Un gobierno de supervivencia, tironeado entre el FMI y Cristina
Alberto Fernández y Martín Guzmán cedieron a un ajuste que resistieron durante meses; el acuerdo le ofrece un orden para llegar a 2023 pero ahonda las tensiones internas
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Alberto Fernández se aflojó la soga que sentía en el cuello. Pero el alivio de haberse alejado de un default dramático le ofrece apenas una emoción pasajera. Al encomendar su gobierno al Fondo Monetario Internacional (FMI) se resigna a convivir con el peligro de una quiebra si los hombres de negro del organismo detectan incumplimientos y cortan los préstamos.
Es un destino de apariencia trágica que durante meses se resistió a aceptar y sin embargo hoy se presenta como una salvación: el compromiso externo le ofrece un orden que Fernández fue incapaz de imponer en dos años de una gestión marcada por el deterioro de su autoridad, la contradicción sistemática y la ineficacia de un artefacto administrativo distraído por las batallas internas.
El FMI le tiende un puente para llegar a finales de 2023 sin un estallido económico. A cambio obliga a acomodar las cuentas públicas con una receta que contradice de lleno la biblia de Cristina Kirchner, cuyo primer mandamiento es “no tomarás ninguna medida que frene el consumo”.
El rumbo elegido el viernes es el germen de un gobierno de supervivencia, auditado por el Fondo y tironeado por la vicepresidenta. “Alberto no podía ir al default, como le pedían algunos gurkas del kirchnerismo. Era su fin. Ellos pueden subsistir en el caos; él no”, resume un funcionario de confianza del Presidente.
Nada le importa más a Fernández desde hace semanas que concretar el acuerdo con el FMI. Hubiera cerrado antes si no fuera por la necesidad de contener al ala dura del Frente de Todos. La tensión del último mes tuvo mucho de “juego de la gallina”. Aunque en este caso era una bicicleta contra un camión. Era previsible quién se iba a asustar primero.
Martín Guzmán incurrió el 5 de enero en un error que ya había cometido en la discusión con los bonistas privados: cuando reunió a los gobernadores para explicarles cómo marchaba la discusión dijo que el gran problema irresuelto era la senda de reducción del déficit. Explicó que él pretendía llegar al déficit 0 en 2027 y que en Washington le pedían adelantar esa meta a 2025. “Un programa de esas características es un ajuste real que con alta probabilidad detendría la recuperación que estamos viviendo. La diferencia entre el FMI y la Argentina es entre tener un programa que ayude a darle continuidad a la recuperación versus exponer a la Argentina a la necesidad de la buena suerte para continuar recuperándose”, dijo aquel día el ministro.
En el preacuerdo anunciado el viernes claudica ante lo que pedía el FMI. Si Guzmán hablaba en serio hace tres semanas ahora toca rezar. Al presentar la noticia el Presidente enfatizó que el entendimiento “no nos impone llegar a un déficit cero”. Y el ministro describió la senda de ajuste del rojo fiscal hasta 2024, como si el mundo terminara allí. Gita Gopinath, número dos del organismo, los corrigió sutilmente en un tuit, al confirmar que lo pactado incluye el equilibrio en 2025. Otro éxito efímero de los autores de “ganamos perdiendo”.
Al fin y al cabo esas serán preocupaciones del próximo gobierno. El consuelo que ofrece Fernández a los que sufren la sociedad con el FMI es que no se requieren reformas de calado ni se impone una devaluación drástica. Es difícil que el programa que apruebe el directorio del organismo no incluya compromisos de cambios estructurales, pero seguramente impactarán sobre la administración siguiente. Quedan demasiados detalles por revelar.
El FMI fue “pragmático y flexible”, como había anticipado Gopinath días antes de los anuncios. Le exige a la Argentina un mínimo de orden macroeconómico y le regala el discurso, hasta el punto de adoptar en sus comunicados alusiones a un “crecimiento más inclusivo” y a la defensa de los “derechos sociales”. Los burócratas aprendieron que hay cosas que no pueden pedirle a este gobierno. Pero se juegan el puesto si avalan un programa que agigante los desequilibrios argentinos. Es un pacto de conveniencia mutua que posterga la negociación en serio para hacerla con quien gane en 2023, que tendrá que afrontar el mayor peso del ajuste y empezar a devolver el préstamo (en 2026). La procrastinación es contagiosa.
