Un período político de 18 años ha terminado
Tal vez ayer no sucedió nada extraordinario, pero sí algo definitivo y determinante. La dura derrota en la noche de otro domingo ingrato para el kirchnerismo ya había ocurrido en tres de las últimas cuatro elecciones: 2015, 2017 y ayer, sin contar las primarias obligatorias en las que en la mayoría de los casos también le fue mal. Solo ganó las elecciones de 2019. Pero ese historial (faltan agregar las derrotas de 2009 y 2013) y la dimensión del fracaso electoral de la víspera indican que concluyó una época del peronismo. Más de 18 años después de que el kirchnerismo tomara el control del peronismo, ese ciclo, único en la historia del partido que fundó Perón, solo tiene el destino de las cosas en liquidación. Desde la muerte del mítico líder, ningún otro grupo político había dominado nunca ese partido durante tanto tiempo. El menemismo, el duhaldismo y el cafierismo fueron apenas ráfagas en la cabina de mando del peronismo. La gloria, a veces vana y hueca, del kirchnerismo está punto de perecer. Alberto Fernández cayó anoche de bruces en otro de sus desvaríos verbales cuando llamó a sus conmilitones a llenar el miércoles la Plaza de Mayo para celebrar un triunfo que no existió. Ya había perdido en el país por 9 puntos porcentuales. Una derrota ni dulce ni escasa. Enorme.
Un conclusión no menos significativa es que una coalición no peronista (antes Cambiemos, ahora Juntos por el Cambio) tuvo un piso electoral superior al peronismo en las últimas tres elecciones. En 2019, cuando Mauricio Macri perdió la reelección, su alianza sacó casi el 41 por ciento de los votos nacionales. En las legislativas del 2017, que las ganó, consiguió más del 42 por ciento de los votos del país. Ayer volvió a superar el 42 por ciento de los votos. El peronismo se ufanó siempre de que contaba con el piso electoral más alto de la política argentina aún en la derrota, aunque oscilaba entre el 32 y el 34 por ciento de los votos nacionales. Ayer cosechó casi el 33 por ciento. Un dato significativo: Juntos por el Cambio tenía solo 15 senadores en diciembre de 2015, cuando asumió Macri. Ayer conquistó un total de 31 senadores. Al contrario, el peronismo tenía 41 senadores nacionales y ese número se redujo ayer a 35. En la Cámara de Diputados, el peronismo seguirá siendo la primera minoría, pero solo por un diputado. La oposición ganó dos diputados y el oficialismo perdió uno. En el Senado, Cristina Kirchner perdió la mayoría simple. La podrá tener, pero deberá negociar en una cámara que tendrá entre sus miembros a políticos irreverentes, como el cordobés Luis Juez o la santafesina Carolina Losada. Cristina es, además, alérgica a la negociación.
Tales constataciones ponen en tensión al peronismo. En rigor, tenían razón los gobernadores y dirigentes peronistas que en 2015 sostenían que Cristina Kirchner pertenecía a un período que había terminado. Estaban entre ellos los gobernadores Sergio Uñac, de San Juan; Juan Manuel Urtubey, de Salta; Gustavo Bordet, de Entre Ríos, y, sobre todo, Juan Manzur, de Tucumán. También militaban en esa corriente gran parte de los senadores nacionales peronistas, como el actual gobernador de Santa Fe, Omar Perotti. Esos senadores habían aceptado el liderazgo de Miguel Ángel Pichetto como jefe del un bloque peronista no kirchnerista. Después confundieron la dirección en la que caminaban cuando Cristina Kirchner se mostró dispuesta a la unidad con Sergio Massa y Alberto Fernández. Prefirieron no estar en el bando de los presuntos perdedores y aceptaron de nuevo la jefatura de la lideresa implacable. Los únicos que siguieron con coherencia la senda del distanciamiento fueron Urtubey (ahora exgobernador) y Florencio Randazzo, quien desde 2017 se ofrece como una alternativa al kirchnerismo. Todos ellos deberán enfrentar de aquí en más la tarea de renovar el peronismo. Supuestamente el peronismo no morirá, pero para que sobreviva depende de que sus dirigentes más sensatos dejen atrás un modelo de hacer y pensar la política que lleva casi dos décadas.
