Una ampliación de la Corte absurda y a contramano del país
Nada se gana llevando al máximo tribunal a un número exorbitante de miembros, que impedirá seriamente su funcionamiento
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En momentos en que la situación económica es angustiante, la pobreza aumenta y la inflación resulta incontenible, nuestros legisladores tienen que estar realmente descaminados para creer que será de utilidad ampliar abruptamente la composición de la Corte Suprema. Salvo, claro está, que los objetivos por lograr sean otros, y a sabiendas de que no se persigue ningún interés general.
Empecemos por lo básico. La Corte Suprema es una rama del gobierno, junto con los restantes poderes del Estado, pues así lo indica la Constitución al explicar cómo se compone el “Gobierno Federal”. Se adoptó además la forma republicana de gobierno, con su énfasis en la división de poderes, para evitar la reiteración de las nefastas experiencias previas a su sanción. Esto es, la acumulación en pocas manos de altas cuotas de autoridad.
Si hay algo que la Corte no debe hacer, justamente por ese diseño federal, es inmiscuirse en los fallos de los tribunales de las provincias o buscar una concentración de poder, pues su jurisdicción es limitada.
Su rol es velar por la supremacía de la Constitución, con su capítulo de derechos y garantías, y de ciertas leyes especiales que el Congreso dicta. Una de esas garantías centrales es la de la igualdad. La Corte tiene por misión erradicar cualquier privilegio o fuero personal.
La pregunta que se impone es: ¿qué se gana, dentro de este esquema, llevando la Corte a un número exorbitante de miembros, que impedirá seriamente su funcionamiento como cuerpo? La Corte, por diseño constitucional, y a diferencia de otros países de la región, no tiene por misión “unificar” jurisprudencia o imponer criterios uniformes de interpretación de la ley, pues eso atentaría contra la autonomía de las provincias.
Tampoco las provincias requieren de una “representación” en la Corte, a la manera de un embajador, pues su jurisdicción es limitada, y por definición no comprende el análisis de casos donde se discutan temas de “derecho público provincial”.
Por las materias constitucionales y de interpretación de normas federales que la Corte trata, tampoco es necesario que la integren personas versadas en cada una de las ramas del derecho, como puede suceder con los Superiores tribunales de provincia, que analizan el llamado derecho común. Allí sí tiene más sentido dividir las Cortes provinciales en salas, con cierta especialidad asignada, pues la interpretación de los distintos códigos y leyes comunes queda reservada a las jurisdicciones locales, no a la Corte Suprema.
La misión de la Corte
La Corte sí debe ocuparse de zanjar los conflictos que surjan entre actos o leyes de autoridades de provincia, por un lado, y actos o leyes del gobierno federal, por otro. Debe ocuparse asimismo de preservar los delicados equilibrios entre los poderes, y garantizar a los ciudadanos la vigencia de sus derechos básicos.
Si la misión que la Constitución le asigna a la Corte ha sido razonablemente cumplida, a lo largo de los años, por una cantidad limitada de jueces, ¿cuál puede ser ahora el objetivo de triplicar, y hasta quintuplicar su número, como se mencionó en ciertos proyectos? Es verdad que actualmente no la integran mujeres, y sería deseable que así fuera, por lo pronto llenando la vacante hoy existente, y pensando asimismo en la conveniencia de otra designación en la misma dirección ante la próxima oportunidad.
En lo que hace a diversidad regional hoy ya existe, pero nada obsta a que se atienda ese factor en alguna próxima designación. Pero, reitero, los jueces de la Corte no han sido pensados para “representar” a cada provincia, pues para eso ya está el Senado.
Si las razones de una abrupta ampliación, entonces, no están en la Constitución, no es arriesgado pensar que hay que buscarlas más bien en sus antípodas. Esto es, en el deseo de conformar una “nueva” Corte que responda a los deseos de los actuales gobernantes, a la manera de lo sucedido con el expresidente Carlos Menem en la década del noventa. Igualmente, en la búsqueda de una licuación del poder de los actuales jueces, y en obtener miradas permisivas cuando los casos de corrupción que actualmente resuenan lleguen, o como seguro ocurrirá, a los estrados de la Corte Suprema.
Señalé al principio que nuestro sistema constitucional descansa en la igualdad ante la ley. Da la impresión de que los legisladores que impulsan este alocado proyecto tienen en mira exactamente lo opuesto a ese paradigma, al buscar la satisfacción de los deseos de unos pocos, a expensas de las aspiraciones republicanas de muchos.
El autor es abogado especialista en derecho constitucional
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