Un tiempo imprevisible ante lo inconcebible
Lo ocurrido anoche no solo cambia el curso de los acontecimientos sino que implica un salto de escala; y nada explica lo ocurrido.
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Cuando la capacidad de asombro de los argentinos parecía haber llegado a su límite, ocurrió lo que jamás había pasado. El intento de magnicidio de la vicepresidenta Cristina Kirchner irrumpe con la potencia de lo inimaginable y lo desconocido, de lo repudiable y lo inconcebible. Tal vez para cambiar hasta lo impredecible la dinámica política y social y abrir un tiempo de incertidumbre aún mayor. Solo que no se haya concretado aporta algo de tranquilidad.
El hecho ocurrió, para mayor desconcierto, apenas pocas horas después de que se arribara a un acuerdo entre las autoridades nacionales y porteñas respecto de las manifestaciones y la seguridad en la zona del domicilio vicepresidencial. Un consenso que parecía traer algo de cordura y de paz después de tantos días de desmesura y desatino. No llegó a ser ni un respiro.
Los argentinos ya estábamos en vilo, pero lo sucedido anoche, cuya imagen pudo ser vista por todos, no tienen parangón. La convivencia democrática se puso seriamente en riesgo y la paz social fue alterada, como bien admitió anoche el Presidente.
El atentado produce una sensación de consternación y vulnerabilidad colectiva que exigen el urgente esclarecimiento y la explicación detallada por parte los organismos de seguridad y de inteligencia nacionales. No algo sino muchas cosas están demasiado mal para haber llegado a esta instancia.
La vicepresidenta de la Nación estaba más en el centro de la escena que nunca desde que asumió este cargo y había vuelto a movilizar las pasiones que su figura consigue despertar, por lo que resulta casi inimaginable que haya podido ser víctima de un intento de homicidio sin que nadie lograra preverlo y evitarlo.
Más aún, si el magnicidio no se perpetró no fue porque las fuerzas de seguridad federales encargadas de la custodia y seguridad vicepresidencial lo impidieron. A pesar de que Cristina Kirchner cuenta con un centenar de custodios asignados. Si el atentado no se concretó fue por la fortuna, la providencia, la incapacidad del arma para concretar el propósito o quién sabe qué circunstancia aún desconocida. La sociedad toda necesita saberlo.
El tiempo que se abre ahora resulta del todo imprevisible y, mucho más, si este intento de magnicidio no es esclarecido desde su concepción hasta el momento que se frustró. La detención del autor material resulta del todo insuficiente.
Tampoco parece resultar la herramienta más propicia para restaurar la tranquilidad y la paz la declaración de un feriado para que se puedan desarrollar manifestaciones, como anunció anoche Alberto Fernández.
Los hechos que se sucedieron en los últimos diez días ya habían sido suficientemente vertiginosos y algunos de ellos sin ningún antecedente, como el pedido de prisión a 12 años por corrupción para una vicepresidenta en ejercicio, para tener a la sociedad desvelada. Mucho más después de dos años y medio de penurias, angustia e incertidumbre en los que se sucedieron circunstancias nunca atravesadas por los argentinos vivos, como una pandemia que nos tuvo confinados más de cuatro meses ininterrumpidos y casi un año con intermitencias.
Muestras iniciales de civilidad
Las reacciones unánimes de repudio de todo el arco político aportaron la inicial y básica cuota de civilidad, cordura y sentido democrático que tantas veces parecieron a punto de perderse en los últimos años, atravesados por pasiones y conflictos políticos que buena parte de la dirigencia ha propiciado o estimulado irresponsablemente. Tal vez sea el momento de hacer un sincero mea culpa. Los discursos del odio a los que aludió el Presidente no están solo en la boca de los otros, como pareció sugerir Fernández.
Sería deseable que fuese este un punto de inflexión. Un punto de encuentro y no de mayor desencuentro en el que la mayor responsabilidad recae, como es obvio, sobre el Gobierno todo y sobre cada una de las autoridades. Pero a la que no pueden ser ajenos ninguno de los dirigentes políticos y, también, sectoriales.
Tal vez sea este otro de los momentos cúlmines desde la recuperación de la democracia en los que la dirigencia política vuelve a enfrentarse a una prueba máxima de responsabilidad, aptitud, sentido del deber, compromiso institucional y vocación de servicio. Gobierno y oposición acaban de volver a ser interpelados como otras pocas veces en los últimos 39 años y como nunca desde que se superó la crisis económica política de 2001.
