La muerte de Fabián Gutiérrez: un crimen incómodo en medio de un plan de impunidad
De repente, la desaparición de un hombre desconocido para la gran mayoría se convirtió en un shock informativo. Un circuito muy pequeño seguramente sabía quién era Fabián Gutiérrez el viernes a la tarde. El punto fue que en su tarjeta de presentación tenía dos antecedentes. El primero, haber sido del círculo de los Kirchner durante 8 años en Santa Cruz y secretario privado de la actual vicepresidenta Cristina Fernández otros 4 más. El segundo, estar en la causa de los cuadernos como arrepentido.
Con solo esos datos, y sin que se sepa aún de su muerte, cada cual sentenció a su gusto. La razón de este fenómeno es conocida: el hecho se plantó justo en medio de un plan de impunidad desplegado por el ala dura del Gobierno que siembra sospechas todos los días.
Instalada la grieta, para quienes no comulgan por el oficialismo, vuelven los recuerdos del caso Nisman; para el otro extremo, fue una muerte producto de discusiones de alcoba, apenas un suceso que debería ir a la sección policiales de un medio. La Argentina ha decidido que los hechos se aniquilen y no importen demasiado. En la mañana del sábado, sin siquiera haber encontrado el cuerpo, de acuerdo al sesgo de cada uno, desde periodistas a expresidentes, todos fueron asesinos.
La muerte El Calafate conmocionó la política, pese a que hasta ahora se apunta más a un crimen brutal que a un escenario político. Pero la dirigencia argentina ha construido un sistema de valoración de los hechos tan nocivo que las evidencias no matan las creencias.
El kirchnerismo se encuentra parado ahora frente a una enorme paradoja: necesita como el agua que la Justicia aclare que lo que sucedió el viernes antenoche en la exvilla presidencial es un crimen pasional. El problema es que el Poder Judicial, clave para la vida democrática, en parte de su estructura ha sido dinamitado desde hace años por certeros cañonazos surgidos desde sus propias filas. Se demolió la credibilidad de muchos de sus integrantes. Y particularmente, el de Santa Cruz, no es de los más reputados. Es poco probable que una actuación de un sistema juzgador colocado para que las acusaciones a los propios se diluyan pueda entregar certezas definitivas a una sociedad desconfiada.
Es imposible analizar la conmoción ante las primeras noticias de la desaparición sin detenerse en el contexto en el que caen. La Argentina rompió desde hace tiempo los cimientos de instituciones vitales para respirar la democracia. El Gobierno desempolvó un lema nocivo: "Todo lo que no se pueda conquistar se demoniza". Justamente la Justicia está en ese lugar en el que la colocó gran parte de la clase política. Los medios, también. Jamás fueron mansos a sus intenciones y la discusión sobre nociones básicas de la profesión son ahora motivo de intentos de criminalización. Pero ahora ese poder demonizador necesita de la credibilidad de una de sus víctimas los jueces y los fiscales para despejar las dudas en el asesinato de un arrepentido que los acusa en una enorme causa sobre corrupción.
Natalia Mercado es, quizá, una de las integrantes de la familia Kirchner que ha mantenido uno de los perfiles más bajo, al menos a nivel nacional. Ni bien se conoció la noticia de la desaparición, su nombre quedó estampado como la fiscal que tenía que investigar el caso. Es la hija de la gobernadora Alicia Kirchner y sobrina de Cristina Fernández. Su hermana, Romina, fue directora de varias sociedades con la que se manejaron los polémicos hoteles de la familia.
A los 31 años fue nombrada fiscal de El Calafate. Quizá realice en esta causa el mejor trabajo de su vida y llegue a la verdad en poco tiempo. Pero porta el vicio de la pertenencia a un grupo político que se preocupó por desarmar la credibilidad de gran parte del Poder Judicial y que ha demostrado valerse de cualquier herramienta para lograr la impunidad.
