Un clima propicio para el consenso
Alberto Iribarne Para LA NACION
Pese a los esfuerzos de sectores del Gobierno y de la oposición por instalar un clima bélico, los festejos del Bicentenario han puesto de manifiesto una atmósfera social favorable para la construcción de consensos.
La presidencia de Cristina Fernández de Kirchner fue presentada durante la campaña electoral previa como una etapa de gobierno donde habría una superior calidad institucional, se celebraría un nuevo pacto social y se utilizarían el diálogo y la concertación como instrumentos de la acción de gobierno.
Nada de esto sucedió. Además de variadas batallas diarias, se han planteado varias guerras: la del campo, la electoral, la de los medios. La "Resolución 125" dio inicio a un largo y duro conflicto. No del Gobierno con algunos integrantes del sector rural sino con el interior del país y, consecuentemente, con gran parte de la sociedad.
Lo que inicialmente era una disputa entre el Gobierno y los afectados por una carga tributaria considerada excesiva, fue presentada como una conspiración golpista-destituyente de sectores oligárquicos contra el poder democráticamente elegido. El oficialismo construyó al "campo" como un enemigo a derrotar. Desde el otro lado, alguno de los sectores de la oposición también se propusieron derrotar al Gobierno.
Se llevó a la sociedad a una falsa polarización antagónica -ideológica, política y cultural- de tal virulencia y dramatismo que en un momento parecía que, después de tan intenso petardismo verbal, sólo podía haber un final violento. Felizmente no fue así. Sin embargo, con este conflicto sin resolver, el oficialismo amplió los enemigos y las guerras. Siempre con la misma actitud pretendidamente épica: está en juego la supervivencia de "el modelo". "Nosotros o el Proceso". "El modelo" equivale a la Patria; los enemigos quieren destruirla.
La concepción bélica del conflicto aparece con gran intensidad casi desde el inicio, y va a marcar toda la gestión de Cristina Kirchner. Pese a algunos vaivenes como el efímero diálogo poselectoral.
El clima de guerra favorece, en el corto plazo, a quien dirige una fuerza política. Porque plantear que se está en guerra es una de las formas de suprimir la discusión y de clausurar el debate interno. En otras palabras, de coartar la libertad política de disentir y expresarlo.
Si se está en guerra no se discute, se acata. No se persuade, se manda. No se reflexiona, se actúa.
Para quienes no tienen escrúpulos, "estar en guerra" habilita a censurar, a ocultar información, a hacer operaciones sucias, a difundir denuncias infundadas, a hacer inteligencia sobre el enemigo. A hacer contrainteligencia, que es la inteligencia sobre las propias filas, porque el enemigo está al acecho y puede infiltrarlas. Porque en la guerra quien duda, quien vacila, quien cree que puede haber diálogo o algún acuerdo con el enemigo, ése es un traidor.
Además, como en la guerra la primera víctima es la verdad, la situación se presta a que se diga que verdades evidentes son mentiras y que todo lo negativo o criticable que ocurre es una gran "operación" de los enemigos.
Si estamos en guerra no se puede, no está permitido, plantear cosas intrascendentes, nimiedades como por ejemplo los aumentos de precios, porque desvían del objetivo central que es vencer al enemigo.
Afortunadamente, la gran mayoría del pueblo y de la dirigencia no ve todo blanco o negro, no se suma a los que consideran que acá hay una guerra, tal como lo plantean algunos adversarios del Gobierno y algunos sectores de oficialismo o grupos cercanos a él.
Hay que recuperar la política como herramienta de cambio, como instrumento para el progreso social, para la justicia social. Excesivo daño le ha hecho a nuestra sociedad la violencia, pero también la concepción bélica de la política. Porque si hay política y no hay guerra, aparecen los matices, se puede discutir, se puede luchar por las ideas. Y también se puede llegar a acuerdos plurales en muchos temas.
Esto requiere usar el dialogo como metodología para asumir los problemas y resolverlos. Significa abandonar la idea de que sólo sirven las políticas que son iniciativas sorpresivas, excluyentes y que imponen un triunfo sobre el otro.
Pero para poder llegar a acuerdos es indispensable, primero, desarmar los espíritus, deponer los enconos.
No es magia
En este punto conviene aclarar algo. No creemos que el diálogo sea magia. No pensamos que todo puede resolverse conversando amablemente. En la sociedad argentina existen contradicciones e intereses contrapuestos de distintos sectores. Es natural que así sea, porque somos una sociedad libre. No se nos ocurre que puedan suprimirse esas diferencias. Pero aspiramos a procesarlas, e incluso a superarlas, a través de la política. Nunca profundizarlas, nunca fabricar conflictos evitables. El voto es la forma democrática de resolver esas diferencias, sea en el Congreso, sea en las elecciones generales.
Es cierto que las Jornadas de Mayo de 1810 "no fueron pacíficas, no fueron consensuadas". Refiriéndose al fusilamiento de Liniers, Ingenieros consigna que "el modus operandi de una verdadera revolución es fusilar. Ocampo no lo hizo. Es reemplazado. Castelli -que sí es revolucionario- no vacila en ordenar los fusilamientos". Moreno y los suyos querían "salir de las penumbras de la colonia. Y lo harían aun a costa de la sangre. De la sangre de los otros" .
Más allá del juicio histórico que merezcan Castelli y Moreno, el contexto era otro, no extrapolable a hoy. Entonces se había iniciado una guerra, la Guerra de la Independencia. Más de un siglo después, en medio de las balas y las bombas, un gran argentino proponía la "Revolución en Paz". Hoy, gracias a Dios, tenemos la democracia y el estado de derecho. Y, en lo esencial, la democracia excluye la violencia como modo de resolver los conflictos.
Estoy convencido -y lo ha demostrado estos días el pueblo en la calle- de que los argentinos somos capaces de coincidir, trascendiendo a los gobiernos y a los partidos. Es tiempo de formular políticas de Estado que definitivamente nos proyecten al futuro. Construyamos el necesario proyecto nacional integrador, que todavía está pendiente desde la recuperación de la democracia en 1983.