oficialismo detrás de un programa coherente para enfrentar un descalabro indisimulable. En otras palabras, le toca demostrar que “el problema era Alberto” y no un sistema de gobierno disfuncional, erosionado desde adentro por la vicepresidenta Cristina Kirchner y por un sinfín de escaramuzas entre facciones enemigas que cohabitan en cada área de la administración del Estado.
Massa exuda ambición y tejió con astucia su ascenso al Gobierno como la última apuesta para evitar un desastre. El peronismo clamaba “orden” y la oferta era escasa. Consiguió el aval de Cristina y de los gobernadores, más por desesperación que por convicción. Le urge retener ese apoyo cuando empiece a suministrar la medicina amarga que requiere este paciente crítico que es la economía argentina.
“Cristina está adentro. Su obsesión es que el gobierno llegue”, dice una fuente del kirchnerismo de diálogo habitual con la vicepresidenta. Lo que viene en lo inmediato es ajuste y recesión, palabras malditas en el diccionario cristinista. La duda es cuánto estará dispuesta a poner el cuerpo para defender aquello que aborrece. En su entorno descuentan que posará al menos para una foto con Massa después de que el miércoles anuncie sus primeras medidas: “Después será día a día”.
El plan Massa es una obra en construcción, pero lo que anticipa el mercado horrorizaría a un kirchnerista desprevenido. Cumplir el acuerdo firmado con el FMI, mejorar la relación con el campo para facilitar la liquidación de divisas, tasas de interés positivas y, más tarde o más temprano, un acomodamiento del tipo de cambio oficial. ¿Por qué lo apoyaría Cristina? “Ella hace tiempo que pide usar la lapicera –responde un gobernador que habló con ella esta semana–. El día que se fue (Martín) Guzmán, Cristina dijo muy clarito que había que hacer lo necesario para ganar las elecciones en 2023. Ella va a acompañar si le demuestran que las medidas serán eficaces para bajar la inflación y recuperar el año que viene el poder adquisitivo de los salarios”.
Silvina Batakis murió de silencio. Esbozó un recorte del gasto que no llegó a alumbrar, ejerció en Washington su derecho a viajar cuando ya era el fantasma de una ministra y se marchitó antes de volver. Cristina le atendió el teléfono casi a diario, pero no le regaló en 24 días ni siquiera una palabra de aliento.
La vicepresidenta le picó el boleto el sábado de la semana pasada en la última cita a solas con Fernández, en Olivos. Allí le dijo que Batakis había fracasado, a la luz de los resultados. Las reservas seguían saliendo como por tubería, el dólar blue estaba 100 pesos arriba que el último día de Guzmán y el mensaje que atinaba a transmitir la ministra hacia dentro del oficialismo era de pánico por lo que se avecinaba.
El diálogo fue áspero cuentan fuentes que lograron traspasar el hermetismo de la cumbre. Fernández se resistió a aceptar el diagnóstico de Cristina, pero empezó a asimilar la idea del recambio. Casi al tiempo que terminaba la reunión, Batakis subía al avión para ir a Washington. La jefa del FMI, Kristalina Georgieva, el asesor clave del Tesoro, David Lipton, y un grupo de inversores que interrumpió sus vacaciones para verla la escucharon describir a lo largo de tres días el tamaño del apoyo político con el que contaba. Mientras, en Buenos Aires, se cocinaba su despido.
Cristina se empeñó en acorralar a Fernández. “No hay más tiempo”, decía. Habló con Axel Kicillof y con Jorge Capitanich, los gobernadores en que más confía. Ninguno de los dos siente especial fascinación por Massa, pero coincidieron en que no había otro piloto en condiciones de agarrar el volante. Un clamor desembozado tomó temperatura entre lunes y martes. Se sumaron intendentes del conurbano y el ministro bonaerense Martín Insaurralde, aliado de Máximo Kirchner.
Trece de los catorce gobernadores oficialistas se autoconvocaron en el Consejo Federal de Inversiones (CFI) el miércoles. Parecía una escena traída de 2001. “La sensación era que el peronismo se hubiera despertado de un largo sueño”, retrató uno de los presentes. Dos coincidencias cruzaban la mesa, entre discursos exaltados: el fracaso de Batakis y la alarmante falta de reacción del Presidente.
El ruido llegó como un trueno a la Casa Rosada. Fernández los invitó a almorzar, en un intento improvisado por contener una rebelión en ciernes. Los gobernadores fueron, aunque rechazaron la comida. Llegaron a las 3 de la tarde y le exigieron, por momentos levantando la voz, un cambio urgente. Capitanich y el santiagueño Gerardo Zamora fueron los más enfáticos. Ahí le plantearon que analizaban emitir un comunicado con exigencias al Gobierno. “Si no hacés algo ya, no durás ni 10 días”, fue una de las frases que sacudió a Fernández. Alguien mencionó, hiriente, el nombre de Fernando de la Rúa. Capitanich le mostró una encuesta de Zuban Córdoba con datos catastróficos sobre la imagen presidencial y el pesimismo social.
Uno de los presentes contó que nadie pidió el nombre de Massa: “Pero se caía de maduro. Es quien estaba posicionado para entrar”. Sí hubo insistencia en que no se moviera a Juan Manzur de su lugar. Los gobernadores lo siguen viendo como el delegado de las provincias en la Casa Rosada, a pesar de su gris desempeño como jefe de Gabinete. A esa hora el operativo de pinzas avanzaba, con empresarios cercanos al poder que alentaban la opción Massa con llamadas a las principales oficinas de la superestructura oficialista.
