Un oficialismo corrido por derecha
Las encuestas muestran un escenario electoral repartido mayoritariamente en tres tercios, donde figuras sin progresismo en sangre encarnan las postulaciones más viables para acceder a la presidencia
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El eje de la política argentina, o de las preferencias electorales, aparece corrido del centro a la derecha, después de casi 20 años en los que las expresiones progresistas o populistas de izquierda (como quieran calificarse) resultaron estructurantes del sistema.
Al menos cuatro encuestas a las que les prestan atención tanto en el Gobierno como en los comandos principales de Juntos por el Cambio muestran un escenario electoral repartido mayoritariamente en tres tercios, con el antisistema Javier Milei cada vez más instalado en el menú de opciones probables.
Sin embargo, no es el excéntrico libertario la única variable que terminó por alterar el fiel de la balanza. Es más bien la expresión de un fenómeno que parece tener mayor hondura. De allí que a esta altura surjan como las postulaciones más viables para acceder a la presidencia todas figuras sin progresismo en sangre.
Por un lado se inscriben los dos precandidatos de Pro (Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich), que liderarían la fórmula de Juntos por el Cambio acompañados por una o un dirigente radical en cada caso. Por otro lado, en el cuadrante oficialista sobresale el exucedeísta y pronorteamericano Sergio Massa, si es que nuevos acontecimientos como los conocidos esta semana no terminan segando otra vez su carrera presidencial. Por último, asoma Milei, quien, como cuantifica uno de los consultores que escuchan oficialistas y opositores, en un año casi triplicó su intención de voto en el nivel nacional, para instalarse en torno del 20 por ciento.
La sobrevida que el fracaso final del gobierno macrista le otorgó en 2019 a un kirchnerismo en declive y revivido con un revestimiento moderador parece estar entrando en la fase recesiva final. El milagro de la resurrección no suele repetirse.
Por eso, algunos peronistas no kirchneristas empiezan a animarse a salir de los pequeños armarios territoriales o discursivos a los que los confinó el kirchnerismo durante dos décadas. En ellos, la ilusión radica no tanto en aspirar al gobierno nacional sino en que el clima de época les dé suficiente fuerza para rescatar al peronismo “secuestrado” y la necesaria capacidad de daño para poner fin al kirchnerismo. Nunca imaginaron volver a coincidir tanto con Alberto Fernández.
Esa es la prédica que despliegan el cordobés Juan Schiaretti (en sus primeras apariciones fuera del caparazón provincial) y el salteño Juan Manuel Urtubey para tratar de curar del síndrome de Estocolmo a muchos de sus compañeros, que tantas veces amagaron con liberarse sin animarse nunca a saltar del barco en que se mantenían a flote, aunque sea en tercera categoría y a fuerza de latigazos.
Su objetivo en esta etapa, en pos de la independencia del peronismo, es construir una candidatura presidencial y un postulante a gobernador con la potencia necesaria como para ayudar a derrotar al kirchnerismo en su propio y último gran bastión: la provincia de Buenos Aires. Lo consideran el golpe final. Los vasos comunicantes con algunos sectores cambiemitas están así más transitados que nunca por estas horas. Los enemigos de mis enemigos son mis amigos. Hay distintas formas de ganar.
El larretismo, aunque también algunos bullrichistas, se ilusiona con ese armado en busca del premio mayor: ganar la presidencia y la provincia de Buenos Aires, hoy muy esquiva. En el mundo cambiemita nadie olvida que en 2015 alcanzaron la presidencia por una diferencia de 600.000 votos sobre el kirchnerismo y que la ventaja lograda en Córdoba, donde manda Schiaretti, fue más que decisiva: 700.000 sufragios. No se tata solo de devolver gentilezas. Son sumas lineales de este tiempo centrípeto.
La confusión kirchnerista
El corrimiento en la oferta política, con eco en la demanda electoral, explicaría también la confusión y la densidad de las contradicciones que ha expresado el cristicamporismo durante la última semana. Fueron siete días en los que se balanceó entre extremos. Pasaron del rescate o la defensa de la figura de Sergio Massa a la dura crítica ideológica de las acciones del ministro y, sobre todo, a los efectos que sus políticas tienen y a los que podrían tener.
El resultado del reciente examen parcial que le tomó el FMI a Massa y el sorprendente (para todo el Gobierno) índice de inflación del 6,6% de febrero fueron el último detonante para precipitar un regreso a las fuentes discursivas del camporismo en busca del único refugio seguro, que es el núcleo duro de sus votantes más radicalizados. Eso también explica el ruego desesperado por una candidatura de Cristina Kirchner.
“Nuestro idioma no es el de la moderación”, dice el documento que La Cámpora dirigió a sus militantes, mucho más que una nueva respuesta y descalificación al Presidente, que en su último mensaje ante el Congreso se había jactado de ser, precisamente, un moderado. En todo caso, podría ser el epitafio que le dedicaron a Alberto Fernández.
En realidad, se trata de la búsqueda de la reafirmación de una identidad que se les fue desdibujando desde el día en que se presentó el artefacto electoral creado por Cristina Kirchner. La gestión albertista solo terminó de consolidar el desperfilamiento. Pero la urgencia y la contundencia de esas expresiones radican en la constatación de que la última esperanza para sostener tanta elongación de principios empezaba a difuminarse y a aumentar el riesgo de desgarros profundos. La estabilización, seguida de redistribución, con las que los había ilusionado Massa se alejan aceleradamente.
