Un encuentro a solas con el papa Francisco
La sala es pequeña y sencilla. Estamos en Santa Marta, el sitio donde Francisco ha decidido vivir junto a un centenar de religiosos con los que suele cruzarse e intercambiar saludos como si fueran parte de una gran familia. Son las 17 del miércoles 11 de noviembre y estoy apunto de concretar una de las entrevistas más importantes de mi vida. Conocí presidentes, ministros, secretarios de Estado. Sin embargo, éste es un encuentro muy particular. Siento que el tiempo vale más que nunca. Quizá todavía pueda hacer cosas que sirvan a mi país, para unirlo, para cerrar algunas de las heridas que nos han dolido tanto. Encontrarme con Francisco me resulta una tarea estimulante. Lo conozco de cuando era simplemente monseñor Jorge Bergoglio y transitaba por los subtes y los cafés de Buenos Aires como un ciudadano más. Pero ahora es distinto. No hago otra cosa que pensar cómo sacarle el máximo provecho al encuentro. Quiero llevar a mi país su voz, su mensaje. Lo hago a título personal, pero soy consciente de que represento a mucha gente de distintas formas de pensar. Soy Graciela Fernánez Meijide, claro. Pero soy también parte del Club Político Argentino y de Argentina Debate. Soy una ciudadana más, pero mi voz también puede expresar otras voces. Me acompaña mi amigo y compañero de mil batallas, Carlos Porroni.
El Papa conoce muy bien mi historia. A poco de iniciada la charla me dice: "Hay que curar las heridas, pero sin dejar de mirar las cicatrices". Me parece una síntesis extraordinaria de lo que hemos tratado de aprender durante tantos años de lucha. Ante mi consulta sobre los traumas pendientes de los 70, Francisco se muestra convencido de que el camino es la justicia. Y afirma: "El que está probado que cometió crímenes tiene que cumplir su condena". Al mismo tiempo expresa su enorme preocupación por aquellas personas detenidas por delitos de lesa humanidad que pasan muchos años de prisión sin procesos ni condenas. Todas las herramientas que posee el Código Procesal, explica, deben ser cumplidas estrictamente para evitar cualquier tipo de tentación de venganza.
Con Bergoglio es fácil sentirse cómodo, romper solemnidades y protocolos. Le muestro un mensaje de mi sobrino Lucas, de 6 años, en el que me dice: "El Papa es un gigante, te vas a enamorar de él". Nos reímos de la ocurrencia durante varios minutos.
Pero así como ríe, Francisco muestra una enorme firmeza cuando habla de los desafíos que enfrenta la Iglesia. Cuando le consulto por el reciente escándalo de las filtraciones de secretos vaticanos, no se incomoda. Simplemente, contesta: "No me detendré pase lo que pase".
Al hablar de la situación de nuestro país, se muestra muy informado y convencido de que es necesario superar los niveles de violencia y confrontación que opacan la convivencia argentina. Más institucionalización, coincide, es la manera de superar los viejos traumas. También elogia las iniciativas que estamos promoviendo desde distintas entidades de la sociedad civil como Argentina Debate y otras entidades. "Así debe ser -dice- de abajo hacia arriba". Aunque sin estridencias, también se muestra confiado en que el camino de la justicia es el indicado para avanzar en el saneamiento de la vida pública. La corrupción es, sin dudas, una de sus mayores preocupaciones. Quiere predicar sencillez para cambiar los vicios de las cúpulas gobernantes.
Tras 50 minutos de charla, el Papa tiene preparados dos rosarios bendecidos para entregarnos. "Uy, hay muchos amigos que me van a reclamar por qué no les llevé uno", le digo. Se pone de pie, sale de la pequeña salita y vuelve a los pocos minutos con una bolsa repleta de crucifijos. Él mismo se encarga de la pequeña misión.
Con una bella sonrisa me dice que se siente feliz de haber conversado con nosotros. Mientras subíamos las escaleras de Santa Marta, me doy vuelta para dar una última mirada: ahí estaba Francisco, levantando su mano derecha. Diciendo, simplemente, chau.
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