Se abre así un impasse en la dinámica que se desencadenó hace diez días. Un hecho que pone imprevisto freno al enfrentamiento entre oficialistas y opositores en torno de la culpabilidad o la inocencia de la vicepresidenta. Un episodio de violencia inaceptable e incomprensible que lleva todo a otra escala y dimensión. Devolver la tranquilidad y restaurar la paz social alteradas resulta una prioridad absoluta y un desafío para toda la dirigencia,
Parecía que el sobregiro en el que habían incurrido varios de los actores centrales en los últimos días estaba llevando a la democracia y a la sociedad a una zona de riesgo. Pero nunca jamás podría haberse imaginado que se pudiera llegar a producir un intento de magnicidio. Aunque desatar pasiones implica siempre abrir dinámicas imprevisibles de control improbable.
El vértigo y el hiperbólico intento de magnicidio dificultan advertir en este momento todo lo que había ocurrido en solo siete días. Y tal vez ya resulte parte de una historia que cambió su curso profundamente. Pero merece registrarse.
Antes de que ocurriera el intento de homicidio de anoche, la vicepresidenta había acelerado en pos de la reversión y resurrección del ciclo de la vida kirchnerista. Ese círculo que empezó hace dos décadas con los actos masivos legados por Néstor Kirchner, siguió con las plazas de fanáticos cristinistas y cerró con los patios militantes, antes de su apoteósico recital de despedida el 9 de diciembre de 2015.
Desde una esquina de Recoleta, Cristina Kirchner había emprendido en estos días el camino de regreso. En busca de la recuperación del calor de las masas. Y del poder. Restaurando la grieta y la recreación de la peligrosísima lógica amigo-enemigo.
Era el plan de reconstrucción épica para evitar (o detener) el ocaso. Desde YouTube y “el santuario de la Recoleta” hasta el parque Néstor Kirchner, de Merlo, sin escalas y con destino final en su 17 de octubre. Mientras, iba arriando peronistas incómodos y complicando a opositores, algunos de los cuales respondieron sin la mesura necesarias. Extremando límites, pero dentro de lo que es de practica en la política nacional. Ahora todo queda en suspenso. Y rodeado de incógnitas profundas.
Lo que empezó como un acto de autorreivindicación ante un pedido de condena judicial pasó por la declaración de guerra a la autonomía porteña hasta llegar a la instalación de una posible tercera candidatura presidencial.
Desde su llano en las encuestas de imagen, Cristina Kirchner había conseguido con su verba flamígera cercar a todo el peronismo y lograr que nadie se alejara de su espacio. Desde allí logró alterar el orden que había consagrado ya hace más de un año la fallida presidencia de Alberto Fernández.
Consiguió en menos de un mes una inversión de roles en la escena política, que se profundizó en la última semana. El Gobierno había recuperado la ofensiva y la oposición fue puesta a la defensiva.
Antes, la llegada (por decantación, descarte, resignación o tacticismo) de Sergio Massa al Palacio de Hacienda, tras el desplazamiento a repetición de Martín Guzmán y Silvina Batakis, había aportado algo del orden político que necesitaba la economía. Fue lo que le dio el plafón a Cristina Kirchner para que en su hora más sombría reviviera con la llama de su palabra la pasión de los propios.
Desde el sitial recuperado, la líder del ultrakirchnerismo imprimió velocidad. Aunque el sobregiro provocara chispas, destinadas a caer sobre el polvorín que intenta administrar Massa. En medio de la agitación de la militancia y del ánimo social, ese era hasta anoche el punto mayor de incertidumbre. Es posible que haya que revisar todos los pronósticos y redefinir los escenarios.
Lo que en solo una semana se había instalado como una batalla final de la dirigencia política no tenía visos ni posibilidades de resolución inmediata dentro de los cánones y del cronograma institucionales. Parecía una disputa prematura respecto de cuyo desenlace se abrían muchos interrogantes aun antes de que se produjera el intento de magnicidio. Qué decir ahora.
Hasta anoche, los más racionales del oficialismo se preguntaban, primero, cuánto tiempo podría sostenerse con la misma intensidad el entusiasmo militante y mantener la centralidad en la agenda pública, más allá del círculo de los fieles. Lo ocurrido anoche no solo cambia el curso de los acontecimientos sino que implica un salto de escala. Y nada explica lo ocurrido.
La historia argentina larga, y no solo la que recordamos desde 1983, obliga a extremar la cautela y la responsabilidad.
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