Todo se precipitó cuando el lunes pasado apareció el comunicado del FMI en el que anunciaba la aprobación de la revisión de las metas fijadas hace un año. La disonancia llegó a niveles extremos.
“Solo Sergio es capaz de lograr lo que el FMI concedió”, festejaban, apenas se difundió la aprobación, en el entorno más íntimo del ministro, en referencia a la flexibilización de las metas de reservas.
Apenas un par de horas más tarde apareció un furibundo manifiesto camporista contra ese entendimiento, en el que la organización maximista despotrica por el ajuste que implicaba no haber logrado que se revisaran a la baja las metas fiscales. Con el agravante de que el Fondo advertía que ese objetivo había sido puesto más en riesgo por lo que para La Cámpora es un símbolo y una herramienta electoral: la moratoria previsional. La demora en su ejecución, hasta entonces imputada a Fernández, tenía otros culpables, entre los que sobresalía el ministro de Economía, a pesar de los esfuerzos por cuidarlo. Aprietes, sin escraches.
La rana de Massa
Había en ese punto algo más grave que pasó bastante inadvertido: La Cámpora denuncia en su mensaje el verdadero plan Massa para llegar a las elecciones. Aunque a él no lo nombren, él siempre está. Y ya no puede ocultarse detrás de Fernández. El Presidente no hace sombra, a pesar de que todas las culpas le son colgadas a él..
“[…] ¿qué pasa si ponés la rana en agua y muy, muy lentamente la vas calentando hasta hervir? Una creencia dice que la rana se quedará tranquila, sin darse cuenta de que el agua se está calentando. Eso sucede en la Argentina. ¿No será que la morfina para que el pueblo soporte inicialmente el acuerdo es la inflación? Queda claro que el acuerdo es inflacionario”, dice el documento. Y el firmante gozoso de ese acuerdo es el ministro de Economía, el hombre al que el camporismo decía que siempre quiere en su equipo. La suba indomable de los precios y apriete fiscal no riman con “luche y vuelve”.
Justo en el momento en que se difundía el tuit camporista, Massa regulaba la hornalla. Cada vez estaba más convencido de que aun sin bajar la inflación podía mantenerse competitivo como presidenciable con el “plan rana”. “La vamos a estabilizar en el 6% y si no sube la gente no solo se va a acostumbrar, sino que nos va a agradecer que no haya explotado. Sergio fue el que evitó la hiperinflación y hasta una caída del Gobierno, Le puso el pecho y la fue llevando. Todos se lo reconocen”, decían en el equipo massista, a lo que adherían sus interlocutores de los factores de poder, varios formadores de opinión y algunos adversarios políticos.
Tanta era la confianza en el massismo de que ese plan podía ser efectivo que en la noche previa a la difusión del índice de precios dos de los antiguos y cercanos colaboradores del ministro reconocían por primera vez abiertamente que Massa se veía como candidato presidencial.
Tras la admisión, uno de ellos expresó sus prevenciones: “Tendría fe en que se enderece la economía si Sergio no fuera candidato. Pero él siempre quiso serlo, los que hace mucho vienen apostando por él siempre quieren, y el resto, aunque no lo amen, lo quiere de candidato. Imposible que no lo intente”.
En el resto se inscribe el cristicamporismo, que no encuentra o no encontraba ningún salvavidas a mano mejor que Massa, aunque solo sirva para retener los votos necesarios que les permitan preservar su refugio, la provincia de Buenos Aires. Si su idioma no es el de la moderación, saben también que la suya no es la lingua franca de estos tiempos. En todo caso, la rebeldía (o la desmesura) parece ser de derecha.
El comunicado camporista y el 6,6% astillaron de un golpe el imbatible optimismo massista. Y más lo hizo la ruptura de la barrera simbólica del 100% anual de inflación. Un chorro de agua hirviendo capaz de escaldar hasta la dura piel de cualquier batracio.
Por eso, en el Palacio de Hacienda le pidieron explicaciones y argumentos para recrear alguna ilusión al viceministro Gabriel Rubinstein, quien en esos días estaba abocado con algunos colaboradores a calcular (otra vez) el impacto real sobre la economía, las cuentas públicas y las reservas de la histórica sequía. El piso cada vez está más abajo y nadie logra ver todavía el fondo.
En el propio equipo de Massa admiten que “la situación está bien complicada. Las variables más sensibles están muy tensionadas y en desequilibrio inestable”. Peor aún tras el temblor financiero internacional en desarrollo. Y si la política juega un papel muy importante, la disputa interna del oficialismo, más.
La mayoría de los economistas auguran un cuello de botella demasiado estrecho para el segundo trimestre. Justo cuando empezará el tiempo de definiciones. En mayo deberán resolverse las precandidaturas y en junio habrá que presentarlas.
Todo es incierto y tal vez lo sea aún más, pero los tiempos se acortan y los milagros se postergan. Mientras tanto, algunas tendencias parecen ir consolidándose, para confusión del oficialismo.
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