Un magro triunfo que desnuda la crisis política
El dificultoso paso adelante dado en la Cámara de Diputados por la “ley ómnibus” tiene para el Gobierno un valor simbólico mucho mayor que su importancia concreta
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La larguísima discusión, las negociaciones infinitas en Diputados, en los pasillos del Congreso y en la Casa Rosada, la violencia en la calle, más los recortes que convirtieron en bonsai el proyecto hasta dejarlo en casi un tercio de lo que había sido en sus orígenes, así como el cuarto intermedio de tres días para el tratamiento en particular demuestran la fragilidad y precariedad en la que se desenvuelve la cosa pública. La hondura de la emergencia económica compite con la de la política. Fruto de un colapso sordo y ciego, como una bomba neutrónica que dejó en pie estructuras vaciadas.
El dificultoso paso adelante dado en Diputados tiene para el Gobierno un valor simbólico mucho mayor que su importancia concreta. Es poco más que un vaso de agua en el desierto en cuanto a las herramientas que la ley le otorga para llevar adelante su proyecto de Gobierno, aunque en la Casa Rosada pretendan maquillarlo y darle más brillo. Pero es mucho más relevante lo que le deja en términos políticos. Si es que está dispuesto y tiene aptitud para tomarlo como un aprendizaje y capitalizar la experiencia.
La magnitud del proyecto, la diversidad de asuntos abordados, la cantidad de reformas pretendidas, la ausencia de asignación de prioridades, las torpes maneras con las que el propio Presidente y muchos de sus más conspicuos colaboradores pretendieron imponerlo, sumados a la falta de conducción, de negociadores con autoridad y de orden interno del oficialismo fueron tanto o más relevantes que la acción de los opositores para complicar el tratamiento de la iniciativa.
A pesar de todo eso, logró avanzar hacia la media sanción que, al final, consiguió en general cuando caía otra tarde bochornosa. Esa es la expresión más rotunda de que las condiciones objetivas son favorables al rumbo del Gobierno y pueden sobreponerse (al menos, por ahora) a las limitaciones subjetivas de la nueva administración.
Es la confirmación, además, de que “hay un solo espacio -el oficialista- que tiene resuelto su liderazgo y eso lo percibe la sociedad y también la política”, como dice el experto en opinión pública Manuel Terradez, que acaba de concluir una investigación a nivel nacional para el radicalismo bonaerense.
En ella se constata que, a pesar de todos los tropiezos, excesos y exabruptos, Milei conserva un porcentaje de apoyo similar al de votos que obtuvo en las PASO. No solo eso. Por primera vez, después del largo proceso electoral, asoma en sus mediciones algún porcentaje significativo de emociones positivas (como esperanza y confianza), que hasta el 19 de noviembre estaban canceladas y dominadas por sentimientos negativos, como incertidumbre, enojo o desconfianza. Todavía el pasado reciente juega a favor de Milei. Pero la gracia no es eterna.
Que con apenas poco más del 10% de diputados propios, sobre el total de 257 de la Cámara baja, el oficialismo haya obtenido 144 votos para la aprobación en general es el mejor reflejo de esa realidad. Una elocuente mayoría de la política con representación parlamentaria lo apoyó (o no se atrevió a oponerse de plano), a pesar de las muchas reservas o rechazos que le provocaban infinidad de temas que aún quedaron en pie. Saben lo que piensan sus votantes, aun con muchos matices y recelos. Como quedó expuesto en el balotaje y reafirman las encuestas. El inédito precedente de tres gobiernos democráticos consecutivos fracasados está a flor de piel de una mayoría de argentinos, que prefieren apostar o ilusionarse con un cambio radical, aún cuando la naturaleza de ese cambio resulte tan amenazante como incierto para muchos.
Por la misma razón, el kirchnerismo y la izquierda no tienen más destino que consolidarse como la contracara del oficialismo y convertirse en una oposición rancia. Así actuaron. Los partidos de izquierda, en pos de su coherencia ideológica.
En defensa propia lo hizo el kirchnerismo. Aún cuando eso destine a esta expresión política, que alguna vez fue mayoritaria, a remar contra el clima de época y a resignarse a ser la expresión de una base que no deja de achicarse desde hace ya una década. Aunque el fracaso del gobierno macrista frenó el declive y le dio sobrevida, terminó derrapando definitivamente con el fiasco del experimento de Alberto Fernández y Cristina Kirchner.
La nula o escuálida presencia en las calles de militantes kirchneristas contra la ley, los insultos que recibió Máximo Kirchner aún de parte de varios manifestantes que él decía haber salido del recinto a defender de la represión policial, las corridas de sus diputados para volver a la sesión por temor a que se votara el proyecto en su ausencia son expresiones de esa nueva realidad.
Lo mismo puede decirse del formal pedido de un cuarto intermedio por los incidentes en el exterior del Congreso y la represión consecuente que contrastó con el violento intento de copar por la fuerza la presidencia de la Cámara de Diputados en 2017 para tratar de abortar la sesión en la que se debatía la reforma fiscal y previsional de Mauricio Macri. Una iniciativa que, al lado de este macroproyecto de ley (aún jibarizado), era una dosis homeopática de ajuste. La decrepitud que producen los fracasos suele ser indisimulable.
Por otra parte, el debate significó la firma del acta de defunción del ya fenecido Juntos por el Cambio y resaltó la profunda crisis de identidad y de liderazgos que atraviesan el Pro y el radicalismo, sumidos ambos en un profundo proceso de reacomodamientos internos, reflexión y confusión. Así debieron admitirlo muchos de sus referentes en las intervenciones durante el debate.