El peronismo volvía a ofrecerse como salvación. Con la particularidad de que esta vez el sujeto a rescatar era otro peronista.
Acorralado, Fernández cedió. Despidió a los gobernadores con la promesa de un anuncio inminente. Volvió el reloj tres semanas atrás, al momento en que Guzmán le tiró la renuncia por la cabeza. Aquel fin de semana se había negado a darle a Massa el control de la Economía, porque entendía que sería su claudicación definitiva. Cristina tampoco veía entonces con cariño el ascenso de un político con el que reaprendió a coexistir pero que sigue siendo aquel que alguna vez prometió “meter presos” a los kirchneristas acusados de corrupción; la tribu que ella misma integra.
Todos quisieron demorar la última carta. Muy rápido llegó la hora de jugarla. Batakis fue una ministra descartable. Funcionó como un by pass psicológico hasta que los dos integrantes de la fórmula presidencial de 2019 asumieron la precariedad de su situación. Los empujó a decidirse el peronismo territorial, que resucitó para advertir que no los iba a dejar marchar alegremente hacia un accidente institucional.
El reparto de poder
A Massa el ciclo Batakis le permitió acumular músculo, aunque el mote de “superministro” exagera lo que consiguió en la mesa de negociación. Por el momento no pudo conquistar el Banco Central, herramienta fundamental para que triunfe su política monetaria y cambiaria. Tendrá que lidiar con Miguel Pesce, que ha sido permeable a calibrar con él las decisiones de los últimos días (tasas y medidas para alentar la liquidación de exportaciones del campo).
En Energía sobreviven los delegados de Cristina. Massa quiere revisar el esquema de segmentación de tarifas que impulsó Guzmán y que ya no defiende nadie en el Gobierno. Bajar de manera consistente los subsidios es vital para cumplir el programa firmado con el FMI. ¿Podrá esta vez tirar abajo la barrera de los camporistas y de la vicepresidenta?
Cristina se quedó también con el manejo de la AFIP, donde puso a un soldado fiel: Carlos Castagneto. Será el guardián del secreto fiscal, ese derecho que la vicepresidenta ha puesto en duda recientemente. Habrá que seguir de cerca la gestión del exarquero de Gimnasia y Esgrima La Plata. Si lo que viene es un ajuste ortodoxo, el kirchnerismo querrá compensarlo con una fuerte presión al sector privado para atenuar los efectos sociales y proteger su capital simbólico. Qué mejor herramienta que una agencia tributaria.
Massa aceptó esos límites. Prometió “orden, planificación y coordinación”, como escribió en su primer mensaje público desde que fue designado. Al reclamar todo lo que considera ausente, emitió la sentencia de su juicio abreviado del gobierno de Fernández.
Para mejorar la coordinación promovió que Juan Manuel Olmos pasara de asesor presidencial a vicejefe de Gabinete. Es el albertista al que más respeta y cree que puede compensar las carencias de Manzur en el control de la gestión. Disfrutó -hasta con un desplante que fue meme- la salida de Daniel Scioli de Producción. Otro funcionario estelar efímero, que en 44 días solo pudo exhibir el éxito de haber encontrado a Batakis el día que la buscaban infructuosamente para ofrecerle el Ministerio de Economía.
Gustavo Beliz fue un daño colateral del desembarco de Massa. Se llevan pésimo, como vieron todos los que integraron la comitiva de hace un mes a la Cumbre de las Américas en Los Ángeles. Renunció indignado con Fernández, que le había prometido que seguiría, pero sin avisarle le estaba transfiriendo a Massa su principal función, la relación con los organismos multilaterales.
El destrato de Fernández a los propios mató al albertismo. Sus últimos fieles saben que están a la buena de dios y que deben buscar cobijo en otras terminales peronistas. Entre ellos muchos hablan de Alberto en pasado, sin darse cuenta. Será cada vez más difícil subsistir en el Gobierno sin un buen vínculo con Cristina o con Massa.
El nuevo ministro trabaja con sus íntimos en el armado del equipo económico y del plan, pero hizo saber que validará las decisiones en la mesa de la coalición (un eufemismo para decir “con Cristina”). El Gobierno será desde ahora un ida y vuelta entre el Senado y el Palacio de Hacienda, con paradas esporádicas en la estación Casa Rosada.
El margen de tiempo es escaso en esta crisis que devora postulantes al estrellato político. La audacia política de Massa, los contactos empresariales y diplomáticos, más los vínculos que mantiene con la oposición son credenciales de las que carecía por completo Batakis. ¿Alcanzará?
El drama de un país sin dólares y sin financiamiento persiste. Lo que empezó es un nuevo juego político en el que el peronismo gobernante debe encarrilar la economía mientras define una nueva jefatura.
Massa apuesta un pleno al entrar a la casa en medio del incendio. Si no lo devoran las llamas clamará por el lugar de preeminencia que ansía desde el día en que se fue del partido, hace casi 10 años. ¿Podrá, a diferencia de Alberto, Scioli y otros que lo intentaron antes, construir un liderazgo propio sin desafiar abiertamente a Cristina?
Ella tuvo que optar entre engordar a un potencial competidor o asumir una catástrofe institucional, pero nada indica que se haya resignado a entregar el mando. “Los votos son nuestros”, insisten a su lado y sueñan con su candidatura presidencial en 2023.
Fernández se estrelló con sus limitaciones. El proyecto de reelección quedó hecho añicos y su objetivo más ambicioso consiste ahora en llegar a diciembre de 2023. Destino irónico para un político que hizo de la postergación un arte.