Si hubo ayer algo realmente extraordinario y nuevo fue lo que sucedió en la provincia de Buenos Aires, donde el peronismo unido fue derrotado por primera vez (también le ganaron en las primarias de septiembre). En rigor, hubo un caso anterior: el triunfo del radical Alejandro Armendáriz en 1983. Compitió contra el peronismo unido, porque la sublevación de la renovación peronista y de Antonio Cafiero comenzó dos años más tarde, en las legislativas de 1985. Pero Armendáriz formó parte de un fenómeno político que pertenecía a otra época y tenía otro nombre y apellido: Raúl Alfonsín. La corriente social que votó en el ‘83 contra un peronismo viejo y anquilosado que sobrevivió a la muerte de su líder se debió al carisma, a la capacidad discursiva y a la precisión para elegir las prioridades del líder radical. La diferencia entre el peronismo y la oposición se redujo ayer a poco más de un punto en esa monumental provincia. Néstor Kirchner también perdió por esa diferencia frente a Francisco de Narváez en 2009. Lo que quedó en la historia y en la memoria colectiva no es la diferencia, sino la derrota del expresidente. Como dice Jorge Valdano, las cuestión fundamental del fútbol es si la pelota entra en el arco. La cuestión determinante de una elección es si se la gana o se la pierde. Es oportuno consignar la pobre campaña electoral de la oposición en territorio bonaerense. No aprovechó la monumental jubilación que se hizo dar la vicepresidenta (con las excepciones de Graciela Ocaña y Elisa Carrió, que sí la denunciaron) ni el anuncio de viajes gratis de egresados por parte del gobernador, Axel Kicillof. Este anuncio del gobernador bonaerense fue una de las decisiones peor recibidas por la sociedad, según todas las encuestas.
Es cierto que Cristina Kirchner perdió las elecciones de la provincia de Buenos Aires en 2009, pero entonces De Narváez le hurtó gran parte de los votos peronistas en un alianza con Felipe Solá y el propio Macri. También perdió en 2013, pero un número no menor de peronistas se fugó entonces con Sergio Massa, que planteó una alternativa a la rereelección de Cristina Kirchner. Massa siguió compitiendo por cuenta propia en 2015 y 2017, elecciones que Cristina volvió a perder en esa provincia. En 2019, Massa saltó hacía una alianza con la actual vicepresidenta y con ese brinco se ganó la presidencia de la Cámara de Diputados. La novedad de ayer es que perdieron Cristina, Alberto Fernández y el propio Massa, todos juntos. De Narváez volvió a los negocios y anda ahora supervisando la góndolas de los supermercados (es propietario de una cadena importante); Felipe Solá volvió a casa, decepcionado, después de integrarse a la actual coalición gobernante.
¿Todo es culpa de Alberto Fernández, como hace trascender el cristinismo? El Presidente se equivocó en reiteradas oportunidades. Cambió el contenido de su discurso más veces que las que puede explicar sobre cuestiones fundamentales del país, la política y los principios. La mayoría de sus políticas no solo fueron malas, sino también aplicadas con una enorme ineptitud. Permitió que el poder formal esté por debajo del poder real, que está en manos de Cristina Kirchner. Un hecho inédito en la historia, según lo recuerda el expresidente uruguayo Julio Sanguinetti, que suele decir que hubo casos en los que el poder real estaba fuera del poder formal, pero nunca el poder real estuvo por debajo del poder formal. Ejemplos existen en la propia Argentina. En la época de Fernando de la Rúa, quien tenía más poder partidario era Alfonsín, pero este no formaba parte del núcleo gobernante. Los gobernadores peronistas tenían más poder que Eduardo Duhalde cuando este fue presidente, pero no integraron su gobierno. Cristina Kirchner no solo tiene, como vicepresidenta, más poder que el Presidente; tampoco pierde la oportunidad de hacerlo saber públicamente. Le cambió a Fernández el jefe de Gabinete y el vocero presidencial (que contaba con la íntima confianza presidencial) solo mediante una carta que difundió en las redes sociales. También el Presidente promovió su propia derrota cuando señaló a Córdoba, el segundo distrito electoral del país, como “territorio hostil” y prometió que “incorporaría” a esa provincia a la Argentina. El resultado fue que ayer la oposición sumó en esa provincia casi 7 puntos al ya importante porcentaje que había conseguido en las primarias.
