¿Un nuevo mundo a medida del cristinismo?
La caída del Muro de Berlín y el derrumbe de la URSS parieron un nuevo orden mundial, que consagró la hegemonía de la democracia liberal y del neoliberalismo económico. Casi 30 años después, el Covid-19 parece destinado a enterrar los despojos de aquel universo y a prefigurar un nuevo orden.
A pesar de que nadie se anima a definir con precisión cómo será el futuro que acaba de empezar, más allá de algunas audacias seudointelectuales, todo parece indicar que la mayor injerencia del Estado en todas las esferas de la vida (política, económica, social e individual) llegó para quedarse. Mucho más allá del momento inicial de excepción que inauguró la pandemia. Música para los oídos cristinistas.
Como siempre, y tal vez como nunca, la Argentina no quedará ajena a los nuevos aires. Otro gobierno peronista será el encargado de montarse a la ola y de imprimirle nuevamente su sello. Pero esta vez hay una diferencia sustancial respecto de lo acontecido a fines del siglo XX.
Hace tres décadas, Carlos Menem lideró y concretó el proyecto político más contracultural de la historia del peronismo para enrolarse en aquel nuevo orden mundial. Un acto de notable audacia en todo sentido. Hasta para la comisión de los más cuestionables excesos, como la corrupción sistemática o la ampliación de la brecha social, que fueron sus herencias más perdurables, sin distinción de ideologías.
Hoy, por el contrario, muchos ven los vientos de la historia soplar a favor del ideario de la porción que predomina en el peronismo gobernante. Al menos así lo interpreta el cristinismo, que despliega sus velas, convencido de haber hallado un mundo a la medida de su cosmovisión, sus deseos y sus ilusiones.
La ausencia de frenos concretos y efectivos que encuentran sus impulsores dentro de la propia coalición o de parte del Presidente parece haberlos envalentonado. Hasta ahora se han encontrado con meras correcciones a sus giros más extremos y siguen ganando espacio (conceptual y físico).
A su favor ha jugado la aparición de la pandemia, que postergó muchas definiciones que el Gobierno ya debería haber tomado y, tal vez, en contradicción con sus aspiraciones. No solo en materia económica, donde la crisis de la deuda pública le ha permitido seguir dilatando la adopción de un plan preciso. También se expandió a otros terrenos la procrastinación que Fernández ha mostrado desde el 11 de agosto pasado, tras su triunfo en las PASO.
Muchas de las amplias y difusas definiciones que lo llevaron a la presidencia pertenecen a un mundo que es pasado y cuyas fronteras están redibujándose. Queda vigente su perfil moderado, que muestra fisuras cuando se lo contradice o se lo desafía puertas afuera de su coalición. No hay épica ni mística. Apenas una estética en tensión.
También aparece reconfigurada, por la coyuntura y el clima de época, la arquitectura partidaria que lo hizo presidente. Su candidatura logró ser más que la suma de cada una de las facciones del Frente de Todos y romper fronteras que cada una no podía traspasar, en especial el kirchnerismo duro, a pesar de contar con el capital mayoritario.
Fernández apareció entonces como el vértice de un trípode compuesto por Cristina Kirchner y sus seguidores; por el Frente Renovador, de Sergio Massa, y por los gobernadores e intendentes peronistas. Su promesa era ser la síntesis de cada uno de ellos, que en muchos puntos diferían.
Dos de aquellas patas se vislumbran hoy desdibujadas. Los gobernadores e intendentes, confinados a las urgencias sanitarias, económicas y financieras, se advierten carentes de peso para mantener el equilibrio interno originario. Fernández tampoco les dio más juego que el acotado a sus responsabilidades. Al mismo tiempo, el volumen del massismo lejos está de haberse acrecentado. La férrea alineación táctica de su jefe con Máximo Kirchner no mejora la ecuación. Ni la compensa la ocupación de algunos cargos relevantes o la administración de ciertas cajas.
Por el contrario, resulta inocultable la expansión del cristinismo. La ocupación de espacios con poder real (político y económico), el ejercicio de funciones y la instalación de temas en la agenda pública son tres pilares que favorecen y alimentan su presencia territorial y su construcción orgánica, con efectos sobre el presente del Gobierno y el futuro electoral del oficialismo.