El partido (en todo sentido) macrista trata de metabolizar la pérdida de representación a manos de Milei de las ideas liberales que postulaba y que su fundador atenuó para llegar al Gobierno y gobernar y ahora reivindica al extremo, hasta convertirse en el mayor defensor de Milei, después de su propia hermana. Al mismo tiempo, se ve obligado a aclarar que el Pro no forma parte del Gobierno, a pesar de que la aún presidenta del partido, Patricia Bullrich, ocupa uno de los dos lugares más prominentes en el frente de batalla oficialista, junto con el exministro macrista y hoy titular de Economía Luis Caputo.
El riesgo de pagar los costos de esa sobreexposición si las cosas no salen bien en esta primera etapa convive con la incomodidad de ver que el peronismo, incluido el massismo, goza de lugares con poder político y caja, pero de menos exposición que los macristas.
A pesar de que Macri habla regularmente con Milei, en lo que él llama un “espacio de reflexión”, no tienen respuesta frente a esa realidad. Sin molestarse en hacer política (o, más bien, despreciándola) ni tener logros para mostrar, Milei logra dominar a buena parte de la política y ejercer hasta en exceso la autoridad que Alberto Fernández le había vaciado a la institución presidencial. Como nadie hubiera imaginado. No hace dos años sino solo hace tres meses.
La amarga chanza que le dispensó el presidente del bloque del Pro, Cristian Ritondo, a su par de La Libertad Avanza, Oscar Zago, antes del comienzo de la segunda jornada de sesión expresa con claridad la situación. “¿Hoy van a laburar ustedes? Porque hasta ahora la ley la bancamos nosotros. Si dependía de ustedes esto ya habría fracasado”, fue el ácido comentario del frustrado presidente de la Cámara de Diputados. En privado, sus opiniones sobre sus pares libertarios y los enviados del Presidente son mucho más corrosivos. Así y todo, Milei avanza, aunque vaya dejando jirones por el camino.
Los radicales tramitan también su proceso de reconfiguración y fragmentación. El discurso de Facundo Manes y el del jefe del bloque, Rodrigo de Loredo no pudieron estar más en las antípodas. Como si fueran legisladores de partidos distintos. Por ahora, conviven.
Uno expresa lo que buena parte de los afiliados y militantes más rancios del radicalismo piensan. El otro lo que, junto con varios dirigentes relevantes de su partido cree que es el camino para no volver a ser una fuerza irrelevante fuera de su núcleo duro y retener votantes que quieren un cambio económico sin perder su identidad ni resignar la defensa de los valores republicanos y los principios igualitarios. Tiempos difíciles para ellos, que el Gobierno aprovecha.
Es cierto que al oficialismo aún le espera un proceso tanto o más tortuoso como el de la votación en general, como es el del tratamiento de la ley en particular, que empezará el martes próximo, y en el cual puede tener que resignar aún más objetivos, por el rechazo a varios artículos de muchos que votaron a favor, como fue adelantado. La delegación de facultades, el sistema de ajuste de las jubilaciones, los impuestos no coparticipables todavía tienen muchos obstáculos por atravesar.
Además, se espera un complejo paso por el Senado, donde ya la vicepresidenta y titular de esa Cámara les prometió a los senadores dialoguistas que no buscará forzar ningún trámite exprés. No solo porque no cuenta con el número de legisladores para intentarlo. Así, una nueva prórroga de las sesiones extraordinarias se da por hecho. Otro cambio de planes para el rígido dogma mileísta y una nueva oportunidad de marcar diferencias en la práctica para Victoria Villarruel.
El riesgo de que el Senado le introduzca modificaciones y el proyecto deba volver a Diputados está demasiado latente.
La negociación con los diputados fue desprolija (para evitar otros adjetivos), carente de negociadores con autoridad e información, y derivó en marchas, contramarchas y resignaciones que el propio Mieli había jurado que no haría. Con los senadores, ni siquiera empezó. Y ahí los gobernadores, que fueron maltratados por el oficialismo, tienen representantes fieles. Por algo, la vicepresidenta dilata el llamado a tratar el mega DNU de Milei. Aunque para dejarlo sin efecto se necesite el rechazo de las dos cámaras, la sola desaprobación de una de ellas puede pesar sobre el criterio de los jueces que deben fallar sobre su constitucionalidad y legalidad.
En la Casa Rosada minimizan el desgaste que pudo provocar el tortuoso trámite y, como dijo el jefe del bloque de LLA en su discurso de cierre, se solazan con que se llevaron la aprobación y le dejaron los discursos negativos a los que perdieron.
Más aún, en las horas previas uno de los más destacados colaboradores de Milei, decía que “a Javier no le preocupa mucho ya si sale la ley ni cómo va a salir. Aunque que salga sería una buena señal, sobre todo para afuera”. Lujos de la luna de miel.
Pero no todo es para siempre. Hasta los aliados, como Macri, ya han advertido que Milei no tiene más de un mes de gracia social para empezar a mostrar resultados. Otros, como algunos que dejaron la piel en Diputados para que se apruebe, la ley son más crudos: “Para ganar una elección y llegar al Gobierno pueden que te ayuden y te basten ‘las fuerzas del cielo’, pero para gobernar necesitas hacer política y ofrecer soluciones rápido”.
Sin embargo, el disruptivo Presidente no parece preocuparse ante las advertencias, convencido de estar cumpliendo una misión, como le dice a sus interlocutores.
El estado de emergencia de la política parece habilitarlo a confiar en las fuerzas superiores. Al menos, por ahora. Aún magro, el avance en Diputados es un triunfo, que dejó al desnudo la crisis política.
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