Un país irremediablemente roto
El ataque a Cristina desnudó todas las falencias de un sistema político que no articula y exhibió el temor del Gobierno a un estallido civil; la peligrosa interna de Juntos por el Cambio
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Cristina Kirchner se había dejado llevar otra vez por el tumulto dulce de sus militantes cuando el agresor le apuntó con el arma. Le habían acercado un libro para firmar, que cayó al piso y la distrajo, quizás para darle un instante de inconciencia ante lo que pudo haber sido su final. Cuando el disparó falló, reaccionó por reflejo sin saber lo que pasaba. Y así continuó varios minutos más, para seguir saludando a sus fieles. Tampoco en su entorno lograron entender bien lo que había ocurrido. Un concejal de Presidente Perón fue el primero que reaccionó y manoteó a Fernando Sabag Montiel a los gritos para que lo ayudaran a atraparlo. Un custodio del Instituto Patria lo agarró del cuello y lo frenó en su huida. Otro militante identificó el arma tirada en el suelo y la pisó para que no se escabullera en el desorden. Todos integrantes de un entorno de seguridad informal que son de confianza, pero no profesionales (¿habrá tenido que ver eso con la misteriosa visita que Juan Martín Mena y el jefe de de seguridad Diego Carbone le hicieron a la jueza María Eugenia Capuchetti en plena madrugada del viernes?). Recién un par de minutos después la custodia oficial hizo entrar a Cristina a su casa, ante la queja de la vicepresidenta. Seguía sin saber qué había pasado. Cuando estuvo adentro le contaron lo ocurrido, y terminó de dimensionar el episodio cuando vio las imágenes en la TV Pública. En esta secuencia frenética, cargada de descuidos, improvisaciones y azar, se puso en juego la estabilidad del país. Como en Match Point, la pelota quedó suspendida y cayó de un lado de la red; pero pudo ser diferente.
Aun en los sectores más moderados del oficialismo admiten que si la bala hubiera salido del cargador, la Argentina hubiese ingresado en una espiral de violencia inmediatamente. “Creo que terminábamos con muertos en las calles y tres edificios de Recoleta incendiados”, grafican. Un escenario trágico también se hubiera producido si la Policía de la Ciudad hubiese tenido alguna responsabilidad en el momento del hecho. “Nos salvó el juez Gallardo”, reconocían en el entorno de Rodríguez Larreta. En el Gobierno algunos se asustaron a tal punto que sondearon a figuras de reconocido predicamento social para que hicieran una convocatoria por la pacificación, casi una admisión de que la dirigencia política ya no tiene facultades para generar crédito.
Durante las primeras horas posteriores al ataque hubo un tenue aire de comprensión institucional. Fue el momento de los primeros tuits de la oposición, con mensajes de moderación y repudio al intento de magnicidio. Se sumó después la potente imagen de los senadores de todos los bloques unidos en defensa de las instituciones. Juliana Di Tullio a un metro de Carolina Losada. Un espejismo efímero. Pocos minutos después los senadores oficialistas posaron de nuevo, pero solos, sin la oposición, e hicieron un discurso claramente más sesgado. La concordia se trabó definitivamente en la Cámara de Diputados, donde también evaluaron una foto conjunta, idea que naufragó porque el Frente de Todos solo aceptaba hacer una sesión de repudio, que finalmente se hizo ayer en medio de muchas prevenciones y desconfianzas.
La última oportunidad de haber capitalizado con una mirada institucional el magnicidio que no fue se terminó de diluir cuando Alberto Fernández habló con Cristina Kirchner y se definió el tono discursivo de la cadena nacional. El Presidente, siempre atento a la aceptación de su vice, eludió la invitación que la historia le había hecho para ubicarse en un lugar diferente, el de un estadista que comprende que su país se acercó demasiado a un clima de descomposición civil. Esa noche alguien propuso en Olivos hacer una foto conjunta con los expresidentes vivos, y convocar a Mauricio Macri y a Eduardo Duhalde, pero la iniciativa fue rápidamente desechada por el temor a un desaire que debilitara más a Fernández. Cuando salió en público, habló del “discurso del odio”, apuntó contra medios y opositores y les dio el argumento propicio para que los halcones del otro bando reaccionaran.