El avance y el poder de esta facción se explica no solo por el liderazgo unificador e indiscutido de Cristina Kirchner, por su poderoso motor vindicativo, por el capital electoral inicial que la convirtió en la socia mayoritaria de la coalición oficialista o por su cohesión ideológico-política, dotada de una épica y una mística de la que carecen los otros sectores. A eso hay que sumarle una vocación de poder inclaudicable, sostenida por una amplia y cohesionada militancia, con escaso espacio para la disidencia.
Sin embargo, falta uno de los aspectos menos transitados del kirchnerismo puro y duro, que cada día amenaza con desbaratar el trípode en el que se apoya Fernández, para sustituirlo por una figura mítica, de efectos reales. La evolución del cristinismo guarda notable analogía con el Can Cerbero, aquel perro de tres cabezas (también tenía cola de serpiente) que custodiaba las puertas del inframundo.
El universo cristinista es uno y trino. Está compuesto por el cristinismo propiamente dicho, cuya sede es el Instituto Patria; por La Cámpora, que desde la Cámara de Diputados lidera Máximo Kirchner, y por el kicillofismo, con sede en La Plata, desde donde su jefe gobierna y protagoniza sus propias batallas.
Todos ellos comparten creencias, objetivos principales y enemigos. También, prejuicios. Los atraviesa a todos ellos un espíritu hobbesiano, que impulsa un Estado fuerte, de amplia incidencia, bajo su control. La división de poderes republicana no es un dogma, aunque hay matices sobre su interpretación. Y todos están pregnados por una visión agonal de la política, que divide entre amigos y enemigos.
No todos, sin embargo, se comportan igual. La vida en el llano durante cuatro años y el paso del tiempo influyeron de distinta manera en todos ellos. En el caso de La Cámpora, cuyos principales dirigentes ya superaron los 40 años y muchos han sido padres en los últimos tiempos, se advierten cambios. No arriaron sus banderas, pero sí morigeraron las formas hacia afuera. Claros ejemplos son su jefe, Máximo Kirchner, y el ministro del Interior, Wado de Pedro, cada vez más poderoso y más presente por su capacidad operativa. La férrea disciplina vertical que rige en la organización (otrora juvenil) les permite sostener el orden interno y actuar siempre en función del proyecto colectivo que definen sus líderes. El futuro es su norte y para ello trabajan a destajo en el presente. En la Casa Rosada se siente. Y cada vez se tolera y se justifica más. Como un dato de la realidad.
Diferente es el caso de Kicillof, que no pertenece orgánicamente a La Cámpora, aunque comparta visiones y mantenga alianzas. Responde directamente a Cristina y no actúa mesura ni tolerancia, como volvió a demostrar anteanoche en Olivos. Nunca pierde oportunidad de hacer de cada acto de gobierno una gesta política personal y de marcar el campo ideológico. Tampoco construye poder territorial. Su espacio es endogámico y de escasa o nula plasticidad. Conceder para él es sinónimo de ceder. Lo dicen y lo padecen los intendentes oficialistas bonaerenses, que nunca lo llaman "compañero gobernador".
El Instituto Patria, que es la catedral cristinista indiscutida, reúne a los fieles que bajo la intendencia de Oscar Parrilli defienden los intereses de la jefa (la cuestión judicial ocupa un lugar preponderante), custodian su legado y son una usina de propuestas e ideas, en las que prima el cuño populista, con escasa actualización, que signó el gobierno de Cristina Kirchner.
Las diferencias de formas o los matices entre esos sectores no impiden que las tres cabezas de Cerbero actúen con la fuerza de un cuerpo único sobre la moderación del Presidente, a la que a veces consideran tibieza. Fernández no parece inquietarse. Y actúa como si le fuera funcional.
El mundo que está pariendo la pandemia atenúa cualquier discrepancia de fondo. Para ellos, el clima de época es más que benigno para su proyecto de país. No importa que tenga matices distintivos relevantes con lo que se hace en otros países del mundo que toman como ejemplo (o justificación).
El cristinismo se ilusiona con un nuevo viento de cola. Nadie sabe si para Alberto Fernández es una oportunidad o una amenaza.
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