Pero no todo es culpa del Presidente. Cristina Kirchner se reconcilió con Alberto Fernández en 2019 asegurándole que ella se quedaría con todos los candidatos a legisladores y que el Presidente designaría a su gabinete si ganaba las elecciones. “Cristina no pidió ni la Dirección de Migraciones”, llegó a ufanarse Alberto Fernández cuando acababa de conquistar la presidencia. Después, la vicepresidenta hizo todo lo contrario. Primero lo obligó al jefe del Estado a compartir la conducción de cada ministerio; luego destituyó ministros y nombró a gente de su confianza, y al final son muy pocos los funcionarios que tienen al Presidente como referencia última. El mejor ejemplo es el ministro de Economía, Martín Guzmán, que pasó de ser un albertista con ciertas ideas razonables (al principio conquistó incluso la simpatía de muchos empresarios) para convertirse en un cerril cristinista. Pasó de la Universidad de Columbia, en Estados Unidos, a la cubana Sierra Maestra sin escalas. Fue también la vicepresidenta la que influyó en una relación tensa con el Fondo Monetario; la que dirigió la política exterior con sus increíbles alianzas con Rusia, Irán, Venezuela, Nicaragua y Cuba, y la que ordenó una intensa campaña de venganza contra dirigentes opositores. Elementos nucleares de cualquier política fundamental de un gobierno. Cristina Kirchner cogobernó en un sistema presidencialista. El sistema implosionó. Ella nunca entendió la geometría del poder. Nada le es suficiente.
El Frente de Todos salió tercero en Santa Cruz, la cantera donde se fraguó el kirchnerismo. Allí ganó Juntos por el Cambio y segundo salió un partido provincial del exgobernador Sergio Acevedo, que renunció a la gobernación cuando Néstor Kirchner era presidente para no firmar presupuestos sobrevaluados de obras públicas. Ninguno de los Kirchner actuales, ni Cristina ni Máximo, podrían aspirar a ser senadores nacionales por esa provincia donde vivieron la mayor parte de sus vidas. No podrían serlo ni siquiera por la minoría. Cristina podrá culparlo a Alberto Fernández de todos los males nacionales, pero ¿qué culpa tiene el Presidente de cómo se manejó el feudo en manos exclusivas de los Kirchner desde hace 30 años? La relación entre ellos está definitivamente herida. En el acto de cierre de campaña en Merlo la vicepresidenta ni siquiera se tomó el trabajo de hablar con el Presidente. El jefe del gobierno debe tomar medidas económicas urgentes. Cristina lo viene objetando a Guzmán, a pesar de la conversión del ministro. El Presidente no puede no hacer nada, pero tampoco puede hacer mucho, como señalan casi todos los analistas económicos realistas. La convocatoria al diálogo que hizo anoche Alberto Fernández es el recurso del peronismo cuando está contra las cuerdas. Ya se conoce la respuesta de la oposición: solo ayudará en el Congreso con leyes racionales.
La oposición empezará necesariamente el proceso de construir un liderazgo y un candidato presidencial. Sabe que Cristina Kirchner no se resignará fácilmente a perder el poder con dos años de anticipación. Ella intuye que con la derrota la aguardará también un cadalso personal en los tribunales. Su carácter terco, empecinado y arbitrario la acompañará hasta el final, y hasta después del final.
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