Alguien que estuvo al tanto de la confección de ese discurso admite que “Alberto no tenía margen para hacer otra cosa. Con Cristina al borde de haber sido asesinada y la militancia conmocionada, él tenía que evitar quedar bajo fuego propio por tibio”. De hecho su visita a la casa de Juncal y Uruguay fue interpretada en el oficialismo como un intento de reforzar su mensaje de acompañamiento a la vicepresidenta. Otra vez prevaleció su rol de facción en el Frente de Todos por sobre el que tiene como jefe del gobierno de todos. Y el decreto del feriado fue justificado por la idea de que la movilización se iba a producir de todos modos y era mejor evitar situaciones de conflicto con la gente que circula en un día laborable. Nunca nadie pensó seriamente en que la convocatoria incluyera a la oposición y por eso tampoco fueron parte de la foto que se hizo en paralelo al acto en la Casa Rosada. “El ámbito de acción con las otras fuerzas es el Congreso”, acotaron. La “defensa de la democracia” quedó solo en manos del peronismo, que acudió en multitudes a la Plaza de Mayo. Tampoco del otro lado hubo magnanimidad. Nadie llamó a la vicepresidenta por temor a la crítica interna y a contribuir con su victimización. Tantos años de agravios dejaron secuela.
En uno de sus momentos más oscuros desde que se recuperó la democracia, la Argentina emergió con un déficit inédito: no hubo ningún espacio, ni tampoco actores dispuestos, para articular un mínimo consenso de convivencia pacífica. El entramado institucional está deteriorado y no hay liderazgos que puedan escapar a la grieta. No hay un Raúl Alfonsín y un Carlos Menem como en 1989, o un Duhalde y una mesa del diálogo al estilo 2002. En público hay acusaciones, y en reserva apenas diálogos inconducentes. Por eso la violencia amenaza con llenar ese vacío. En la recámara de la Bersa 32 quedó trabada la última señal de un país que parece irremediablemente roto.
La última medición de la consultora Zuban Córdoba cuantifica este deterioro con una pregunta sencilla: “¿Cómo cree que es la situación institucional y democrática del país?”. El 49,7% la definió como “muy frágil” y el 24,6% como “frágil”, lo que suma 74,3% de consideraciones negativas. Pablo Knopoff, director de la consultora Isonomía retrata este cuadro de descomposición al describir cinco conclusiones de sus estudios: “Primero, hay un récord de pesimismo sobre el futuro, que si bien debería tener un sentido intrínsecamente positivo, hoy tiene un significado negativo, a tal punto que el 56% responde que ‘lo peor está por venir’. Segundo, la gente no ve que las elecciones puedan mejorar la situación, aunque gane el candidato que ellos apoyan. Tercero, todos entraron en modo crisis, porque antes era un término asociado al 2001 y ahora lo relacionan con el presente. Cuarto, ningún dirigente tiene un nivel de aprobación que llegue al 50%, cuando siempre los que lideraban superaban el 60%. Quinto, cambió la autopercepción social: históricamente en la Argentina había más gente que se identificaba como de clase media, aunque no perteneciera técnicamente a ese segmento, y ahora hay más gente que se identifica como de clase baja. Es una pobreza por emoción”.
Una centralidad interesada
Cuando el arma de Sabag Montiel se trabó, la escena política ya estaba peligrosamente convulsionada. El verdadero disparador había sido el pedido de condena de Diego Luciani contra Cristina Kirchner. Después de eso hubo una autodefensa pública de la vicepresidenta denunciando persecución y parcialidad; una frase muy infeliz de Alberto Fernández sobre el fiscal; una vigilia constante en el departamento de Recoleta (del cual Cristina se iba a mudar para vivir en el mismo edificio que su hija Florencia, idea que primero se congeló por el folclore de los militantes y que ahora se reactivó tras el ataque); la guerra de las vallas del sábado pasado y una feroz interna en Pro por la estrategia de seguridad. En solo dos semanas hubo una abrupta redefinición del mapa.
El peronismo giró definitivamente sobre Cristina Kirchner, quien terminó de exhibir en vivo la centralidad que nunca perdió en privado. Un asesor ilustrado del oficialismo lo vincula con un proceso que también se da en otros países, el de las “hegemonías minoritarias”, es decir, un sector intenso de una coalición que, a pesar de tener algo más de 20 puntos de adhesión, concentra la dinámica del espacio porque tiene un liderazgo nítido y una base de seguidores consistente. La vicepresidenta también tiene un argumento más pedestre para convencer al resto del peronismo: “Si me persiguen a mí, imaginen lo que van a hacer con ustedes”. Con poco ánimo, pero la CGT terminó adhiriendo al corrimiento y el Movimiento Evita marchó a la Plaza de Mayo. Los intendentes bonaerenses están alineados desde hace tiempo y el PJ está dominado por el camporismo. Solo exhiben pequeñas dosis de prescindencia los gobernadores peronistas, que dominan en territorios donde el kirchnerismo es mucho más débil, pero que carecen de incentivos para salir de sus dominios. Mientras no haya una figura capaz de desafiar el liderazgo interno de Cristina, ese colectivo está destinado a mantenerse en la irrelevancia. En 2019 se les escapó la última oportunidad, cuando la Alternativa Federal de Juan Schiaretti, Miguel Ángel Pichetto, Sergio Massa y Juan Urtubey tenía una decena de gobernadores detrás dispuestos a acompañarlos y todo se esfumó con un video de Cristina.
