Un pueblo sin Defensor
El cargo de Defensor del Pueblo, de gran trascendencia institucional, lleva doce años sin cubrirse; la omisión parece tener un alto grado de consenso en la clase política, sin importar la ideología
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A pesar de su preexistencia legal a través de la ley 22.284, sancionada en 1993, y de que la figura había sido alojada por el derecho constitucional provincial, una de las incorporaciones de la reforma constitucional de 1994 que más entusiasmo generó fue el Defensor del Pueblo. El art. 86 lo consagró como un órgano independiente instituido en el ámbito del Congreso con plena autonomía funcional respecto de todas las autoridades, con la misión de proteger los derechos y garantías ante hechos, actos u omisiones de la administración y controlar el ejercicio de las funciones administrativas públicas, designado por el Congreso mediante una mayoría agravada del voto de las dos terceras partes de los miembros presentes de cada Cámara y con una amplia legitimación procesal para promover acciones judiciales.
En el ámbito de la Convención Constituyente, el Convencional Héctor Masnatta -como miembro informante- lo describió como el “abogado de la sociedad” cuya actividad conjuga diversos verbos tales como “informar, inspeccionar, investigar, controlar, discutir pública y privadamente, disentir, recomendar, exhortar, influir, criticar, censurar, accionar judicialmente, encuestar, proyectar y programar” y está dirigida a “establecer un sistema más transparente con reglas claras e incentivos que dificulten involucrarse en actos de corrupción a quienes están en posiciones de poder público” con pleno conocimiento de que “el peor enemigo de la corrupción siempre será el pueblo”. O bien como reafirmó la Convencional Figueroa, una figura necesaria para “dar respuesta a lo que pretende la gente en este momento, que es poner límites a la impunidad, a la corrupción y a la mala administración”, por dicho motivo, su nombramiento “por medio de una mayoría calificada tiende a evitar actitudes gatopardistas como sería el caso de que el partido gobernante nombrara a un correligionario, a un amigo o a un compañero, con el propósito básico de simular una gestión de control o practicarla solo con aquellos que no estén con el oficialismo”.
En 2009 culminó su mandato de cinco años Eduardo Mondino, el último Defensor del Pueblo designado en términos constitucionales. Han pasado doce años sin que los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner, Mauricio Macri y Alberto Fernández ni siquiera hayan postulado un candidato o candidata para el cargo. Un lapso omisivo en el cual se tendrían que haber consumido dos periodos de ejercicio concreto y uno vigente estaría en marcha.
En 2016 en la causa “Cepis”, donde se debatió la validez de las tarifas de gas, la mayoría de la Corte Suprema de Justicia resolvió poner en conocimiento del Congreso la necesidad de cubrir la injustificada vacancia por cuanto “… el cargo de Defensor del Pueblo de la Nación, institución creada por la Constitución Nacional como órgano específicamente legitimado en la tutela de los derechos de incidencia colectiva en los términos de sus artículos 86 y 43, se encuentra vacante, circunstancia que repercute negativamente en el acceso a la justicia de un número indeterminado de usuarios”.
Ante la falta de respuestas un conjunto de 55 organizaciones no gubernamentales y diversas instituciones realizaron presentaciones ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Comité de Derechos Humanos denunciando la omisión del Estado argentino en designar al Defensor del Pueblo, las cuales fueron receptadas favorablemente por constituir dicha figura una institución clave para la defensa efectiva de los derechos humanos. En 2016 dicho colectivo le requirió al Congreso que iniciara un proceso participativo, abierto y transparente que culminara con el nombramiento del Defensor del Pueblo.
En 2018 la Sala III de la Cámara en lo Contencioso Administrativo Federal de la Ciudad de Buenos Aires en la causa “Asociación por los Derechos Civiles c/ Honorable Congreso de la Nación” hizo lugar a la acción de amparo promovida por haber incurrido el Congreso en una omisión inconstitucional y exhortó a dicho órgano a cumplir con la obligación de designar al Defensor del Pueblo en los términos exigidos por el art. 86 de la Constitución argentina. Desde que la sentencia quedó firme ese año, la ejecución de la misma es un absurdo jurídico con ribetes patológicos puesto que ante cada intimación de cumplimiento el Congreso responde que se procurará “incluir el asunto en cuestión en la agenda legislativa”, agregando en 2020 que “todos los esfuerzos se concentraron principalmente en brindar a los ciudadanos y ciudadanas herramientas para sortear las dificultades que se suscitaron producto de la emergencia sanitaria que provocó la pandemia global causada por el virus SARS COV-2”.
Clave en tiempos de pandemia
Si en tiempos normales la ausencia del Defensor del Pueblo implica una compleja afrenta para la efectiva protección de los derechos fundamentales y los derechos humanos, dicho “agujero negro institucional” se profundiza, aún más, en una situación extremadamente anormal como acontece con el Covid-19. Un Defensor del Pueblo hubiera cumplido sus funciones constitucionales controlando a la administración pública en el manejo de la pandemia, colaborando en la aplicación de la distintas medidas económicas y sociales adoptadas para paliar los efectos nocivos del Covid-19, transparentando las distintas facetas de la vacunación e impidiendo quizás que la repugnancia ética del vacunatorio VIP se hubiera concretado, bregando por políticas públicas que traspasaran la grieta y judicializando aquello que individual o colectivamente fuera necesario.
Una vez más asoma como un argumento que denota la eterna adolescencia institucional de la política argentina –tal como sucede con el Ministerio Público- la cuestión de la mayoría especial requerida para la designación del Defensor del Pueblo. En este escenario dispuesto por la Constitución, una garantía pensada para legitimar la designación de un candidato o candidata que no sea dependiente del gobierno de turno, se transforma en una herramienta eficaz para dotar de inexistencia anómica a la figura.
En un país donde no se construyen políticas públicas sustentables, sobre la base de una suerte de ocio rentado omisivo, el incumplimiento serial en la designación del Defensor de Pueblo parece tener un alto grado de consenso en la clase política argentina más allá de la ideología profesada.
Quizás las próximas elecciones se conviertan en una excelente oportunidad para que la designación del Defensor de Pueblo ingrese en la agenda de los temas a ser debatidos, como así también, para que las personas que concurran a las urnas como candidatos y candidatas puedan visualizar la nocividad de tener a un Pueblo sin Defensor.
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