Un punto de fuga en la matrix argentina
El proyecto de ley ómnibus hizo colisionar dos civilizaciones: mientras que los parlamentarios de pura cepa se enfocaban en el trámite legislativo, el Gobierno peleaba la batalla simbólica; el elogio de Cristina Kirchner
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En el bar de la Cámara de Diputados dejaron de proveer leche para el café. Fue a fines de diciembre cuando los sobrecitos de leche en polvo se multiplicaron de a poco en cada uno de los platos que sostenían las tazas. Las caras de quienes probaban ese brebaje amargo, denso y con pequeños copos blancos que no se terminaban de diluir pronosticaban un enero difícil. “No hay plata”, señalaban con un humor aquellos que se animaban a tomarlo. La gracia se fue diluyendo a medida que promediaba el mes y esos rostros, al principio solemnes y consustanciadas con la causa libertaria, se transformaron en ojerosos, hastiados, con sed.
Algo similar ocurrió con el ingreso del mamotreto de 664 artículos -video y promoción del solemne acto por redes sociales mediante- a la mesa de entradas de la Cámara de Diputados. La máquina parlamentaria se puso en movimiento y los pasillos del Palacio Legislativo fueron un constante ir y venir de asesores, legisladores, funcionarios y periodistas. El entusiasmo duró lo que tardaron en colisionar las civilizaciones que tuvieron que dialogar: los parlamentarios de pura cepa y los novatos. La casta y los argentinos de bien, en términos de Javier Milei.
A los 38 diputados que conforman hasta hoy el bloque libertario se los notó entusiasmados. Se montaron en ropajes acordes y no faltaron a ningún plenario de comisiones. Sin decir una palabra, observaban los gestos de los más experimentados y se esforzaron por imitarlos sin desentonar. Su labor durante el casi mes y medio en el que la “Ley de Bases” pasó por el desarmadero, se transformó en un frankestein y finalmente feneció fue periférico.
Ese proceso, como suele ocurrir, pasó por fuera de los muros donde desfilaron funcionarios, referentes de organizaciones de la sociedad civil, activistas, sindicatos y académicos. En línea directa con la Casa Rosada, el presidente de la Cámara de Diputados, Martín Menem, funcionó en un inicio como negociador con los bloques claves para llegar al mágico número de 129 voluntades. Pronto sus buenos modales no fueron suficientes para sus interlocutores, quienes rogaron por una “mesa política”. Es decir, personas con poder de decisión con las que despeluchar el texto de la iniciativa que pretendía -¿pretendía?- sancionar el Ejecutivo.
Para una politóloga devenida en periodista, estar asignada para trabajar en el Congreso en el despegue de un gobierno atípico, en minoría y con toneladas de ideas reformistas era, profesionalmente, lo mejor que le podía pasar. El Gobierno de Milei, no obstante, se encargó de convertir en obsoleto todo lo que había estudiado.
La consternación afectó también a la oposición aliada compuesta por UCR, el heterogéneo bloque de Miguel Ángel Pichetto e Innovación Federal, terminales de 66 legisladores y 12 gobernadores. El Pro, con 37 diputados convertidos todos en halcones, siempre se mostró listo para acompañar lo que mandaba el Presidente.
Para sentarse en la mesa de la rosca finalmente llegaron funcionarios de segundas y terceras líneas, pero las conversaciones nunca salieron del terreno cenagoso. A pesar de la buena voluntad de los dialoguistas, el aire de la oficina del presidente de la Cámara, quien para esa etapa oficiaba solo de anfitrión, se fue haciendo cada vez más espeso. Mientras que estos bichos parlamentarios se enfocaban en el trámite legislativo, en el poroteo de voluntades, en llegar un texto coherente; el Gobierno peleaba la batalla simbólica.
El dictamen, por eso, se firmó de madrugada en las vísperas del primer paro general de las centrales sindicales. Fue esa noche cuando apareció el asesor presidencial Santiago Caputo, ideólogo de las fuerzas del cielo, convencido de que el oficialismo tenía que irse a dormir con una victoria. El texto era un engendro, pero eso no parecía importar.
A pesar del desconcierto, la transmutación del eje político empezó a calar en la trastienda del debate parlamentario. Los teléfonos de los legisladores con terminales directas con oficialismos provinciales empezaron a sonar. Un gobernador kirchnerista, desesperado ante la certeza de que el rojo fiscal incendiaría su provincia, no dudó en presentarse en chancletas en la casa de un diputado opositor a su gobierno para rogarle que lo ayudara a terciar las voluntades de los propios. Durante el debate particular en el recinto, cuando la ley ómnibus ya estaba en estado vegetal, volvió sin éxito a intentar demostrar sintonía con Milei, pero sus espadas legislativas no mostraron signos de aleación. Ni siquiera amagaron con levantarse de sus bancas. Los tres tucumanos de Osvaldo Jaldo fueron los únicos que se animaron a semejante osadía.
El final de este capítulo es conocido por todos. La “Ley de Bases y Puntos de Partida” fue retirada de la discusión, Milei hizo pública una lista de “traidores” y anunció que su proyecto de gobierno se hará de todas formas. La próxima parte de la historia se contará el 1° de marzo, cuando el Presidente se dirija a “la casta” para abrir las sesiones ordinarias y explique su plan de gestión. En un país en crisis, los vaivenes económicos serán determinantes para conocer si Milei podrá seguir anclando su poder solo en su cosecha electoral. A pesar de la eficacia de disciplinar con la billetera, quedan dudas respecto de hasta qué extremo se podrá tensar la cuerda con la praxis política convencional sin que se rompa el equilibrio democrático.
Cristina Kirchner conoce a la perfección este ejercicio de toma y daca. Esta semana, el periodista Roberto Navarro ofició de su vocero y transmitió que la expresidenta considera que Milei hace una buena lectura política y que “es kirchnerista en su manera de obrar”. Un punto de fuga en la matrix argentina.
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