Las investigaciones que se realizan sobre el poder requieren recolectar datos y poner sobre la mesa ciertas inculpaciones públicas que suelen provocar reacciones colectivas. La información obtenida debe ser analizada por fuentes con la mayor credibilidad posible de modo de poder exponer un registro real de lo sucedido. Las instituciones judiciales de Santa Cruz no representan este paradigma.
Es imposible sólo quedarse sólo con los hechos sin contexto. Es necesario recordar que cuando el kirchnerismo dejó el poder, en Santa Cruz hubo algunos sucesos pedidos prestados a un mal libro de ficción. Varios representantes del lumpen local fueron por aquellos personajes que habían estado en el entorno de los Kirchner. Roberto Sosa, otro exsecretario de la actual vicepresidenta, fue secuestrado. Le pedían que entregue el dinero que se suponía que tenía. "Le bajaron varios dientes y hasta le gatillaron un tiro en el oído que le provocó una disminución en la audición. Lo tuvieron horas, le pegaron y lo extorsionaron. Querían que cante donde tenía el escondite con el dinero", contó un allegado a aquel secretario que aclaró que no había tal millonada. En la jerga, querían el "canuto".
La leyenda urbana en Santa Cruz siempre se posó en la riqueza con la que terminaron los colaboradores de los Kirchner. Quizá influenciados por las andanzas del estridente Daniel Muñoz, secretario de Néstor hasta 2007, que efectivamente amasó una verdadera fortuna, marginales de la Patagonia Austral buscaban dinero como tesoros en aquellos funcionarios y sumaban la extorsión como método.
Mercado no debiera descartar esa hipótesis de motivaciones similares en el caso de Fabián Gutiérrez. Y eso, irremediablemente, la llevará a investigar los vínculos con quienes comparten con ella la pasta del domingo. Difícil despejar todas las dudas.
La relación de la víctima con uno de los detenidos parece estar probada. En el entorno cuentan que desde hace al menos tres meses se mandaban mensajes. La cuarentena -Gutiérrez era diabético y tenía cuidados por el contagio- pospusieron el encuentro. De hecho, el inicio del aislamiento tomó al exsecretario fuera de El Calafate. Tramitó un permiso y regresó a El Calafate por tierra, con un perro. Entonces, se fue a vivir con su hermana a una casa que él construyó y que se la donó. Justamente esa propiedad estuvo investigada en una causa por lavado de dinero que se le inició y por la que fue sobreseido.
Hace pocos días se mudó al domicilio donde lo habrían asesinado y ahí recién agendaron la reunión. Lo que pasó después es lo que se investiga en El Calafate.
Gutiérrez había contado varios detalles en la causa de cuadernos. Relató cómo era el trato que recibía de la expresidenta, confesó que era quien pagaba sus compras en los viajes -siempre en efectivo y después de que ella eligiese- y aportó indicios sobre aquellos vuelos sospechosos al Sur. "He llegado a estar cuatro meses con un solo franco", dijo. No se podría condenar a nadie con su testimonio. Pero claro, no es el único, y como se sabe, la suma y repetición de indicios suelen consolidar certezas probatorias.
En un principio había sido imputado por asociación ilícita en la causa de los cuadernos de la corrupción. Pero la cámara le bajó la calificación a encubrimiento.
No parece que tenga demasiada lógica que el kirchnerismo se haya tenido que valer de esta muerte para acallar una voz que los inculpaba con dichos. Hay otros que aportaron pruebas y cuyo silencio vale mucho más. Ayer no eran pocos los que se acordaron del remisero Oscar Centeno o del contador de los Kirchner, Víctor Manzanares.
La sociedad mira exhausta, toma nota y relaciona cada nombre. No ha sido provechosa la vida de ciertos denunciantes de la corrupción o de las mafias del narcotráfico.
Haya razones o no, toma cuerpo la idea que arrepentirse y entregar datos sobre negociados del poder no parece ser seguro en la Argentina actual. Pocos institutos jurídicos necesitan tanto de un Estado eficiente y presente cuidadoso como el del arrepentido. El silencio es más seguro. La palabra ha caído en una ciénaga, al punto que ya ni siquiera hay intenciones de pronunciarla.
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