Un presidente asintomático, dos expresidentes crónicos y un paciente en la sala de espera presidencial
Los números de los contagios, las internaciones y las muertes por el nuevo coronavirus siguen rompiendo récords en todo el país. Una verdadera tragedia inocultable. Sin embargo, la pandemia acaba de ser desplazada a empujones de la agenda pública por otras urgencias, emergencias, demandas, impericias y miserias, que están agrietando el sistema político todo. El mantra que reza que "de esto solo salimos juntos" tiene cada vez menos profesantes en la Argentina.
La paradoja entre la atención pública dispersa (y dispersada) y la crítica situación epidemiológica se explica no solo por seis meses de restricciones que impuso la pandemia y los gravísimos efectos económicos, sociales y emocionales que el tiempo profundiza. El Gobierno y la dirigencia están prestando un discutible servicio a la crisis.
Hace una semana, un mordaz tuit opositor calificó a Alberto Fernández de "presidente asintomático", ante la deriva de su gestión, cada vez más marcada por la impronta confrontativa y reivindicativa del cristinismo y menos representativa del dialoguismo y de la moderación que el candidato Fernández propuso y prometió encarnar.
La "solución" de la crisis policial con la reducción de los fondos para los porteños, a punta de pistola y por decreto, expuso el rumbo que viene eligiendo el Gobierno ante cada encrucijada. La "salida" que encontró el Presidente sorprendió hasta a algunos de sus más cercanos colaboradores: se enteraron tan poco antes del anuncio que, sin disimular, preguntaban y trataban de averiguar en qué momento lo había decidido. Intuyen (o saben) que en la reunión previa entre Fernández y Máximo Kirchner hay una pista certera, tanto como en el almuerzo y las charlas en los días previos con Cristina Kirchner.
Hace más de un mes que el ahora exaliado presidencial, Horacio Rodríguez Larreta, se había convertido en el blanco fijo de la vicepresidenta; su hijo biológico, Máximo; su hijo político, Axel Kicillof, y La Cámpora. Ante esos embates, Fernández, el pequeño núcleo albertista y Sergio Massa fueron un paragolpes cada vez menos resistente, que terminó cediendo con la crisis policial. Un conflicto que solo expuso uno de los muchos problemas de gestión, de conducción y de recursos que tiene Kicillof, a quien el Gobierno está obligado a auxiliar. Adiós pax pandémica, malvenida la era del conflicto sin fin.
El nuevo (y decisivo) triunfo de los duros permite concluir que si Fernández es un "presidente asintomático", por las débiles manifestaciones prácticas de un liderazgo propio y distintivo, Cristina Kirchner es, por contraste, una "presidenta crónica". Sus deseos, impronta, necesidades, obsesiones y demandas jamás dejan de manifestarse, condicionar e imponerse.
Quienes dialogan con el Presidente y se ilusionaron con la construcción de un proyecto superador del ciclo inaugurado en 2003 suelen concluir en el desasosiego, que ya empieza a tornarse resignación. Fernández no ha perdido sus buenos modales (hasta que los pierde) ni su disposición a escuchar y hasta a conceder la razón a quienes cuestionan una opinión suya. Pero a la hora de las decisiones complejas ven que hay un sector cuyas demandas de fondo jamás contradice: el cristinismo invencible.
Los testigos de la resolución de situaciones dilemáticas relatan que primero se imponen los reflejos mediadores de Fernández, en busca de un acuerdo que zanje los conflictos. Cuando no hay conciliación y no queda más que afectar a alguna parte, casi siempre triunfa la opción más kirchnerista.
Máximo Kirchner se permitió despejar dudas sobre la paternidad político-intelectual del golpe presupuestario a Rodríguez Larreta. "Hay que afectar intereses para dar consistencia a la política", explicó el hijo bipresidencial al día siguiente del anuncio. La exégesis fue hecha en una charla radial con el conductor de los actos en los que su madre presenta su libro de anécdotas personales y políticas.
Lo que en el kirchnerismo es natural en Fernández es fruto de procesos adaptativos a los que se somete. No habían pasado 24 horas de lo que Rodríguez Larreta definió como "una puñalada a traición", que allegados al Presidente intentaban tender las bases de nuevos puentes. En el gobierno porteño ya no confían en la consistencia de los materiales con los que la Rosada construye sus promesas.
Todo el escenario político cambió con la crisis de confianza precipitada la semana pasada entre los últimos gobernantes del oficialismo y de la oposición que hasta aquí dialogaban y acordaban políticas.