La centralidad de la vicepresidenta tiene dos objetivos confluyentes. El primero y más inmediato es sumar volumen político para desafiar lo que presume será un fallo adverso en la causa Vialidad. ¿Acaso alguien se atreve ahora a pronosticar qué podría pasar si condenaran a Cristina antes de fin de año? La calle contra los tribunales; otra vez la institucionalidad en juego. El kirchnerismo ha sido eficaz en instalar en ciertos sectores de la sociedad el mensaje de que los magistrados persiguen a su líder a partir de un dato empírico: la Justicia tiene una pésima imagen pública. La última encuesta de la Universidad de San Andrés midió un 82% de insatisfacción con su funcionamiento. Pero pasan por alto que un porcentaje muy alto considera al mismo tiempo que la vicepresidenta cometió actos de corrupción.
El segundo objetivo de la vicepresidenta es posicionarse definitivamente como el factor ineludible de la decisión electoral para el próximo año, ya sea como candidata (La Cámpora ya debatió y resolvió instalar el “operativo clamor”) o como electora. Una reconstrucción de significado más cercana a la pureza de Unidad Ciudadana de 2017 que a la amplitud del Frente de Todos de 2019. Esa reconstrucción está basada en la épica desplegada a partir del pronunciamiento de Luciani. “Había una necesidad de salir a expresarse en las calles y nos dieron el motivo”, argumenta un ministro gravitante. Esa necesidad en realidad esconde la frustración por la falta de solución ante la grave situación económica, un plano mucho más incómodo para el kirchnerismo, que siempre prefirió los símbolos a los números.
Hoy esa gestión, tercerizada en Massa, circula con menos turbulencia, pero igualmente frágil. En el Gobierno admiten que la situación de las reservas los alarma (reconocen que la única salida para evitar un fogonazo es seducir al campo con un dólar mejorado, algo a lo que Cristina ya no está tan resistente) y se preparan para un escenario de mucha tensión entre septiembre y octubre, cuando empiecen a impactar los aumentos de servicios públicos. Es improbable que la épica alcance entonces. En La Cámpora reconocen que el respaldo a Massa sigue sujeto a resultados, y que antes de fin de año evaluarán si la economía sirve para apuntalar el proyecto electoral.
El impacto en la oposición
Como en todo sistema político bipolar, los movimientos de un lado repercuten indefectiblemente en el otro. El almuerzo del miércoles de la cúpula de Pro fue sencillamente fatal. Larreta y Patricia Bullrich se cruzaron como nunca lo habían hecho, ante el silencio salomónico de Macri. El jefe porteño le imputó a la líder de Pro haber buscado desestabilizarlo cuando cuestionó el operativo de seguridad de Recoleta y amagó un par de veces con irse de la reunión. “Mirá si yo hablaba en público cuando me preguntaban por las decisiones de Mauricio cuando era presidente”, le reprochó. “Yo dije lo mismo que te digo hace cuatro años: no tenés el control de la calle”, le retrucó ella. Ese vínculo está definitivamente quebrado y derrama sobre todo el partido. “La sensación con la que nos fuimos es que ingresamos en una etapa donde todo vale, que ya no hay reglas de competencia como siempre tuvimos”, resumió uno de los referentes del espacio. Quizás Macri pueda hacer una mueca pensando que él es capaz de ordenarlo, aunque para eso debe obviar el rechazo que genera en la opinión pública cada pelea opositora.
Cuando Pro se juntó a comer en la Costanera, todavía seguía rebotando en la coalición el corrimiento de Facundo Manes del pedido de juicio político al Presidente por su frase sobre Luciani. Gerardo Morales, líder del partido, también se opuso. Martín Lousteau, la otra figura radical, quedó en el lado opuesto. Nunca había sido tan evidente la falta de rumbo y conducción en JxC como en las últimas semanas. El presupuesto de base es que ganarán el año próximo y entonces quien se imponga internamente liderará el futuro gobierno. Ese razonamiento puede ser una trampa seductora para evitar elaborar una propuesta para 2023 renovada respecto de la que ofrecieron en 2015, y que no se sustente solo en el antikirchnerismo. Juntos por el Cambio es hoy más parte del problema que una probable solución.
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