Las promesas de Alberto; los silencios de Cristina
Guzmán y Fernández prometen no ajustar, no afectar las jubilaciones, no bajar el gasto público, no aumentar tarifas energéticas más del 20% y no promover una devaluación brusca. Que el déficit bajará por la vía del crecimiento económico, que se invertirá más en obras, que la emisión monetaria para financiar el rojo fiscal bajará de 3,7% a 1% del PBI este año, que habrá tasas de interés positivas. Y –como pide Cristina– que subirán los salarios por encima de la inflación.
Conseguir la combinación de todos esos factores se parece mucho a los milagros que tanto se celebran en la escuela de Stiglitz. Se habla de exportar más y nadie explica cómo se conseguirá con una brecha cambiaria superior al 100%. Ni hablar de las dudas que plantea el efecto de la sequía en la cosecha de soja y maíz, en un contexto global también incierto sobre del precio de los productos que exporta la Argentina.
Cristina funda su estruendoso silencio en la desconfianza respecto del exitismo albertista. Así como lo marcó después de las PASO ve imposible ganar elecciones en un contexto de bajo consumo y pérdida del salario real. Y si en 2021 le pareció una ruina el ajuste sigiloso de Guzmán, ¿cómo podría asimilar un programa que va en el mismo sentido pero más estricto y lo vigila desde Washington el monstruo al que dedicó sus discursos más incendiarios?
Parece todo derrota para ella: no consiguió los 20 años de plazo que exigía, no se redujeron las sobretasas ni hubo una autocrítica abierta del Fondo por la asistencia que le dio a Mauricio Macri.
Cuando este miércoles se mordió la lengua para no nombrar el FMI en el discurso que dio en Honduras lo hizo como quien concede un gesto extraordinario. Ella estaba informada de lo que venía. No comprometió su apoyo, pero tenía conciencia de que el país estaba al borde de una corrida cambiaria, explica una fuente del Instituto Patria. El dólar suele ser la única pared ante la que frena. La situación la obliga a un delicado equilibrio entre salvar su capital simbólico y no quedar como culpable de un desastre económico.
Cristina es una voraz consumidora de encuestas, donde encuentra datos sugestivos. El último sondeo de Analogías –la consultora favorita de La Cámpora– revela un marcado pesimismo sobre la situación económica. El 45% le atribuye al actual gobierno haber sido el que más aumentó la deuda externa. El 79% responde que no cuando se le pregunta si cree que la economía y los salarios se están recuperando. El 61% sostiene que los próximos dos años la situación va a ser igual de mala o peor. Y la imagen del Presidente vuelve a desplomarse después de un ligero repunte de fin de año.
Otros estudios coinciden con el diagnóstico e incluyen a Cristina en la cuenta: el Frente de Todos tiene un gran problema de base electoral.
La vicepresidenta cree que el compromiso que va a asumirse con el FMI impide reconectar con los votantes perdidos en 2023. Sus diatribas históricas para explicar la ruina de la Argentina son alimento para los convencidos. Poco más.
Máximo Kirchner es aún más radical en la visión sobre la posibilidad de éxito con un programa digitado desde Washington. Axel Kicillof también vivió con decepción la fisonomía del acuerdo. Él había animado a Guzmán a “explorar otras alternativas” en aquella reunión del 5 de enero. El viernes se tomó 10 horas para dar su opinión sobre el anuncio presidencial, después de una insistente presión de la Casa Rosada. Lo hizo con un mensaje en Twitter teñido de amargura, que es lo más cercano a un apoyo que pudo expresar.
Nueva etapa
Fernández, en cambio, procesó el preacuerdo como su gran éxito personal como Presidente. Él decidió forzar el deadline del viernes: transmitió a Washington que no iba a usar más reservas para pagar vencimientos sin un compromiso escrito que le permitiera dar una señal en sentido del acuerdo. Entre el miércoles y el jueves a la noche todo se aceleró vertiginosamente. El anuncio se hizo sin tener siquiera escrita la carta de intención, pero a tiempo para evitar el default y prevenir una corrida cambiaria.