A Rodríguez Larreta se le aceleraron los tiempos y le cambiaron el libreto. El maratonista de la política, el gestor eficaz de un gobierno local, el armador en silencio de un proyecto nacional debió cambiar de vestuario y de escenografía. Por obra del "presidente asintomático" y de "la presidenta crónica", en menos de un día se vio obligado a asumir el rol de "paciente en sala de espera presidencial".
Su conferencia de prensa, rodeado de dirigentes de Juntos por el Cambio, fue la elocuente puesta en escena que aceptó componer pocas horas antes de estrenar su nueva condición: el intendente porteño se vistió y actuó como dirigente nacional. A su modo. Sin pretensiones de carisma ni ostentaciones de liderazgo. Apenas con la firmeza del apego a la previsibilidad, al respeto a la palabra y a la vocación de diálogo, sin caer en la tentación de la confrontación personal. Con la evidente pretensión de ocupar a pleno el lugar que compartía con Fernández en el plató de la moderación. Toda una apuesta para construir sobre la marcha.
No la tendrá fácil el alcalde porteño. Ser el dirigente con mejor imagen de todo el país tiene sus beneficios, pero también riesgos y costos. Apenas pasaron tres días de su aparición en clave de dirigente nacional que encontró un desafío salido de sus propias filas.
El bisturí con el que operó desde la sede del gobierno porteño, en Parque Patricios, se enfrentó con la afilada motosierra con la que Mauricio Macri, desde una columna publicada ayer en LA NACION, arrasó con todo lo que el oficialismo representa, ha hecho y hace. El escenario opositor es un espacio compartido en el que se aparentan acuerdos y se disimulan demasiadas diferencias.
Macri también es portador de "presidencialismo crónico". Su reaparición, que galvaniza a los sectores más antikirchneristas, agita el sistema. No es fruto de un acuerdo con los sectores moderados de JxC y ni siquiera de Pro, en busca de contener a todos desde el centro a la derecha. El texto refleja su crítica visión de la realidad política, que denuncia como un proceso de corte autoritario "personalista". Expone también su pretensión de elevar el perfil y reposicionarse en el plano nacional, así como canaliza enojos políticos y personales (muchos con dirigentes de JxC que fueron parte de su gestión y armado político). Es parte de un plan con tres objetivos: autodefensa, reivindicación y reinstalación.
Sus adversarios internos asimilaron el impacto. Tratan de sacarle algún provecho y de minimizar costos, pero temen las derivaciones que pueda tener. Macri y sus allegados celebraron ayer otro banderazo en rechazo de decisiones oficiales alrededor del Obelisco porteño y en otras ciudades, que si bien fue menor respecto del 17-A sigue expandiéndose. Incluso cuando en este caso no hubo participación de dirigentes. El texto del expresidente reivindicó esas manifestaciones y llamó a reproducirlas. La crispación política y social sigue ganando espacio. Complicado para los moderados.
En el Gobierno, en cambio, celebraron la reaparición de Macri. Primero, porque lamentaban que la resolución del motín policial hubiera subido al pedestal de candidato al opositor mejor posicionado ante la opinión pública. Siempre consideraron mejor sostener como contrincante a un expresidente que no logró ser reelegido y que dejó un país en crisis. Además, les permitía ubicarlo como la contracara de Cristina Kirchner, pero no como un antagonista de Alberto Fernández ante los bordes blandos del electorado. Tiene lógica: el núcleo duro del kirchnerismo es más amplio que el del macrismo.
El aparato comunicacional oficialista salió rápido a movilizarse para responderle (o subirle el precio) al expresidente. Tienen oficio (además de ayudas externas). Ven en la reaparición de Macri un aporte para seguir instalando que todos los males del presente no adjudicables a la pandemia son fruto de la gestión anterior. La inversión del tiempo es un acto de notable prestidigitación comunicacional: el relato hace parecer que el macrismo tuvo 12 años de fracasado gobierno y el kirchnerismo, cuatro de pletóricos éxitos, aunque insuficientes para revertir tanto desastre recibido. Sesgos cognitivos.
La politizada nueva agenda pública, sin embargo, desplaza pero no hace desaparecer los graves problemas que padecen los ciudadanos comunes, en especial, las complejas consecuencias de la pandemia. Mientras tanto, arriba del escenario se alternan el "presidente asintomático", dos expresidentes crónicos y un paciente en la sala de espera presidencial. Tragicómico.
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