Un estadista con fuerte liderazgo moral
Los grandes liderazgos morales no se construyen en el vacío. Se construyen en ese tiempo sin tiempo en el que conviven la desolación y la esperanza. Por supuesto, se construyen también en ese espacio de ejemplaridades conceptuales en el que es posible garantizar plenamente la libertad y la dignidad de los ciudadanos sin dejar de satisfacer las exigencias de un equilibrio histórico cada vez más desarrollado y de un ejercicio sereno y realista de las responsabilidades que impone el poder.
El liderazgo moral de Raúl Alfonsín responde a la noble estirpe de quienes abrazaron la política con esa visión del mundo y ajustaron su conciencia a los meridianos aleccionadores de la realidad y de la historia. Hay que traer a la memoria una y otra vez a la Argentina de 1983. Hay que remover con el pensamiento los escombros de aquel país arrasado por la violencia irracional y por el odio ideológico. Sólo así se podrá evaluar y medir en toda su trascendencia y en todo su significado la tarea de reconstrucción cívica e institucional que Alfonsín fue capaz de llevar adelante a partir del momento en que la ciudadanía le confió, en aquella memorable jornada electoral del 30 de octubre, la misión de conducir a la República a su irrenunciable destino democrático.
Atrás quedaban los desbordes de una dictadura tan cruenta como errática. Atrás quedaban también los rigores de un terrorismo tan oportunista como irresponsable. Atrás quedaban, finalmente, los ecos de una guerra internacional que había sumado nuevas cuotas de frustración a una sociedad condenada a vivir en el horror y en la desmemoria.
La decisión de enjuiciar públicamente a los principales responsables formales del proceso dictatorial que había vivido el país permitió trazar y definir, en su momento, los rasgos de una conducta de ejemplaridad moral absolutamente inédita. El juicio a los comandantes que habían conducido a las Fuerzas Armadas durante el llamado Proceso de Reorganización Nacional sentó un precedente histórico que instalaba a la Argentina en un nivel paradigmático, en el contexto de una región del mundo en la cual los golpes de Estado y las dictaduras formaban parte de una tradición fuertemente arraigada y hasta de la rutina y el folklore político.
Es cierto que la dignidad y el prestigio moral de un gobernante no depende sólo de sus actos o de sus gestos personales. Depende, también, de la forma en que el imaginario social se acostumbra a percibir y registrar esos actos y esos gestos ejemplarizadores. El liderazgo moral que alcanza un estadista es siempre el resultado del encuentro entre dos realidades que se complementan y se integran. Por un lado, se produce el surgimiento de una individualidad política creativa e iluminadora; por el otro, se registra la instalación de una opinión pública dispuesta a valorar el aporte de ese sujeto político y a incorporarlo al objeto cotidiano de sus afectos y de sus adhesiones. Raúl Alfonsín fue el líder que la Argentina necesitaba, hace 25 años, para reconstruir sus estructuras éticas e institucionales. Su nombre está incorporado a la galería de los hombres de Estado que dignificaron a la Nación en los días abismales en que todo parecía perdido para la causa de la democracia, aniquilada con saña y con perversidad desde ambos extremos del fanatismo ideológico y de la violencia política.
Estamos evocando a quien nunca hizo de la defensa de los derechos humanos un uso oportunista o retórico ni buscó obtener réditos personales de su militancia en favor de la libertad ni de su rechazo frontal a los autoritarismos. Estamos hablando de quien siempre trató de armonizar los fervores de su militancia con su sentido de la responsabilidad pública. Estamos hablando de quien nunca permitió que su lucha fuese utilizada como instrumento de agravio a un sector de la vida nacional o para destruir a las instituciones históricas de la República.
Su respaldo a las leyes de punto final y de obediencia debida brinda un claro testimonio del equilibrio con que procuró evitar que el proceso a los responsables de la sombría dictadura de los años 70 desembocara en un ataque sin freno a las Fuerzas Armadas de la Nación y se convirtiese, así, en un obstáculo para cualquier intento de avanzar hacia una auténtica política de reconciliación nacional.
Militancia intensa
Desde luego, la trayectoria de Alfonsín al servicio de las libertades y de la convivencia democrática estuvo avalada desde mucho antes de su llegada al gobierno por una militancia tan intensa como irreprochable, tan coherente como apasionada, en las filas del partido entrañable que alimentó su pasión de hombre público y dio proyección a sus visiones de estadista: la Unión Cívica Radical. Esa UCR a la que él supo dignificar en todos los puestos de lucha que le fueron confiados a través de los años. Concejal en Chascomús –en su Chascomús natal, en 1954; diputado provincial en Buenos Aires, en 1958; diputado nacional entre 1963 y 1966 (los años de la presidencia de Arturo Illia); presidente del comité partidario de la provincia en 1965; incansable predicador de los principios democráticos en todas las horas y en todas las circunstancias. Y un dato que no puede faltar: fundador –en 1973– del Movimiento de Renovación y Cambio, la célebre línea interna de la UCR desde la cual se opuso –con lealtad y gallardía– a don Ricardo Balbín, el gran caudillo histórico del radicalismo bonaerense.
En 1975 –tres meses antes del golpe militar del 24 de marzo–, Alfonsín fue uno de los fundadores de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Presidente de la República entre 1983 y 1989, Raúl Alfonsín pasó a ocupar, a partir de 2001, una banca de senador nacional como representante del pueblo de la provincia de Buenos Aires.
El juicio que puede merecer la gestión de Alfonsín como presidente de la Nación admite toda clase de matices y opiniones contrapuestas. Hubo aciertos y errores numerosos y variados, seguramente, durante su paso por la Casa Rosada. Hay argumentos sobrados para enaltecer su obra gubernamental en determinados aspectos y hay también razones fundadas para calificar con dureza algunas de las equivocaciones en que incurrieron sus hombres de mayor confianza y algunas de las que él mismo impulsó o produjo. Es probable que sus principales aciertos hayan estado vinculados, en líneas generales, con el respeto a los principios que salvaguardaban la vigencia de la libertad y la consolidación del equilibro democrático e institucional. Y es probable que sus errores más notorios se hayan deslizado en la definición de los lineamientos y las pautas de su política económica.
Pero el liderazgo moral de Raúl Alfonsín está bastante más allá de las calificaciones que pueda merecer su controvertido gobierno. El siglo XX no registra muchos liderazgos comparables al que supo ejercer cuando recorría los espacios públicos recitando el Preámbulo de la Constitución nacional o cuando alzó su voz cargada de proyectos y de definiciones apasionadas desde uno de los balcones del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires. De algún modo, Alfonsín se quedó para siempre en ese balcón. Y es probable que continúe allí, asomado al país imposible con el que seguimos soñando los argentinos, a la espera de que algún ciudadano emocionado venga a buscarlo para pedirle que gire su cabeza o su espíritu hacia una Plaza de Mayo encendida por la esperanza y preparada para el definitivo reencuentro de los argentinos con lo mejor de su historia, al abrigo de un Bicentenario que ya está llamando a nuestras puertas.