El breve discurso en los jardines de Olivos –el mismo lugar donde Fernando de la Rúa celebró el megacanje a fines del 2000 con la famosa frase “qué lindo es dar buenas noticias”– retrató la agonía que fueron para Fernández estos días. Habló de la “soga al cuello”, de la “espada de Damocles” y de que sin el acuerdo la Argentina se quedaba “sin presente y sin futuro”.
Se rodeó como nunca de su círculo de confianza: el canciller Santiago Cafiero, los ministros Gabriel Katopodis, Juan Zabaleta y Matías Kulfas, y el secretario Julio Vitobello. Juan Manzur, que había dejado correr la idea de renunciar y volverse a Tucumán, ratificó su compromiso cuando corroboró que el rumbo no era el default. Sergio Massa intervino en las discusiones como un ministro más. Guzmán los mantuvo informados minuto a minuto de sus charlas con Julie Kozack y Luis Cubeddu, los encargos de negociar en nombre del FMI. Fernández le pidió que no dejara de informar a Cristina. Ella lo atendió desde Honduras. No hubo veto, tampoco apoyo decidido aunque el ministro se encargó de agradecerle en la conferencia en que presentó las novedades. Máximo estuvo en Olivos durante la semana, pero evitó cualquier imagen o expresión pública que lo pegue al pacto. Fue notable la distancia que mantuvo con la acción el ministro del Interior, Wado de Pedro.
La emancipación
El albertismo volvió en estas horas a ilusionarse con la emancipación. El Presidente pide paciencia: no es el momento. La prioridad es alcanzar el acuerdo, que todavía está crudo. El programa tiene que pasar por el Congreso. La oposición anticipó su vocación de aprobarlo. Pero ahí habitan también Máximo y Cristina. La necesidad de mantener la paz explica, por ejemplo, la subsistencia de Martín Rodríguez, número dos y pareja de Luana Volnovich, en el PAMI.
Fernández también dio luz verde a un apoyo casi institucional del Gobierno a la marcha kirchnerista contra la Corte Suprema, en busca de un espacio común donde expresar la unidad del Frente de Todos.
“El próximo mes habrá que administrar una tensión interna extrema”, admite un dirigente de peso en el oficialismo. El 22 de marzo es la fecha tope para tener el programa aprobado, antes del vencimiento impagable de 2800 millones de dólares.
Solo entonces Fernández podrá respirar con calma. Las metas que se conocen hasta ahora le permitirían mantener una administración flexible, a base de parches. En su discurso, el ministro sugirió que mantendrán los controles de precios y que la suba o creación de impuestos es una alternativa viable para alcanzar las metas de déficit y reducir la emisión. El FMI también alentó al Gobierno a buscar financiamiento en países amigos.
El viaje presidencial de la semana que empieza a Rusia y China apunta a conseguir algún auxilio financiero extra, aunque cuando se planificó tenía otros objetivos. La escala en Rusia se pensó como un agradecimiento a Vladimir Putin por haber aportado la primera vacuna contra el coronavirus que llegó al país. Fernández paga ahora un costo al visitar al líder ruso en plena crisis de Ucrania. La diplomacia argentina trabajó profusamente en Estados Unidos para explicar la neutralidad del país en ese conflicto.
Fernández acumuló gestos en sentido contrario para equilibrar (como la condena a Venezuela en la ONU) y se cuidó de no atacar a las autoridades del FMI por el préstamo otorgado a Macri. Dijo que no será él sino la historia quien juzgue a los responsables. A David Lipton, actual jefe de asesores de la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, y exhombre fuerte del Fondo, ya lo había juzgado en el pasado. Ahora lo necesita para que la negociación no se trabe en el escalón político.
Si todos los planetas se alinean, a fines de marzo Fernández empezará el tramo decisivo de su gobierno. Acaso se anime a una gestión menos dependiente del kirchnerismo y a moldear un plan de reelección con alguna impronta personal, como sueñan sus seguidores, que a los tumbos aprendieron a no engañarse demasiado.
El futuro, en el mejor de los casos, consiste en superar cada tres meses la revisión del Fondo. Y vivir al día, con la soga flojita pero siempre a la vista.
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